-…en las pelis. Abren la… pero a lo mejor… la cerradura –dijo, volviendo la mirada hacia ella.
Pero ella tan sólo pudo negar con la cabeza. ¿Qué estaba diciendo?
Entonces pareció que Glauer perdía la paciencia; el agente sacó su rifle, apuntó a la cerradura y apretó el gatillo con una mueca, antes de que ella pudiera detenerle. La enorme bala rebotó en la placa y Caxton notó cómo pasaba a pocos centímetros de su mejilla. La podría haber matado, podría haberle volado los sesos.
-¡Será idiota! –gritó y la sorprendió constatar que podía oír su propia voz. Entonces miró la placa de la puerta. La bala había combado la cerradura y había deformado el mecanismo. Más importante aún, las sacudidas de la puerta habían cesado.
A lo mejor aquella estupidez de Glauer había logrado bloquear la puerta. O tal vez los vampiros tenían miedo de que fueran a dispararles a través de la puerta. Fuera como fuese daba lo mismo.
Caxton negó con la cabeza y empujó a Glauer hacia la carretera de Taneytown, que discurría junto al edificio Cyclorama. Disponían de unos segundos de ventaja, pero nada más.
Aquélla era la primera batalla que presenciaba directamente. Supongo que hasta entonces había imaginado a unos hombres de uniforma azul bien planchado blandiendo sus sables y llamando a otros hombres para llevar a cabo un glorioso ataque. Pero no era así en absoluto. En Gettysburg vi a soldados engullidos por un fuego abrasador, mosquetes que restallaban y disparaban, y una multitud de hombres que no sabían hacia dónde correr. Fui testigo de cómo las balas agujereaban el suelo, que escupía cadáveres y los lanzaban por los aires. Vi mucha sangre y muchos muertos, muchos más de los que mi estómago era capaz de soportar. Estaban amontonados o esparcidos por el campo de batalla, como si fueran soldados de plomo abandonados por un niño aburrido e impaciente. Si se presentaba la ocasión, los arrastraban detrás de la línea de fuego, donde los apilaban como troncos. Pero aquello sucedía raramente. Había aún más heridos, aunque la visión de éstos era incluso peor. ¡Había tantos hombres pidiendo un poco de agua o un médico, y tan pocos que lo escucharan! De continuo se oía a algún hombre gritando, agonizando, y a otros que le rogaban que cerrara la boca y se callara.
Era el segundo día de la batalla y no habíamos tenido un solo momento de calma. Lee se había hecho fuerte en el noroeste y en Seminary Ridge y nosotros intentábamos adueñarnos del valle desde lo alto de Cementery Ridge. Los rebeldes subían la cuesta rugiendo, con las armas en alto, y nosotros los cortábamos como el trigo durante la siega. Corrían al tiempo que gritaban, chillaban y aullaban con el ruido más espantoso que haya oído jamás. Era el famoso, pensado para infundir miedo en nuestros corazones. Y debo admitir que en mí, por lo menos, producía el efecto deseado.
ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAMPITTENGER
Paulatinamente fue recuperando la capacidad auditiva, aunque no del todo. Un zumbido sordo le llenaba la cabeza y no parecía querer desvanecerse.
Caxton sabía que la exposición reiterada al sonido producido por la detonación de las granadas de iluminación podía hacer que alguien se quedara sordo de forma definitiva y, de hecho, temía haberlo quedado en parte.
Sin embargo, oía el crujir de su ropa y eso tenía que ser una buena señal. Oyó disparos a lo lejos; se trataba de rifles de asalto. Algunos realizaban disparos aislados, otros gastaban munición inútilmente con fuego automático.
Se escondió detrás de un árbol y le hizo a Glauer un gesto para que se acercara.
—Algunos de los chicos siguen ahí fuera —dijo—. Deben de haber quedado atrapados y no han logrado llegar a los puntos de refugio.
—Debemos acudir en su ayuda —dijo Glauer. Su voz sonaba como si estuviera gritándole desde la cima de una montaña lejana, aunque estaba tan sólo a unos centímetros de ella—. Los van a masacrar.
Pero Caxton negó con la cabeza. Debía pensar como Arkeley y hacer lo que Arkeley habría hecho. Al viejo federal nunca se le habría ocurrido atravesar la oscuridad a ciegas con la vaga esperanza de rescatar a sus hombres; habría considerado que sus bajas eran asumibles. Para Arkeley, lo único que importaba era que los vampiros murieran.
Aunque Caxton no lograba conciliar aquella actitud con su propia conciencia, su mente racional estaba dispuesta a aceptarla por aquella vez.
—Debemos seguir el plan establecido —dijo, y miró a Glauer—. También usted debería haberlo seguido; no debería haberme esperado aquí, al descubierto. Él se encogió de hombros.
—Somos compañeros, ¿no? Uno no abandona a su compañero en medio de un tiroteo.
Caxton se rió y apartó la mirada hacia la carretera. Compañeros. El antiguo compañero de Glauer, Garrity, había muerto a manos de un vampiro.
En aquella ocasión Glauer se había negado a darle caza y había optado por quedarse con Garrity, a pesar de que éste ya estaba muerto.
En su día, Caxton había sido la compañera de Arkeley. O por lo menos eso creía ella. En realidad Arkeley sólo la había usado como cebo.
—Vamos —dijo Caxton, y se dirigió rápidamente hacia la carretera. Las farolas iluminaban el asfalto negro pero nada de lo que había más allá del margen de la carretera. Su luz hizo que se desacostumbrara a la oscuridad y, sin embargo, seguía escrutando las sombras, preparada para enfrentarse a cualquier tipo de amenaza.
No obstante, fue Glauer quien atisbo el peligro que se acercaba.
—Algo se ha movido —dijo. Con la mano extendida señalo un cañón situado junto a la carretera. La luz de las farolas se reflejaba la llanta de una de sus ruedas—. Allí —insistió, mucho más alto.
Un vampiro salió de detrás del cañón y cruzó el asfalto a toda velocidad. Durante un segundo a Caxton le pareció que veía sus ojos rojos. Levantó el rifle y disparó tres balas, aunque sabía que no iba a darle al vampiro. Sólo pretendía contenerle.
—¡Corre! —le gritó a Glauer y empezó a cruzar la carretera, moviendo las rodillas a mil por hora.
El centro para turistas, el siguiente refugio del plan, era el enorme edificio de una planta que tenían enfrente. Era un cubículo de ladrillo amarillo con numerosas puertas, mucho más difícil de defender que el Cyclorama. Caxton se dirigió hacia la entrada principal, compuesta por varias puertas de cristal, y entró con Glauer pisándole los talones. Detrás de las puertas había un estrecho vestíbulo que daba paso al punto de acceso principal del edificio. Caxton se agachó y miró a través de las puertas de cristal, intentado ver al vampiro al que acababa de disparar. Durante unos segundos aterradores, intentó no moverse, ni siquiera respirar.
Al parecer el vampiro era demasiado listo para realizar un a taque frontal. Aunque también era posible que estuviera persiguiendo a otra persona.
—Bueno, entremos —dijo finalmente.
Glauer tomó la delantera con el rifle colgado del brazo que no le habían herido. Abrió la puerta interior de una patada y entró corriendo, pero volvió a salir a toda prisa cuando unas balas atravesaron la oscuridad. El estruendo en el vestíbulo cerrado era como el redoble de unas campanas de hierro, y los destellos de los rifles cegaron a Caxton que, sin embargo, comprendió al instante lo que estaba sucediendo.
—¡No disparéis! —gritó al tiempo que agarraba a Glauer del cinturón y se lo llevaba lejos de la puerta—. ¡Somos de los vuestros!
Una cara asustada se asomó al otro lado de la puerta interior. Era uno de los soldados que Caxton había visto en el Cylorama Center. El que quería un pony.
—Mierda —exclamó éste mirando primero a Caxton y luego a Glauer. Entonces se mordió el labio inferior—. Creíamos que eran...
—Vampiros, ya —dijo Caxton, que se maldijo por haber estado a punto de dejar morir a Glauer—. Pues no, no lo somos. ¿Podemos entrar ahora?
El soldado se apartó y Caxton entró en el vestíbulo principal del centro para turistas, un espacio abarrotado de expositores y carteles. En la pared de la derecha estaba la taquilla y a mano izquierda, la tienda de suvenires, ahora con las luces apagadas. En el extremo opuesto de la sala, las salidas conducían a pasillos a oscuras, señalizados con carteles que anunciaban el inicio de las visitas guiadas y el «famoso» mapa electrónico.
Los soldados estaban sentados en el suelo, con las armas sobre las rodillas, y la observaban con miradas aterrorizadas. El soldado que les había disparado estaba apoyado en la taquilla, con los ojos perdidos en la oscuridad para no tener que mirarla a los ojos. Llevaba galones de cabo en el uniforme y una chapa en la que estaba grabado su nombre: «HOWELL.»
—Cuatro —dijo Caxton—. ¿Sois los únicos que habéis logrado salir?
—He estado intentando contactar con los demás por radio —dijo Howell—. Pero ni rastro.
Caxton soltó un suspiro incómodo. ¿Quedaban sólo cuatro? Era horrible. Abrumador. ¿Tan sólo cuatro? Aunque no sabía de qué se sorprendía, pensó. Había visto morir a los de más en el Cyclorama; había visto morir a la teniente Peters. El contingente de la Guardia Nacional estaba formado por hombres sumamente preparados, debidamente armados y organizados.
Arkeley le había dicho un millón de veces que no debía subestimar a los vampiros.
—¿Qué hay de los demás? —preguntó. Su plan pretendía que las diversas unidades de su ejército se mantuvieran tan juntas como fuera posible. Los soldados de la Guardia Nacional eran responsables del Cyclorama, mientras que los agentes de la brigada de bebidas alcohólicas tenían instrucciones de refugiarse en el centro para turistas y defenderlo mientras el resto de tropas se reagrupaba allí—. ¿Ha logrado establecer contacto con los agentes de la BBA?
El cabo Howell la miró fijamente y Caxton supo al instante que no le iba a gustar lo que éste iba a contarle.
—Los hemos encontrado —dijo y con la barbilla hizo un gesto hacia la tienda de suvenires.
Caxton se acercó a la tienda, pero no tardó en ver a qué se refería. En los pasillos llenos de libros y recuerdos, yacían un sinfín de cuerpos humanos —no sabía cuántos— esparcidos como si fueran juguetes rotos. Todos llevaban anoraks azul oscuro, algunos de ellos hechos trizas.
Mis ataúdes estaban camuflados como cajas de rifles y ocultos en un polvorín detrás de la línea de fuego. Pasé con ellos el resto del día, a pesar de que las armas de los confederados hacían temblar la tierra a mí alrededor, y aunque no hubo momento en que no temiera por mi vida. Notaba en el cráneo una opresión creciente, como si me hubieran colocado un aro metálico en la frente que se fuera estrechando poco a poco, deforma casi imperceptible. Cuando los disparos cesaron, me silbaban los oídos y tenía la sensación de que me iba a estallar la cabeza. Olía a pólvora quemada y el hedor a muerte hacia que los ojos me lloraran sin parar, aunque el humo era mucho más molesto.
Con la puesta del sol la batalla aplazó hasta el día siguiente. Los soldados empezaron a montar tiendas de campaña, muchísimas. Mi vista no abarcaba hasta demasiado lejos a pesar de mi posición en lo alto de la montaña, pues la espesa humareda me embotaba los ojos. Sin embargo, la lona blanca de las tiendas destacaba sobre el color marrón del barro, y por primera vez tome conciencia de cuantos hombres me rodeaban. Pues en aquel campo de batalla había una ciudad entera y casi todos sus habitantes iban armados. No olvidaré jamás la visión de aquel mar de lona que parecía extenderse hasta el infinito.
ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM P ITTENGER
—Debería habernos advertido —dio Howell. El odio le desfiguraba la cara—. Nunca nos dijo que fuera a ser así de horroroso.
Caxton se arrodilló y palpó el brazo de uno de los agentes de la BBA. Estaba frío y su mano tenía un tono completamente lívido. Lo puso bocarriba y se llevó una sorpresa: al hombre le faltaba la cabeza. Dio un paso hacia atrás, incapaz de ver nada que no fuera aquel cuello seccionado y sin sangre, y apenas oyó lo que Howell estaba diciendo.
—Tenemos que ahuecar —fue lo que dijo.
—¿Qué? —respondió Glauer.
El soldado lo miró con los ojos como platos.
—Ahuecar, piramos. ¡Tenemos que largarnos de aquí!
Caxton le dirigió una mirada de odio que la sorprendió incluso a ella. Los agentes de la BBA habían sacrificado sus vidas para intentar detener a los vampiros ¿y aquel imbécil pretendía largarse y dejar el trabajo a medias? Era la clase de reacción que habría tenido Arkeley. «Es libre de marcharse cuando quiera, ahí está la puerta —pensó con un acceso de bilis—. A ver hasta dónde llega.» Pero logró no decir nada de eso.
—Sólo tenernos que resistir —respondió en cambio—. La Guardia Nacional va a mandar refuerzos.
— Por el amor de Dios, ¿cuántas veces habré oído eso? —Howell cogió la radio y presionó el botón de recepción: sólo se oyó un crujido de interferencias—. ¡Nadie acudirá a rescatamos!
Somos todo lo que queda de su grupo especial. ¿Aún no lo ha entendido? ¡Nos han destrozado!
—Hemos oído a otros en el exterior; tal vez sigan vivos.
—No por mucho tiempo —replicó Howell.
Caxton apretó los dientes y le clavó su peor mirada de poli.
—Muchos de mis hombres han muerto, sí —admitió—. Pero su sacrificio no ha sido en vano. Hemos matado a muchos vampiros. Aunque aún quedan bastantes...
—Ah, ¿sí? ¡No me joda! —gritó Howell.
Caxton iba a responder pero Glauer la cogió por el brazo y se llevó el dedo índice a los labios.
—¿A alguno de los dos se les ha ocurrido que los monstruo que hicieron esto pueden seguir por aquí? —dijo con un susurro, señalando hacia la tienda de suvenires.
Howell se calló al instante. Dirigió la mirada hacia los oscuros pasillos que se perdían en las profundidades del edificio y levantó el rifle en posición de disparo. Caxton vio cómo el puntero láser del extremo del rifle temblaba.
Se sacó su propia arma y apuntó. Casi esperaba que una horda de vampiros saliera de la oscuridad en aquel preciso instante. Al cabo de un largo y tenso momento, cuando vieron que no pasaba nada, Caxton levantó el cañón y apuntó hasta el techo.
Howell se volvió hacia ella. Estaba pálido y tenía los ojos muy abiertos. En aquella ocasión no se le ocurrió ningún comentario mordaz.
Ella quiso burlarse de él, pero se contuvo en el último momento. Estaba asustado, nada más; Caxton lo entendía perfectamente. El soldado, lo mismo que ella, sabía que Glauer podía estar en lo cierto. Debía controlarse y no perder la cabeza, lo mismo que Glauer.