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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (19 page)

BOOK: A la caza del amor
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—A lo mejor no estás sola —apunté—. Tengo entendido que esos bárbaros extranjeros suelen violar a las mujeres en los trenes.

—Sí, no estaría mal, siempre y cuando no me registren el corsé… Vaya, ya nos vamos. Adiós, querida, piensa en mí de vez en cuando, ¿quieres? —dijo, y cerrando el puño cubierto por el guante de ante, lo agitó por la ventana a modo de saludo comunista.

Llegados a este punto, debo explicar que, a pesar de que no volví a ver a Linda hasta al cabo de un año, sé todo lo que le sucedió a partir de entonces porque después pasamos juntas una larga temporada, durante la cual me lo contó todo una y otra vez. Era su forma de revivir la felicidad.

Por supuesto, para ella el viaje fue como vivir un sueño: los mozos de equipaje con sus monos de color azul, las conversaciones a voz en grito de las que no entendía ni una sola palabra a pesar de dominar el francés, el calor vaporoso con olor a ajo del tren francés, la deliciosa comida, a la que acudía al toque de la campanilla… todo era como de otro mundo.

Miraba por la ventanilla y veía
chateaux
, avenidas de tilos, estanques y pueblecitos exactamente iguales a los de la
Bibliothèque Rose
, y le parecía que de un momento a otro aparecería la traviesa de Sophie con su vestido blanco y unas zapatillas negras anormalmente pequeñas haciendo picadillo los peces de colores, atiborrándose de nata y pan recién hecho o arañándole la cara al buenazo de Paul. Con su francés afectado y tan inglés, logró llegar a París y coger desde allí el tren a Perpiñán sin contratiempos. París. Miró por la ventanilla para contemplar las oscuras calles iluminadas y pensó que no podía haber ciudad alguna con tanta belleza y embrujo como aquélla. De pronto le vino a la cabeza la idea errática de que algún día volvería a aquella ciudad y sería muy feliz en ella, aunque sabía que no era muy probable, puesto que Christian nunca querría vivir en París. En aquella época, la felicidad y Christian todavía iban unidos en su mente.

En Perpiñán lo encontró absorto en una vorágine de trabajo: se habían recaudado fondos, se había fletado un barco y había planes de enviar a seis mil españoles de los campos de refugiados rumbo a México. Aquella misión suponía un enorme trabajo de coordinación, porque había que reunir en un campo de Perpiñán a las familias (a ningún español se le pasaría por la cabeza dejar su país sin la familia al completo), que estaban dispersas por los distintos campos de refugiados de la zona, y luego había que llevarlas en tren hasta el puerto de Cette, donde embarcarían finalmente; el trabajo era muy complicado, porque los matrimonios españoles no llevan el mismo apellido. Christian le explicó todo aquello a Linda en cuanto bajó del tren, le plantó un beso distraído en la frente y la llevó a toda prisa a su oficina, sin apenas darle tiempo a dejar el equipaje en un hotel por el camino y burlándose de la idea de que le apetecía darse un baño. No le preguntó cómo estaba ni si había tenido un buen viaje, y es que Christian siempre suponía que la gente estaba bien a no ser que le dijese lo contrario, porque no se fijaba en absoluto, salvo si se trataba de desconocidos indigentes, negros, oprimidos, leprosos o de otra condición que los hiciera desagradables. No; en realidad, lo único que le interesaba era la desgracia masiva; no le preocupaban los casos individuales, por grande que fuese su desdicha, y además le parecía una solemne tontería que alguien que contaba con tres comidas diarias y un techo bajo el que guarecerse pudiese encontrarse mal o ser infeliz.

La oficina era una cabaña enorme rodeada por un jardín permanentemente lleno de refugiados con montañas de equipaje y cantidades ingentes de niños, perros, burros, cabras y accesorios, que acababan de atravesar las montañas a duras penas en su huida del fascismo. Esperaban que los ingleses pudiesen evitar que los metiesen en campos de refugiados. En algunos casos se les podía prestar dinero o darles billetes de tren para que fuesen a reunirse con sus parientes, en Francia o en el Marruecos francés, pero la inmensa mayoría aguardaba durante horas para una entrevista en la que al final, después de tanto esperar, se le decía que no había esperanza. Entonces, con gran y conmovedora educación, se disculpaban por haber causado tantas molestias y se iban. Los españoles tienen un sentido de la dignidad muy desarrollado.

Entonces le presentaron a Linda a Robert Parker y a Randolph Pine, un joven escritor que, tras haber llevado una existencia más o menos de
playboy
en el sur de Francia, había ido a combatir en España, y ahora estaba trabajando en Perpiñán por cierta sensación de responsabilidad hacia quienes habían sido sus compañeros de armas en el pasado. Parecían muy satisfechos con la llegada de Linda y se mostraron muy amables y acogedores con ella, diciendo que era bueno ver una cara nueva.

—Tenéis que darme algo de trabajo —dijo Linda.

—Sí, a ver… ¿qué podemos darte? —dijo Robert, pensativo—. Hay muchísimo trabajo, no te preocupes, sólo es cuestión de encontrar lo más adecuado para ti. ¿Hablas español?

—No.

—Bueno, no importa, lo aprenderás muy pronto.

—Estoy segura de que no —repuso Linda, dubitativa.

—¿Estás familiarizada con el trabajo social?

—Vaya por Dios, me parece que soy una inútil. No, me temo que no.

—Lavender ya le encontrará algo —intervino Christian, que se había sentado a su mesa y estaba hojeando un fichero.

—¿Lavender?

—Una chica que se llama Lavender Davis.

—¡No puede ser! ¡La conozco! Era vecina nuestra en el campo. Hasta fue una de mis damas de honor.

—Ah, sí —exclamó Robert—, dijo que te conocía, se me había olvidado. Es estupenda; en realidad trabaja en el campo con los cuáqueros, pero también nos ayuda mucho a nosotros. No hay absolutamente nada que no sepa de tablas de calorías, pañales, mujeres embarazadas y todo eso, y nunca he visto a nadie con tanta capacidad de trabajo.

—Te diré lo que puedes hacer —intervino Randolph Pine—. Hay un trabajo que te viene como anillo al dedo: distribuir los alojamientos a bordo del barco que zarpa la semana que viene.

—Ah, sí, claro —dijo Robert—, es perfecto. Podemos darle esta lista y que empiece enseguida.

—Ahora escucha —dijo Randolph—, te enseñaré lo que hay que hacer. ¡Qué bien hueles! ¿Qué perfume llevas, Aprés l'Ondée? Me lo había figurado. Bueno, pues aquí tienes un plano del barco, ¿lo ves? Los mejores camarotes, los camarotes no tan buenos, los camarotes malos y, por último, los peores, debajo de las escotillas, y aquí tienes una lista de las familias que van a ir a bordo. Lo único que tienes que hacer es asignar un camarote a cada familia, y cuando hayas decidido cuál va a ocupar cada cual, anotas el número de camarote junto a la familia, así, ¿lo ves? Y el número de la familia en el camarote, así. Es muy fácil, pero lleva su tiempo, y hay que hacerlo de manera que cuando lleguen al barco sepan exactamente adonde ir con sus cosas.

—Pero ¿cómo decido quién se queda con los buenos y quién con los peores? Es muy difícil, ¿no?

—No tanto. Es un barco estrictamente democrático, regido según los principios republicanos; la clase no tiene nada que ver. Yo les daría camarotes decentes a las familias que tengan niños pequeños o recién nacidos. Por lo demás, hazlo como te parezca, como si quieres echarlo a suertes. Lo único que importa es que se haga; de lo contrario, armarán un jaleo tremendo para conseguir los mejores camarotes cuando suban a bordo.

Linda examinó la lista de familias, que tenía la forma de un fichero; el cabeza de cada familia tenía una ficha en la que estaban escritos el número y los nombres de quienes estaban a su cargo.

—Aquí no figura la edad —señaló Linda—. ¿Cómo voy a saber si hay recién nacidos?

—Tienes razón —dijo Robert—. ¿Cómo va a saberlo?

—Es muy fácil —dijo Christian—, con los españoles siempre se sabe: antes de la guerra ponían a sus hijos nombres de santos o de episodios de la vida de la Virgen, como Anunciación, Asunción, Purificación, Concepción, Consuelo, etcétera. Desde la guerra, se llaman Carlos, por Marx, Federico, por Engels, o Estalina, que tuvo mucho éxito hasta que los rusos los dejaron con dos palmos de narices. O también llevan por nombre bonitas consignas, como Solidaridad Obrera, Libertad y cosas así. Entonces sabrás que los niños tienen menos de tres años. La verdad es que no podría ser más sencillo.

En aquel momento apareció Lavender Davis. Era la misma Lavender Davis, sin duda: tan sosa, sana y sencilla como siempre, con su traje inglés de
tweed
y sus zapatos bajos de cuero. Tenía el pelo castaño, corto y rizado, y no llevaba maquillaje. Saludó a Linda con entusiasmo, y es que en la familia Davis siempre habían albergado la falsa idea de que Lavender y Linda eran grandes amigas. Linda estaba encantada de verla, puesto que cualquiera se alegra de ver un rostro conocido cuando está lejos de casa.

—Venga —dijo Randolph—, ahora que estamos todos aquí, vamos a tomar una copa al Palmarium.

Durante las semanas siguientes, hasta que su vida privada empezó a reclamarle un poco más de atención, vivió en un ambiente que alternaba la fascinación con el horror: empezó a enamorarse de Perpiñán, una ciudad pequeña, antigua y extraña, muy distinta de todo cuanto había visto antes, con su río y sus amplios muelles, su laberinto de callejuelas estrechas, sus avenidas de plátanos enormes de aspecto salvaje, y rodeada por los viñedos inhóspitos del Rosellón que estallaban verdes ante sus ojos. La primavera llegó tarde y despacio, pero cuando llegó al fin, iba de la mano del verano, y casi de inmediato todo empezó a tostarse y llenarse de calidez. En los pueblos, la gente bailaba todas las noches en pistas de baile de cemento bajo los plátanos. Los fines de semana, los ingleses, incapaces de erradicar semejante hábito nacional, cerraban la oficina y se iban a Colliure, en la costa, donde se bañaban, tomaban el sol y salían de picnic a los Pirineos.

Sin embargo, todo aquello no tenía nada que ver con el motivo por el que estaban en aquellos parajes extraordinarios: los campos de refugiados, a los que Linda acudía casi a diario y que tanto la deprimían. Como no servía de gran ayuda en la oficina a causa de su desconocimiento del español, ni tampoco con los niños, porque no sabía absolutamente nada de tablas calóricas, le dieron trabajo de conductora, y siempre estaba en la carretera con una furgoneta Ford llena de provisiones o refugiados, o haciendo de mensajera entre un campo y otro. Muchas veces tenía que sentarse a esperar durante horas y horas mientras localizaban a un hombre y resolvían su caso; entonces la rodeaba rápidamente una horda de hombres que le hablaban en un francés gutural. Para entonces, los campos ya estaban muy bien organizados: había varias filas de ordenados y deprimentes barracones, y distribuían comidas regulares que, a pesar de no ser demasiado apetitosas, al menos garantizaban la supervivencia. Sin embargo, la visión de aquellos millares de seres humanos, jóvenes y sanos, hacinados tras las alambradas lejos de sus mujeres, sin absolutamente nada que hacer día tras día, era una tortura constante para Linda. Empezó a pensar que tío Matthew tenía razón, que el extranjero, donde sucedían aquellas cosas tan atroces, era sin duda algo horripilante, y que los extranjeros, que eran capaces de cometer semejantes atrocidades, tenían que ser unos demonios.

Un día, mientras estaba sentada en la furgoneta y se había convertido, como de costumbre en el centro de una muchedumbre de españoles, oyó una voz que decía:

—¡Linda! ¿Qué diablos haces aquí?

Era Matt.

Parecía diez años mayor que la última vez; en realidad tenía aspecto de adulto, y estaba guapísimo, con sus ojos de Radlett infinitamente azules en una cara bronceada.

—Ya te había visto varias veces —le explicó— pero creía que habías venido a buscarme, así que me escondía cada vez que te veía, pero luego me he enterado de que estás casada con ese tal Christian. ¿Fue por éste por el que dejaste a Tony?

—Sí —contestó Linda—. Pues yo no tenía ni idea, Matt. Creía que habrías vuelto a Inglaterra.

—Ya ves que no —dijo Matt—. Es que me han ascendido a oficial, ¿sabes? Y tengo que quedarme con los chicos.

—¿Sabe mami que estás bien?

—Sí, se lo dije. Bueno, si es que Christian envió la carta que le di.

—No creo, porque no ha enviado una carta en toda su vida, al menos que se sepa. Qué raro, podría habérmelo dicho…

—El no lo sabía; se la envié con otro nombre a un amigo mío para que la reenviara él. No quería que los ingleses supieran que estoy aquí, porque entonces empezarían a intentar mandarme de vuelta a casa, seguro.

—Christian no —repuso Linda—. Le encanta que la gente haga lo que le dé la gana. Estás muy delgado, Matt, ¿necesitas algo?

—Sí —respondió Matt—, un paquete de tabaco y un par de novelas de misterio.

A partir de entonces, Linda lo veía casi a diario. Se lo contó a Christian, quien se limitó a lanzar un gruñido y decir: «Habrá que sacarlo de aquí antes de que empiece la guerra mundial. Ya me encargaré de eso», y ella escribió a sus padres contándoselo todo. El resultado fue un paquete con ropa de tía Sadie, que Matt se negó a aceptar, y una caja llena de pastillas de vitaminas de parte de Davey, que Linda ni siquiera se atrevió a enseñarle. Estaba alegre, muy animado y chistoso, pero tal como decía Christian, no era lo mismo estar en un sitio obligado que estar con la convicción de que se debe estar en él. En cualquier caso, con la familia Radlett, la alegría siempre estaba a flor de piel.

La única otra perspectiva alegre era el barco. Sólo iba a rescatar del infierno a unos cuantos millares de refugiados, una fracción insignificante del total, pero el caso es que iban a ser rescatados y transportados a un mundo mejor, con perspectivas de futuro felices y prometedoras.

Cuando no estaba conduciendo la furgoneta, Linda trabajaba con ahínco en la distribución de los camarotes, y al final lo resolvió y lo terminó todo justo a tiempo para el embarque.

Todos los ingleses, excepto Linda, fueron a Cette para el gran día, acompañados de dos parlamentarios y una duquesa, quienes habían dado su apoyo a la iniciativa desde Londres y habían acudido para ver el fruto de su labor. Linda se fue a Argeles en autobús para ver a Matt.

—Qué rara debe de ser la alta sociedad española —comentó Linda—, no mueve un dedo para ayudar a su propia gente, sino que lo deja todo en manos de extranjeros como nosotros.

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