—Llevo veinte años haciendo que la gente me deba favores porque sabía que este día iba a llegar. He invertido hasta el último resto de mi capital político.
Como U. S. Marshal, Arkeley había custodiado numerosos juzgados y había conocido a muchos jueces. Y los políticos escuchaban a los jueces.
—Gracias —dijo Caxton—. No sé qué más decir.
—Con eso basta —dijo Arkeley que, a continuación, guardó silencio un instante—. Aún puedo hacer otra cosa por usted, pero le advierto que es bastante drástica.
—Corren tiempos drásticos —replicó Caxton.
—Vale. En ese caso déjeme que vuelva al trabajo.
Caxton le dijo que adelante y colgó el teléfono.
Le quedaba todavía una llamada por hacer.
Llamó a su casa y esperó a que Clara descolgara el teléfono, tardó seis o siete tonos.
—¿Hola?
«Necesito contarte lo que está pasando —pensó Caxton Necesito contarte lo que va a pasar en cuanto el sol se ponga
«Necesito contarte que es posible que me maten esta noche. Que probablemente me van a matar esta noche. Necesito decírtelo.»
—¿Hola?
Pero era incapaz de abrir la boca, de articular palabra.
«Necesito decirte adiós», pensó.
—¿Laura? Sé que eres tú, he visto el número en la pantalla ¿Qué sucede?
Caxton abrió la boca y tras un esfuerzo mayúsculo logró decir:
—Te quiero.
Clara se quedó callada un instante hasta que finalmente, tras un leve suspiro, dijo:
—Yo también te quiero.
Su voz sonó tan débil, tan frágil, que podría haberse tratado le un eco de la línea.
Caxton cerró el móvil: habría sido incapaz decir nada más.
Le temblaban las manos y estaba mareada por la falta de sueño, la falta de comida y las sobredosis de cafeína y miedo. Salió del coche por primera vez en varias horas y caminó media manzana hasta la oficina de correos, donde los aterrorizados ciudadanos de Gettysburg estaban subiendo a un enorme vehículo armado de transporte de tropas. Los soldados de la Guardia Nacional vestidos de uniforme completo los ayudaban a subir a bordo por la escotilla trasera, les sonreían y les decían que todo iba a ir bien.
Caxton echó un vistazo a su reloj: eran las 6.23 horas.
Nada más llegar, acudí rápidamente al cuartel general del general Hooker y me condujeron a una habitación de la segunda planta. Dentro, encontré a la hembra reclinada sobre unos cojines en una cómoda cama. Había una única vela encendida detrás de una pantalla de seda y en la habitación reinaba una densa penumbra. Me contaron que si había más luz, ésta experimentaba dolor físico. Estaba bien surtida de útiles de escritura y mucha tinta, y ya había llenado varias páginas con una caligrafía elegante y fluida. Cuando me miró con su único ojo, sentí que un escalofrío me recorría todo el cuerpo, como si hubieran reemplazado el tuétano de los huesos por hielo, y, sin embargo, no dudé en acercarme a la cama y besarle la mano corrompida. Me contaron que ahora hacía de espía para la Unión, que había proporcionado mucha información útil y que estaba allí como invitada de honor del general. También me contaron que se bebería mi sangre si le daba ocasión de hacerlo. No obstante, ella me aseguró que estaba saciada y que no me inquietara. Yo no pregunté de quién eran las venas de las que había salido su ración aquella noche.
Me contó gran parte de su historia: cómo la habían traído a América el siglo pasado —y a juzgar por su estado de descomposición la creí—, y cómo durante todo ese tiempo había servido de adorno en casa de la familia Chess, incapaz de salir de su ataúd dorado. Me contó cómo había conocido a Obediah Chess cuando aún era pequeño; aunque le habían prohibido que se acercara a ella, el niño había sido incapaz de seguir el buen consejo de sus padres. Sin embargo, no fue hasta después del inicio de las hostilidades que convenció al chico para unirse a su no vida inmortal. Él la adoraba como a una segunda madre, su madre de verdad había muerto por las fiebres siendo él aún muy niño. Primero le había dado de comer su propia sangre y más tarde, tras alcanzar la mayoría de edad, le había empezado a proporcionar el fluido vital de otros hasta aceptar finalmente la maldición. Aseguró que al chico no le costaba nada proporcionarle la tan anhelada sustancia en tiempos de guerra, cuando las personas desaparecían sin que nadie se preguntara nada, especialmente si eran esclavos de quien podía pensarse que habían huido aprovechando el caos. Hablaba de aquel tiempo con nostalgia, como otros hablan de los tiempos de paz, prosperidad y abundancia que dimos por sentados.
Le pregunté su nombre y me dijo que se llamaba Justinia.
ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM PITTENGER
A las seis y media todos los civiles habían abandonado la ciudad. Habían llegado ya las armas y las tropas, que estaban desembarcando en la plaza Lincoln. Habían registrado aproximadamente el sesenta y cinco por ciento de edificios de la ciudad y no habían encontrado ni un solo ataúd, corazón o vampiro. El sol era una mancha amarillenta sobre las nubes, visible sólo parcialmente por entre la oscura maraña de las ramas de los árboles que bloqueaban la visión hacia el oeste. Había llegado la hora de dejar de buscar los ataúdes y empezar a prepararse para hacer frente a los vampiros.
Las tropas de Caxton se habían reunido en la plaza. Formaban pequeños grupos, fumando cigarrillos, sentados en la acera, apoyados en los edificios históricos, reservando las energías para lo que les esperaba. Había logrado reunir setenta y cinco personas, casi todos hombres. No era suficiente, ni mucho menos, pero era lo que había. Todos sabían utilizar armas de fuego, lo cual ya era algo. Había agentes de la brigada de bebidas alcohólicas con chubasquero y gorra de béisbol, policías locales y agentes de tráfico como ella, unidades del SWAT de Harrisburg y soldados de la Guardia Nacional de camuflaje, con robustas corazas y gafas de visión nocturna colgando del casco. Muchos llevaban sus propias armas, pistolas y escopetas. Caxton frunció el ceño al verlo, ya que las escopetas eran casi inútiles contra los vampiros. Por suerte tenía mejores armas a mano.
Habían descargado apresuradamente varias cajas de rifles y granadas de unos camiones de incógnito, que ahora aguardaban sobre las flores aplastadas de un parterre y también en la acera, entre dos parquímetros. Las granadas iban envueltas individualmente y protegidas por polietileno. Cogió uno y comprobó el mecanismo para asegurarse de que el cañón modificado estaba bien anclado al armazón. La culata de plástico se ajustó a su hombro al tiempo que Caxton mantenía el apaga llamas apuntando hacia arriba.
—Veamos, chicos —gritó de pronto Glauer y Caxton se llevó un susto—. Algunos me conocéis, pero la mayoría no. En cambio, supongo que todos sabéis quién es ella.
—Sí —dijo uno de los soldados de la Guardia Nacional, asintiendo alegremente—. La tía de Colmillos.
Caxton le fulminó con una gélida mirada. El chaval no tendría más de diecinueve años.
—Es la jefa —dijo uno de los agentes de la brigada de bebidas alcohólicas—. Es nuestro mariscal de campo.
Caxton no había oído aquel término en su vida y se le ocurrió que el agente debía de haberlo leído en Soldier of Fortune o alguna revista por el estilo.
—Soy la agente Caxton, de momento con eso bastará. Estoy segura de que todos sabéis porqué estáis aquí, de modo que seré breve. —Miró a su alrededor para cerciorarse de que le prestaban atención. Había unos cuantos que seguían charlando entre ellos, pero en su mayoría se trataba de profesionales que sabían cuándo debían escuchar—. En unos minutos anochecerá por completo. Los vampiros saldrán de dónde estén y espero que nuestra unidad de apoyo aéreo logre localizarlos pronto. Debemos estar preparados para ponernos en marcha en cuanto recibamos su llamada. Para enfrentarnos a este enemigo es importante que lo hagáis con la mentalidad correcta. Esto no es una redada, no estamos aquí para detener a nadie. Debéis tirar a matar desde el primer disparo y no podéis vacilar. Esta noche no se nos puede escapar ni un solo vampiro.
Levantó su arma y se la mostró.
—¿Alguien reconoce esta arma?
—Sí, es un rifle de asalto —dijo un agente que había levantado la mano—. Apuntas al objetivo con el cañón y hace bum.
Algunos se rieron. Caxton buscó a su alrededor y encontró a un soldado de la Guardia Nacional.
—Déjame tu coraza —le dijo. El soldado dudó un instante, por lo que Caxton le agarró las correas y empezó a soltárselas—. Esto no os va a servir de nada —dijo—. Los vampiros no van a dispararnos, o sea que las corazas no harán más que estorbaros.
Pensó en ordenar a los miembros de la Guardia Nacional que se las quitaran, pero al final decidió no hacerlo: tal vez llevarlas les proporcionara una ventaja psicológica. El soldado logró por fin sacarse su coraza. Caxton la cogió, buscó de nuevo con la mirada y encontró una enorme calabaza que servía de decoración otoñal frente a un hotel. Colocó la calabaza dentro de la coraza y la dejó sobre el asfalto. Entonces le pidió a todo el mundo que se apartara y comprobó que no hubiera nadie a menos de seis metros.
—Esto es un rifle de asalto, sí. Un Colt AR6520, para ser exactos. Pesa un poco más de lo que parece. El cañón ha sido perfeccionado para albergar balas del calibre 50 Browning. El cargador tiene capacidad para veinte balas, acordaos de eso. Y aquí viene otra cosa que debéis recordar —dijo.
Entonces apuntó contra la coraza, retiró el seguro y disparó una única bala que atravesó tanto el blindaje como la calabaza. Del interior de la coraza salió una masa anaranjada que salpicó varios coches que había aparcados cerca.
—Intentad evitar los incidentes de fuego amigo —dijo.
Casi todos los hombres se rieron. Caxton no esperaba aquella reacción, pero era positiva. Reír reforzaría los vínculos y les ayudaría a combatir la ansiedad. Sabía que por lo menos a ella le hacía falta.
Pero no podía permitir que el grupo se le fuera de las manos.
—He querido que tuvierais esta potencia de fuego porque la única forma de matar a un vampiro es con un disparo directo al corazón —dijo al tiempo que se llevaba la mano al lado izquierdo del pecho—. Y ni siquiera en ese caso debéis dar por sentado que está muerto. La primera vez que los veamos tendrán un aspecto moribundo, raquítico y pálido. Una bala del calibre 50 debería poder terminar con ellos. Sin embargo, en cuanto beban algo de sangre serán inmunes a las balas. Éstas puede que funcionen —añadió, colocando de nuevo el seguro y levantando el rifle—, o no.
Abrió otra caja e hizo un gesto indicando a los hombres que podían empezar a armarse.
—Los vampiros son más rápidos que nosotros y más fuertes, mucho más. No tendrán ningún reparo en arrancaros la cabeza o destriparos. ¿Cuántos habéis ido de caza anteriormente?
Como había supuesto, la mayoría levantaron la mano. Vivían en Pensilvania, muchos de ellos habían nacido y se habían criado en zonas montañosas. Probablemente habían aprendido a disparar apuntando a ciervos con un rifle del calibre 22.
—Necesitamos tiros limpios y precisos. Disparos a la altura del corazón, siempre a la parte izquierda del tronco. No gastéis balas disparándoles a la cabeza o a las piernas. Probablemente os hayan entrenado para dejar a una persona impedida sin provocarle heridas mortales. Olvidaos de eso ahora mismo.
Miró a su alrededor, a los hombres que tenía a su cargo. A los soldados de la Guardia Nacional, muchos de los cuales habían luchado en Irak, no hacía falta que les contara todo eso. Sin embargo, conformaban menos de un tercio de sus hombres. El resto estaba formado por policías de un tipo u otro, y a éstos los entrenaban incesantemente para que no mataran a nadie, para que ni siquiera dispararan si creían que su disparo podía provocar una muerte. Iba a hacer falta mucho más que una severa advertencia para que lograran superar esa preparación. Caxton se dijo que a lo mejor cuando vieran a qué se enfrentaban, cuando se encontraran ante una horda de vampiros sedientos de su sangre, lo acabarían de entender.
Pero también era posible que muchos de ellos murieran antes de llegar a comprenderlo.
Arkeley habría aceptado aquella posibilidad sin darle más vueltas. Habría apreciado la importancia de su tarea y habría sacrificado lo que fuera y a quien fuera, incluido él mismo,, para impedir que los cien vampiros lograran salir de Gettysburg. Decidió que era el momento de exigirles aquel compromiso a sus hombres, de exigírselo a sí misma.
—Bueno, escuchadme —dijo. Entonces, a grandes trazos, esbozó su plan—: Ellos tienen muchas ventajas, pero podemos derrotarles si nos mantenemos unidos. —Sacó un mapa de la ciudad y el parque—. No sé dónde vamos a enfrentarnos a ellos, pero sea donde sea, el plan es el mismo: entablamos un primer contacto e intentamos provocar tanto daño como podamos. Ellos querrán acercarse a nosotros, porque tienen que estar cerca para herirnos, pero nosotros no se lo permitiremos. En cuanto vengan a por nosotros, nos dividiremos en grupos y nos replegaremos en los edificios próximos. Vuestros comandantes de grupo sabrán hacia dónde deben dirigirse. Defenderemos esos edificios hasta que podamos y a continuación nos replegaremos en el siguiente, moviéndonos siempre hacia el centro de la ciudad. Entonces nos reagruparemos, los rodearemos y acabaremos con los que aún queden. ¿Alguien tiene preguntas?
Nadie tenía ninguna.
Cuando la vampira terminó de escribir su declaración, descubrí que contaba con suficientes elementos para acabar con lo que quedaba de la banda de Simonon y poner fin a la mayoría de forajidos sureños para siempre. Se lo agradecí efusivamente y le dije que había actuado como una gran aliada de mi país. Aquello era lo que había ido a buscar y ahora que por fin lo tenía, podía partir al alba y llegar a Washington con mi informe antes de que terminara el día.
«No hay de qué —escribió ella—. Pero ¿cuál será mi recompensa?»
Yo manifesté mi ignorancia acerca de su petición.
«Ha comido sangre fresca y abundante. ¿Desea acaso algo más?»
«Apenas que mi espíritu halle un poco de paz —respondió ella—. ¿Qué va a suceder conmigo ahora que soy aliada de su país? No puedo caminar por mi propio pie, por lo que no puedo ser liberada. ¿Cuál será, pues, mi destino?»
Lo que fuera a sucederle no me importaba lo más mínimo, si bien podía imaginármelo: una ejecución rápida e indolora, un acto de misericordia hacia ella y aún más hacia nosotros.