Un vampiro saltó por encima de su cabeza, persiguiendo a un agente. Caxton volvió la cabeza y vio aquellas manos huesudas que tiraban de su tobillo y acercaban su pierna a aquella cavernosa boca. Intentó darse la vuelta y levantar el arma. Dirigió el puntero entre las piernas del vampiro y lo clavó en la carne del monstruo como si fuera una bayoneta, justo en el momento en que aquellos dientes hundían en su pantorrilla.
Apretó el gatillo y el vampiro dio un alarido y le soltó la pierna. Caxton se alejó de él rodando, se puso de rodillas y lo apuntó al pecho, directamente al corazón. Ya estaba muerto, pero no importaba.
Había muchísimos más.
Dos iban ya a por ella, uno por cada lado. Se acercaban con las manos levantadas, apunto para destrozarla. A uno le disparó en el pecho y se desmoronó, pero el otro se abalanzó sobre ella y la agarró por la camisa y la corbata. El vampiro tiró con fuerza y Caxton notó como se le cerraba la garganta, cómo su propia corbata le aplastaba la tráquea. Intentó apuntar con el arma, pero tenía al vampiro encima y le era imposible. Sintió la carne fría del vampiro sobre la suya, inhaló el olor a podrido. Quería gritar, pero era incapaz de articular sonido alguno. Unos puntos blancos le nublaron la vista.
Oyó disparos. A Caxton le pareció que resonaban a lo lejos, por eso al principio no logró establecer ninguna conexión entre aquel sonido y el hecho de que la cabeza del vampiro se hubiera desparramado por el suelo convertido en un amasijo blanquecino de cerebro y huesos. El vampiro la soltó y ella logró salir de debajo de su cuerpo. Sin embargo, antes de que lograra siquiera ponerse de nuevo en pie, el vampiro ya había empezado a regenerarse: su cabeza había empezado ya a adoptar su forma original, sus ojos rebosaban rabia pura.
Glaur la agarró por el brazo y la ayudó a levantarse. El agente tenía ya el rifle de asalto preparado y en aquel momento lo levantó, apuntó y le soltó al vampiro un disparo que le atravesó el corazón.
Ésta es la declaración jurada de Rudolph Storrow, del 1.º Regimiento de francotiradores de los EEUU y todo lo demás. El 27 de junio visité a mi viejo amigo, Alva Griest, que estaba enfermo y en cama. Me mandaba el coronel Pittenger.
Le dieron a Alva una habitación en la plaza fuerte, que era limpia y tenía luz y ventanas y era bonita, pero que también apestaba por que la herida se había gangrenado, me dijeron. Yo no dije nada del olor, por que Alva y yo somos viejos amigos.
Pasamos un cuarto de hora hablando de lo que habíamos echo y visto en Virginia y de la casa del vampiro tal como le conté al coronel Pittenger y hasta nos reímos un poco. Entonces le pregunté a Alva si estaba seguro y si todavía quería hacer como me había dicho.
El dijo que no le quedaba más nada que hacer en esta vida con sus heridas y demás y que quería ayudar a su país como pudiera y que estaba preparado. Me preguntó si yo creía que lo que iba a hacer era pecado pero yo le dije que no, que creía que no. Muchos otros hombres se habían presentado voluntarios para la misión, le dije, y el coronel me había asegurado que todos irían a un buen lugar y no de cabeza al infierno. O sea que el Ejército dice que esta bien.
El dijo que eso era suficiente para el.
Yo llevaba conmigo mi cantimplora, que había llenado de ácido prúsico, pues me lo había dado el coronel, y le serví un baso. La bebida huele fuerte a almendras y no parece muy recomendable beberla, esa es mi opinión.
El digo que estaba cansado y que echaba de menos a su amigo Bill. Entonces se bebió el baso, que no era mucho. Murió al cavo de unos minutos. Entonces escribí esto, tal como debía, y ahora que he terminado voy a tomarme yo también mi trago y terminar con todo esto. Dios salve América, al señor Lincon y a todos nuestros chicos.
Glauer ayudó a Caxton a levantarse, aunque ésta ya se estaba moviendo. No había tiempo para ponerse a hablar, ni de darle las gracias por haberle salvado la vida. Se movían a toda prisa, agazapados, hacia un gran edificio circular que se distinguía en la oscuridad. A sus espaldas, los vampiros se estaban dando un festín con los muertos y los moribundos, y no se tomaron siquiera la molestia de perseguirlos. Caxton miró un par de veces por encima del hombro y vio cuerpos esparcidos por todo el campo de batalla. Algunos eran muy pálidos bajo la luz de las estrellas, tenían las cabezas calvas y los ojos juntos. Pero la mayor parte de esos cuerpos pertenecían a sus hombres.
Por la mañana, si lograba sobrevivir hasta entonces, iba a sentirse culpable. Continuó corriendo. Cuando estaban ya lo bastante lejos, Caxton se atrevió por fin a hablar:
—Creía que no le había disparado a nadie antes.
—El entrenamiento profesional funciona a las mil maravillas –respondió Glauer que le dedicó una sonrisa que pronto se convirtió en una mueca de dolor. ¿Estaba herido? Caxton no lo veía. En cualquier caso, si así era no lo obligaba a ralentizar el paso. <<¿Cuántos vampiros había matado Glauer?>>, se preguntó Caxton. No tenía ni idea.
Por riguroso que fuera su plan y a pesar de la disciplina que se había auto impuesto, había visto muy poco de lo sucedido en el campo de batalla. También ella había estado luchando, demasiado concentrada para fijarse en nada más. No tenía ni idea de cuántos de sus hombres seguían vivos.
Frente a ella, la silueta circular del Cyclorama Center ocultaba las estrellas. Tenían que meterse allí dentro cuanto antes mejor. Agarró a Glauer por la manga de la chaqueta y se obligó a andar más rápido. Podían tener un vampiro pisándoles los talones, o a punto de cortarles el paso. Eran lo bastante rápidos como para adelantárseles y bloquearles el camino…
Y si ése era el caso, desde luego, estaba muerta; no podría hacer nada al respecto. Apresuró aún más sus pasos. Sus pies resonaron sobre el hormigón y Caxton soltó un suspiro de alivio mientras subía por la rampa para discapacitados del Cyclorama.
Las puertas se abrieron y aparecieron dos soldados. Les estaban apuntando. Caxton levantó el rifle de asalto y ellos bajaron el arma.
—Tú–le dijo Caxton a uno de los soldados. Llevaba puestas las gafas de visión nocturna, dos lentes que relucían bajo la luz de las estrellas—. ¿Qué ves? ¿Nos sigue alguien?
—Negativo–respondió el soldado.
—Bien. Cierra la puerta en cuanto hayamos entrado.
Por mal que hubiera ido la primera parte de la batalla, a pesar de los efectivos perdidos, su plan seguía siendo válido. Acompañó a Glauer al interior de aquel edificio con luz eléctrica y calefacción.
El Cyclorama Center era una de las principales atracciones turísticas del campo militar, o por lo menos lo había sido. Llevaba un año cerrado al público por reformas. La policía había tenido la amabilidad de abrirlo para que sus hombres pudieran usarlo como refugio preliminar. Se trataba de un edificio circular sin ventanas, de modo que los vampiros no podían atacarlos por los laterales. El interior era un espacio abierto para que los visitantes pudieran ver el ciclorama, una pintura al óleo de ocho metros de alto por más de un centenar de largo, una perspectiva de 360 grados del campo de batalla durante la infausta carga de Pickett. El tema era demasiado parecido a lo que Caxton acababa de vivir para proporcionarle algún tipo de consuelo.
Algunos de los efectivos de Caxton, en su gran mayoría soldados con uniforme de camuflaje, estaban ya allí reunidos. Tenían los rifles en la mano y estaban preparados para reemprender la batalla en cualquier momento. Ninguno de ellos hablaba, ni fumaba, ni le dirigió más que una breve mirada. Sabían lo que había allí fuera, en la oscuridad. Aquel refugio les permitía un breve momento de tregua, pues nadie lo habría llamado momento de paz.
En medio de la sala habían montado una mesa con caballetes. La mitad de esa mesa la ocupaba un enorme equipo de radio portátil y la otra mitad estaba llena de mapas a escala del parque y de la ciudad. Un soldado con galones en el uniforme manejaba el aparato y gritaba acaloradamente preguntas por el micrófono.
—Teniente Peters –dijo Caxton, que se dirigió rápidamente hacia la mujer—. Lo ha logrado.
—Por los pelos del culo, agente –respondió la soldado. Era una de las tres únicas voluntarias del improvisado ejército de Caxton, pero era también el miembro de más grado contingente que había mandado la Guardia Nacional. Era algo mayor que Caxton, tendría unos treinta años, pero ya tenía canas. Había luchado en Irak y había logrado regresar con vida. Caxton se preguntó por un instante si sobreviviría también a aquella noche. Si alguno de ellos tenía alguna posibilidad, imaginaba que era la teniente.
—¿Alguna noticia del centro de turistas?
Peters frunció el ceño y miró la radio.
—Hay algunos hombres allí, pero no parece que estén demasiado organizados. El grueso de los adversarios han ido a por ellos.
—Mientras logren mantener la posición… —dijo Caxton, que cogió uno de los mapas. El centro para turistas estaba junto a la carretera de Taneytown, apenas unos centenares de metros al norte del Cyclorama. Los efectivos de Caxton se habían dividido en grupos para ocupar los edificios próximos, tal como ella había planeado. Los grupos tenían órdenes de abandonar sus posiciones y refugios en ubicaciones terciarias situadas carretera arriba si el combate se volvía demasiado reñido. El plan consistía en obligar a los vampiros a moverse hacia el norte, hacia la ciudad, donde resultaría más fácil rodearlos. Por el contrario, si se marchaban hacia el sur, hacia el campo abierto del parque, los perderían. Caxton había dispuesto un plan de contingencia para esa eventualidad: los helicópteros intentarían obligarlos a regresar hacia la ciudad usando sus potentes reflectores. Pero en realidad no sabía si aquello funcionaría.
—Yo en su lugar intentaría minimizar las bajas y saldría cagando leches –dijo Peters, como si estuviera leyéndole el pensamiento a Caxton. La teniente señaló tres puntos en el mapa—. Los controles de carretera no van a lograr contener a esos cabrones más allá de un par de minutos. Si hicieran contacto allí…
—No, primero vendrán a por nosotros –respondió Caxton, que de pronto estaba completamente segura de ello.
—Por el amor de Dios, ¿por qué? Les hemos hecho daño. Ellos nos han hecho más a nosotros, es cierto, pero no les ha salido gratis…
—Eso espero –asintió Caxton—. Pero no, vendrán a por nosotros. Quieren nuestra sangre, llevan tantísimo tiempo pasando hambre en la oscuridad, esperando, soñando con la sangre… No van a desperdiciar la oportunidad más a manos de conseguirla. Y eso somos nosotros. –Volvió la mirada hacia la puerta de entrada del edificio—. ¿Están sus hombres preparados? Ya no pueden tardar en llegar.
—He visto lo rápido que se mueven. Mis hombres están preparados –dijo Peters, que miró fijamente a Caxton. Ésta quiso apartar la vista, pero la teniente tenía la mirada clavada en ella y la estudiaba sin pestañear.
—¿Hay algún problema? –preguntó Caxton.
—No esperábamos este tipo de resistencia. En el desierto, si nos encontrábamos con la mierda hasta el cuello, el procedimiento estándar era retirarse –dijo y se apoyó en la mesa—. Retirarse y vivir para poder luchar otro día. Ésa es nuestra forma de proceder.
Pensó Caxton. Nada le habría gustado más que dejar que fueran los soldados quienes se encargaran de defender Gettysburg. Así podría haberse ido a alguna parte a dormir un poco. Sin embargo, sabía, porque Arkeley se lo había enseñado, que eso era lo último que debía hacer. Los soldados no se exponían al riesgo de que los masacraran. Se movían estratégicamente y sólo se refugiaban en posiciones que sabían que iban a poder defender. Operaban así porque sabían que sus enemigos seguían el mismo patrón.
Pero los vampiros no luchaban de aquella forma. Eran demasiado arrogantes, nunca se echaban atrás.
—Teniente, si nos largamos ahora los vampiros podrán hacer lo que les plazca. Como usted misma ha dicho, los controles de carretera no podrán retenerlos. Ya ha visto de lo que son capaces contra soldados armados hasta los dientes. ¿De veras se arriesgaría a exponer a la población civil a una amenaza de este calibre?
Peters frunció el ceño, pero negó con la cabeza. Menos mal, Arkeley nunca le habría pedido a unos de sus hombres que aprobara sus órdenes, sino tan sólo que las obedeciera
El procedimiento para crear una nueva tropa fue de una simplicidad absoluta y lo llevamos a cabo sin obstáculos ni demoras. Los hombres eran acompañados o traslados en camilla a la habitación donde se encontraba la señorita Malvern reclinada en su cama. Ésta no hablaba con ellos, ni les escribía palabras amables o tranquilas. Me dijo que para lo que quería hacer necesitaba silencio total. En lugar de hablar con ellos, miraba a los voluntarios a los ojos; en algunos casos, había que sujetarles la cabeza para que ella pudiera vérselas bien. Entonces discurría un breve lapso de tiempo durante el cual se establecía entre ellos quién sabe qué tipo de comunicación. Después, el hombre era retirado a otra habitación, donde lo estaba esperando su trago de veneno. Fueron muy pocos quienes en aquel momento se echaron atrás; sólo dos rechazaron la copa, y ambos regresaron al cabo de un rato y la volvieron a pedir. Yo tenía a varios hombres bajo mis órdenes, tipos despiadados que cogieron los cuerpos y los metieron en los ataúdes, que ya estaban preparados. Entonces subieron los ataúdes al coche funerario. Al anochecer habíamos terminado.
Aguardé junto al coche a que el sol se pusiera. No bebí licor, ni jugué a cartas, no me dediqué a ningún otro pasatiempo. Me senté en una silla plegable, completamente solo. A solas con mi conciencia. Cuando la noche hubo caído por completo, los oí moverse dentro del coche y hablar entre ellos con voces graves e impasibles. Entonces algo golpeó contra la puerta metálica del coche. Yo me levanté y abrí una portezuela, poco más que una mirilla, y vi un sinfín de ojos rojos que me devolvían la mirada.
ARCHIVO DELCORONEL WILLIAM PITTENGER
Disponían de un breve tiempo muerto que tal vez no fuera más que eso. Y, sin embrago, debían considerar sus prioridades. Caxton dejó su rifle de asalto en el suelo, se dejó caer y enrolló la pernera del pantalón. Tenía la pantorrilla llena demarcas rojas donde los dientes del vampiro habían entrado apenas en contacto con la carne. Las heridas no eran profundas y, aunque sentía la pierna algo agarrotada, podía andar perfectamente. Había tenido suerte, muchísima suerte.