«No seré yo quien tome esa decisión», le aseguré y me preparé para despedirme.
Sin embargo, ella tenía más cosas que decir; muchas más.
Con su grácil mano esbozó, letra a letra y a grandes rasgos, todo lo que me deparaba el destino:
«Tal vez pueda ayudarle más, señor. No sé demasiadas cosas sobre la guerra, aunque en mis días he visto no pocas. Y, sin embargo, me parece que en los más encarnizados conflictos, lo que falta no es ni capacidad ni voluntad de batallar, sino soldados. Lo que deseo preguntarle, en resumidas cuentas, es: ¿precisa de más hombres?»
Independientemente de lo que yo pensara al respecto, mi deber era comunicar el ofrecimiento de Justinia a mis superiores. Me dirigí a la caravana de telégrafos, preparé mi mensaje, lo codifiqué y lo mandé, creyendo que con aquello terminaba mi tarea. El operador soltó maldiciones mientras manipulaba el aparato, y tuvo no pocos problemas para mandar el mensaje. Con todo, la respuesta llegó casi en el preciso instante en que terminó de enviarlo y, tras decodificarla, resultó que consistía tan sólo en una palabra:
«ADELANTE.»
ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM PITTENGER
«Se acabaron los fallos.» Se había repetido aquella frase tantas veces que se le había quedado grabada en su mente. «Se acabaron los fallos.» Caxton se echó el rifle de asalto al hombro, sostuvo el colgante en la palma de la mano y ató su cinta rota.
El último rastro de luz amarillenta se desvaneció del cielo. Un puñado de estrellas asomaron por entre las nubes que se desplazaban de este a oeste ante su mirada. Oía los helicópteros que sobrevolaban la ciudad, equipos de rescate con cámaras de infrarrojos y visión nocturna, atentos a cualquier señal del enemigo.
«Ahora —pensó, con los nervios a flor de piel—. Van a llamar ahora.»
Pero no fue así. La radio crepitó un poco, pero no se oía nada excepto, de vez en cuando, la voz de los pilotos de los helicópteros, que informaban de sus respectivas posiciones. Caxton intentó respirar.
«Los vampiros podrían dividirse y…», pensó.
Trató de apartar ese pensamiento de su cabeza, pero el movimiento súbito que había hecho le provocó un calambre en el cuello. Estaba cansadísima, llevaba demasiado tiempo sin dormir. Durante el día se había adormilado en varias ocasiones, pero había logrado ganar un tiempo precioso. Y ahora no podía hacer más que esperar, esperar a recibir noticias de algún tipo.
Los vampiros podían dividirse y huir campo a través. Podrían esquivar los controles de carretera de la autopista y desaparecer en la oscuridad.
No. No, eso no podía suceder. Porque era imposible. Porque si sucedía, iba a tener que pasar el resto de su vida persiguiéndolos. Cada noche sería una carnicería, cada día una búsqueda frenética, y no podría conciliar el sueño nunca más. Por eso no podía suceder.
Echó un vistazo a los hombres que tenía bajo su mando por si presentaban señales de estar perdiendo la compostura. La mayoría de ellos eran tipos duros, voluntarios todos ellos. Los agentes de la BBA, la brigada de bebidas alcohólicas, parecían los más aguerridos; eran hombres acostumbrados a trabajar siempre en lugares desagradables y a vérselas con tipos de mal pelo que por lo generalizan muy armados. Todos los agentes tenían un aspecto similar, veteranos curtidos en innumerables batidas contra el tráfico de drogas y las destilerías caseras ilegales. Parecían algo asustados. Caxton sabía que eran duros precisamente por eso: porque se les veía asustados. Recordaba aún el terror que había sentido ella la primera vez que se había enfrentado a un vampiro y ahora, mirando a su alrededor, veía ese mismo terror plasmado en todas las caras. Porque sabían que podían herirlos cada vez que iban a trabajar; sabían que podían matarlos.
Los soldados de la Guardia Nacional, en cambio, tenían una expresión más impenetrable. Algunos, los novatos, estaban sentados en grupos de cinco o seis con los rifles entre las rodillas. Levantaban la mirada cada vez que alguien se reía o que la radio emitía algún ruido. Los veteranos de Irak parecían mucho más despreocupados. Habían llamado a las armas a muchos más soldados de Pensilvania que de ningún otro estado y, en consecuencia, habían sido quienes habían sufrido más bajas. Aquellos hombres sabían más cosas sobre cómo conservar la vida de las que ella les habría podido enseñar. Estaban apoyados en los camiones y no se movían demasiado. Caxton vio que no perdían de vista las cuatro calles que daban a la plaza, no tan alerta como atentos, permanentemente atentos al entorno.
«Ahora», pensó Caxton mirando la radio. Pero nada.
Glauer apareció junto a ella con un termo gigante de café caliente y un montón de vasos de espuma de polietileno aún metidos en su envoltorio de plástico. El agente abrió el paquete, le tendió un vaso y se lo llenó de café.
—¿Cómo les va, chicos? —le preguntó.
Glauer hinchó las mejillas y soltó el aire.
—Bien, estamos bien —dijo, mirando por encima del hombro. De los veinte agentes del Departamento de Policía de Gettysburg, había dieciocho repartidos por toda la plaza, esperando sus órdenes. Los veinte se habían presentado voluntarios; aquélla era su ciudad y querían estar allí. Querían defender su hogar. Caxton había mandado a dos a sus casas. Uno era el único sostén de un hermano autista que no podía cuidar de sí mismo y el otro estaba enfermo.
El capitán Vincent había sido trasladado a un lugar seguro.
Glauer se rascó el bigote.
—Oiga, agente —dijo, pero de repente pareció como si se hubiera olvidado de lo que quería decirle. Le dirigió una sonrisa incómoda y bajó la mano.
—No se preocupe, lo harán bien —le dijo Caxton, pues le pareció que aquello era lo que habría dicho Arkeley—. Están entrenados para usar armas de fuego. Lo harán bien.
Glauer asintió, aunque no parecía muy convencido.
—Sí, entrenamos en el campo de tiro… Algunos también son cazadores, aunque yo siempre he preferido la pesca. Si hubiera sabido lo que se avecinaba, lo que iba a suceder aquí, me habría apuntado a uno de esos cursos antiterroristas que ofrecía el FBI. Te pagaban el hotel y todo, pero siempre pensé que estando en Gettysburg no me serviría para nada. Ninguno de nosotros fue. Nos parecía una tontería.
—No pasa nada.
—Vale —dijo y se mordió el labio—. Es que yo… nunca le he disparado a un ser vivo. En toda mi vida.
—Pues tampoco va a hacerlo esta noche —respondió ella—; los vampiros ya están muertos.
Glauer se rió, pero no fue una risa como la que ella había esperado, sino una carcajada sonora y embarazosa que hizo que varios soldados levantaran la vista y los miraran, sorprendidos. El agente asintió y se marchó con el termo para ofrecerle café a todo aquel que quisiera.
«Aquellos hombres vencerían», se repitió Caxton. Ella los conduciría hasta los vampiros y no tendrían más que abatirlos con sus disparos. Los vampiros iban a permanecer juntos, no iban a dividirse. No tendrían que perseguirlos. Iba a acabar con todos esa misma noche y, lograra sobrevivir o no, todo habría terminado, o sea que…
—«Contacto» —crepitó la radio. La voz había hablado en un tono casi de disculpa—. «¿Pueden confirmar?» —preguntó el piloto del helicóptero, aunque no hablaba con ella.
—«Afirmativo. Contacto.»
El piloto soltó una retahíla de coordenadas. Caxton fue hasta donde estaba su propio mapa, desplegado encima del capó de un camión, y de pronto tenía a setenta y cinco hombres amontonados a su alrededor, tal vez intentando ver algo. Los helicópteros habían establecido contacto visual al sur de la ciudad, sobre el campo de batalla. Aquello encajaba con su plan a la perfección.
—Vale —dijo. Notaba el latido del corazón en el pecho, pero hizo un esfuerzo para que no se le notara—.No podemos cometer errores —dijo—. Vamos a movernos rápido para no darles opción a separarse. Que nadie se quede rezagado.
Pasó entre sus hombres y se dirigió hacia el sur. Iban dejando atrás los viejos edificios de Gettysburg, de ladrillo rojo con molduras blancas y de ladrillo amarillo con molduras negras. El sonido de aquellos hombres hacían al avanzar se parecía al de unas velas agitadas por el viento. Los vampiros tenían un oído excelente, seguro que los oían acercarse. Verían también la sangre de sus hombres brillando en la oscuridad.
Sin dejar de avanzar, Caxton comprobó su rifle, el cargador y el mecanismo. A sus espaldas, oyó el sonido de setenta y cinco seguros al descorrerse.
El cementerio de la ciudad quedaba a su izquierda; allí donde terminaban las farolas, empezaba la oscuridad. A su derecha, los edificios cada vez estaban más separados. Tenían las ventanas a oscuras. Frente a ella, la calle subía en una ligera pendiente. Vio viejos cañones pintados, monumentos dedicados a los diversos batallones y regimientos que habían luchado en Gettysburg. Dejó atrás anchas extensiones de hierba y arboledas y, de pronto, llegó a lo alto de una colina desde donde se veía todo el valle, que discurría por entre las dos cadenas montañosas que flanqueaban el campo de batalla. Seminary Ridge al oeste y Cemetery Ridge al este. Entre ambas se extendían anchas praderas plagadas de monumentos y atravesadas por numerosas carreteras y caminos.
En toda la literatura para turistas, en todos los folletos, los panfletos y las guías de viaje, aquellas praderas recibían el nombre de Valle de la Muerte. Cien mil hombres habían pasado tres días luchando allí y muchos de ellos habían muerto. Caxton echó la cabeza hacia delante y entornó los párpados en un intento por ver algo, un parpadeo, lo que fuera. No había luna que iluminara el campo de batalla y tan sólo había unas pocas estrellas visibles entre las nubes. No lograba ver nada…
…hasta que de pronto lo vio. Era algo blanco, de una palidez que refulgía en la oscuridad del campo. Y se movía, o más bien se retorcía, como un amasijo de gusanos arrastrándose por la hierba. Se acercaba hacia ella, muy lentamente. Poco a poco fue aumentando de tamaño, mostrándose como formas separadas.
Caxton se llevó el rifle al hombro y puso el ojo en la mirilla.
«Vale —pensó—. Ha llegado el momento.»
Bill, tu muerte ha sido vengada, pues me cuentan que Chess ha sido reducido y destruido. Y, aun así, ¡cómo te echo de menos! Aunque se haya hecho justicia, nada mitiga tu recuerdo.
¿Cuántas veces he soñado que regresábamos a nuestro querido Maine, donde nos recibían nuestras familias y amigos? ¿Cuántos sueños de nuestro regreso al hogar? Y ahora ninguno de los dos vivirá para ver ese glorioso día.
Hoy he ido a verla, pensando que era tan sólo odio lo que llenaba mi corazón. Tú la serviste como esclavo al final, ¿no es cierto? Le he dicho que habías logrado librarte de ella, pero ella, escribiendo en un papel, me ha contado que tu cuerpo ya había muerto y que antes de siete días tu alma se perdería. He notado una terrible opresión en el pecho y he indicado que deseaba marcharme. Mis portadores se han acercado a la camilla y, sin embargo, antes de que pudieran sacarme les he pedido que se detuvieran.
Ella había cambiado, Bill, y había adoptado tu rostro.
Era la más vaga de las ilusiones, podría haberme desembarazado fácilmente de ella y, no obstante, sabía que si ella lo deseaba, podía hablarme con tu voz y tomar mis manos como tú lo hacías.
En un primer momento me he sentido consumido por el asco, aunque no ha durado demasiado. Lentamente he comprendido que me estaba ofreciendo un obsequio, una gracia, y debo admitir que era agradable volver a verte.
Entonces ha hablado directamente conmigo, si bien usando la mente en lugar de la palabra.
CARTA (NO ENVIADA) DE ALVA GRIEST
Los vampiros se dirigían hacia ellos en formación, marchando en columnas de por lo menos doce de fondo. No llevaban más que harapos, viejos uniformes andrajosos y pantalones holgados con las perneras rasgadas. Había varios que llevaban túnicas, de un color indefinible en la oscuridad. Su piel lívida era más fácil de reconocer, blanca y resplandeciente incluso en la penumbra. Tenían los rostros demacrados y las mejillas hundidas.
Eran grandes, rápidos y peligrosos. Avanzaban en marcha cerrada, como si fueran un solo ser con muchos cuerpos. Caxton veía el brillo de sus dientes a luz de las estrellas y sus manos grandes y poderosas.
Un vampiro bastaría para matarla. En su día, uno había estado a punto de estrangularla; le habría resultado facilísimo hacerla pedazos. Y ahora debía enfrentarse a un ejército entero.
"No puedo", pensó.
"Voy a morir aquí", pensó. No podía moverse, ni respirar. Se sentía hechizada.
Pero los vampiros seguían acercándose. Sus pies se movían al compás: izquierda, derecha, izquierda, derecha. Eran un ejército. No eran una banda, ni una turba, sino un ejército en el sentido literal, pues eso habían sido mientras estaban vivos.
— Son soldados –dijo Caxton y aquellas palabras rompieron el hechizo. Soltó el aliento y se llenó los pulmones de oxígeno—. Están desfilando.
Akeley no habría dudado. Arkelry habría sido más valiente. Caxton intentó canalizar aquella certeza, obligarse a pensar cómo lo habría hecho él. Los vampiros eran mortíferos y muy fuertes, pero no eran invulnerables. Apuntó su primera bala y mantuvo el pulso firme. Le dispararía a uno de la primera fila, en el flanco izquierdo de la formación. Buscó a su vampiro entre las filas; sin embargo, no fue capaz de encontrarlo. Contaba con verlo en la primera fila, dirigiendo la carga, pero debía de andar escondido entre ellos.
Eran delgados, horriblemente delgados. Se les veía hambrientos y desaliñados. Aun así, sus ojos brillaban y refulgían como brasas ardientes; parecían brillar incluso en aquella oscuridad. Caxton seguía apuntando.
—Disparad al corazón –dijo en voz alta, para que todos lo oyeran—. Siempre.
A su alrededor, los agentes, los miembros de la BBA, los soldados y los policías locales levantaron los rifles. Algunos se arrodillaron con los codos en los muslos para lograr un disparo más preciso. Otros apuntaban de pie. Estaban preparados.
Los vampiros se acercaban tan rápido que apenas tocaban el suelo con los pies. Balanceaban los brazos y avanzaban con la vista siempre al frente, sin mirar en ningún momento hacia los lados. Si habían visto a Caxton y a sus hombres, no daban muestras de ello y, desde luego, no parecía que tuvieran ningún miedo.
A Caxton le había preocupado que decidieran dividirse, que optaran por salir en cien direcciones distintas y que jamás pudiera dar con ellos. No iba a tener problema: los vampiros eran soldados y habían sido instruidos según las tácticas de batalla del siglo XIX, que consistían en avanzar en pelotón hacia la línea de fuego. Ese procedimiento estándar no había funcionado demasiado bien durante la guerra civil, cuando los soldados se habían lanzado contra el fuego de los cañones.