A la caza del amor (23 page)

Read A la caza del amor Online

Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

BOOK: A la caza del amor
3.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y qué me dices de tu prometida? —preguntó Linda—. ¿No la despreciabas a ella?


Mais non, voyons
, claro que no. Era una mujer virtuosa.

—¿Quieres decir que nunca te fuiste a la cama con ella?

—Nunca. Jamás se me habría pasado por la cabeza semejante cosa, ni en un millar de años.

—Cielo santo… —exclamó Linda—. En Inglaterra siempre lo hacemos.


Ma chère, c'est bien connu, le côté animal des anglais
. Los ingleses son una raza de borrachos incapaces de contenerse, todo el mundo lo sabe.

—Ellos no; creen que son los extranjeros quienes son todas esas cosas.

—Las mujeres francesas son las más virtuosas del mundo —dijo Fabrice, con el tono de orgullo desmesurado con que los franceses hablan siempre de sus mujeres.

—Vaya por Dios —exclamó Linda con tristeza—. Yo era tan virtuosa antes… No sé qué me pasó. Me equivoqué cuando me casé con mi primer marido, pero ¿cómo iba a saberlo? Creía que era un dios y que lo amaría siempre. Luego volví a equivocarme cuando me escapé con Christian, pero creía que lo amaba, y la verdad es que lo amaba, mucho, muchísimo más que a Tony, pero él nunca me amó de verdad, y enseguida se aburrió de mí; supongo que no era lo bastante seria. En fin, sea como sea, si no hubiese hecho estas cosas, no habría acabado sentada en una maleta en la Gare du Nord y nunca te habría conocido, así que me alegro mucho, de verdad. Y en mi próxima vida, dondequiera que nazca, tengo que acordarme de ir corriendo a los
boulevards
en cuanto esté en edad de merecer, para buscar marido allí.


Comme c'est gentil
—dijo Fabrice—
et, en effet
, los matrimonios franceses son, por lo general, muy, muy felices. Mis padres tuvieron una vida felicísima juntos; se querían tanto que apenas tenían vida social. En el caso de mi madre, de hecho, es como si todavía viviera de los rescoldos de esa felicidad. ¡Qué gran mujer!

—Has de saber —anunció Linda— que mi madre y una de mis tías, una de mis hermanas y mi prima son todas mujeres virtuosas, así que la virtud no es algo desconocido en la familia. Pero bueno, Fabrice, ¿qué me dices de tu abuela?

—Sí —contestó Fabrice con un suspiro—, reconozco que fue una gran pecadora, pero también fue
une très grande dame
y murió completamente redimida gracias a los últimos sacramentos.

Capítulo 18

A partir de entonces, su vida empezó a adquirir cierta rutina: Fabrice no volvió a llevarla a un restaurante: cenaba con ella todas las noches en el piso y se quedaba hasta las siete de la mañana siguiente. «
J'ai horreur de coucher seul
», decía. A las siete se levantaba, se vestía y se iba a casa, a tiempo de estar en su cama a las ocho en punto, cuando le servían el desayuno. Entonces desayunaba, leía los periódicos y, a las nueve, llamaba a Linda para charlar de cosas sin importancia durante media hora, como si llevase días sin verla.

—Venga —insistía si ella mostraba alguna señal de decaimiento—.
Allons, des histoires
!

Durante el día, ella apenas lo veía; Fabrice comía siempre con su madre, que vivía en el primer piso de la casa cuya planta baja ocupaba él. A veces llevaba a Linda a ver París a primera hora de la tarde, pero por regla general no aparecía hasta las siete y media, y poco después, cenaban.

Linda ocupaba el día comprando ropa, que pagaba con enormes fajos de billetes que le daba Fabrice.

«De perdidos, al río —se decía para sus adentros—. Total, como me desprecia igualmente, no importa. »

Fabrice estaba encantado. Mostraba un enorme interés por la ropa de Linda, la repasaba de arriba abajo, la hacía desfilar por la sala de estar con ella puesta y la obligaba a devolverla a las tiendas para que le hiciesen arreglos que ella creía del todo innecesarios pero que al final resultaban haber sido una gran idea. Hasta entonces, Linda no se había percatado de la superioridad de la ropa francesa respecto a la inglesa. En Londres, cuando estaba casada con Tony, la consideraban una mujer muy bien vestida; ahora se daba cuenta de que, según los cánones franceses, nunca habría podido tener la menor pretensión de considerarse
chic
. La ropa que llevaba en el equipaje le parecía tan completamente vulgar, tan espantosa y sin pizca de elegancia, que se compró un vestido en las galerías Lafayette antes de atreverse a entrar en las grandes
boutiques
. Cuando al fin salió de ellas con unas cuantas prendas, Fabrice le aconsejó que comprase muchas más. Su gusto, le dijo, no era nada malo para una inglesa, aunque dudaba que llegara a convertirse en una mujer
élégante
en el verdadero sentido de la palabra.

—Sólo a fuerza de prueba y error —le explicó— podrás encontrar tu
genre
, podrás ver adónde vas.
Continuez, donc, ma chère, allez-y. Jusqu'a présent, ça ne va pas mal du tout
.

Llegó entonces la estación del calor sofocante, el tiempo de las vacaciones y la playa, pero corría el año 1939, y los hombres no pensaban en relajarse, sino en la muerte, ni en trajes de baño, sino en uniformes, ni en música de baile, sino en cornetas, mientras que las playas, a lo largo de los siguientes años, habrían de convertirse en campos de batalla y no de placer. Fabrice empezó entonces a decir todos los días lo mucho que le gustaría llevar a Linda a la Riviera, a Venecia y a su precioso castillo en Dauphine, pero estaba en la reserva y podían llamarlo a filas en cualquier momento. A Linda no le importaba en absoluto quedarse en París; podía tomar el sol en su piso cuanto quisiese. No sentía ninguna aprensión en especial respecto a la guerra inminente; en esencia, era una persona que vivía en el presente.

—No podría tomar el sol así, desnuda, en ninguna otra parte —dijo— y es lo único que me divierte de las vacaciones. No me gusta nadar, ni el tenis, ni bailar, ni jugar a las cartas, así que me conformo con quedarme aquí a tomar el sol e ir de compras, dos ocupaciones perfectas durante el día, y estar contigo, querido mío, por la noche. Creo que soy la mujer más feliz del mundo.

Una tarde sofocante de julio llegó a casa con una pamela de paja nueva y particularmente deslumbrante; era grande y sencilla, con una guirnalda de flores y dos lazos azules. Llevaba un ramo de claveles y rosas en el brazo derecho, y con la mano izquierda sujetaba una sombrerera a rayas que contenía otro exquisito sombrero. Entró en el piso con su llave y se dirigió a la sala de estar, haciendo mucho ruido con las sandalias de suela de corcho.

Las persianas verdes estaban echadas y la habitación estaba inundada de sombras cálidas, dos de las cuales se materializaron en un hombre delgado y otro no tanto: Davey y lord Merlin.

—¡Caramba, qué susto! —exclamó Linda, y se desplomó sobre un sofá, dejando caer las rosas a sus pies.

—Vaya, vaya, vaya —dijo Davey—, estás muy guapa, eso es verdad.

Linda estaba muy asustada, como una niña a la que acabasen de pillar con las manos en la masa, como un crío a quien están a punto de arrebatarle su juguete nuevo. Miró primero a uno y luego al otro; lord Merlin llevaba unas gafas negras.

—¿Vas disfrazado? —le preguntó Linda.

—¿Por qué lo dices? Ah, por las gafas… tengo que llevarlas cuando estoy en el extranjero; es que mi mirada transmite tanta amabilidad que los mendigos y esas cosas se arremolinan a mi alrededor y me molestan.

Se las quitó y parpadeó.

—¿A qué habéis venido?

—No pareces muy contenta de vernos —comentó Davey—. En realidad hemos venido a comprobar que estás bien, y como es evidente que sí, más vale que volvamos a irnos.

—¿Cómo os habéis enterado? ¿Mami y Pa también lo saben? —añadió, con voz débil.

—No; no saben nada de nada. Creen que sigues con Christian. No hemos venido como un par de viejos tíos Victorianos si es eso lo que estás pensando, mi querida Linda. Resulta que me encontré por casualidad con un conocido que había estado en Perpiñán, y comentó que Christian estaba viviendo con Lavender Davis…

—Ah, muy bien —dijo Linda.

—¿Qué? Y que tú te habías marchado hacía seis semanas. Fui a Cheyne Walk y vi que, evidentemente, allí no estabas, y entonces Mer y yo empezamos a preocuparnos un poco al imaginarte vagabundeando por el continente, desvalida e incapaz de cuidarte, o eso creíamos; qué equivocados estábamos. Ansiosos por conocer tu paradero y tus circunstancias actuales, iniciamos unas discretas pesquisas y descubrimos dónde estabas: ahora tus circunstancias están más claras que el agua y yo, al menos, siento un gran alivio.

—Nos diste un buen susto —le recriminó lord Merlin, enfadado—. La próxima vez que vuelvas a hacer de Cléo de Mérode, podrías enviar una postal, aunque he de decir que es un placer inmenso verte en ese papel; no me lo habría perdido por nada del mundo. No me había dado cuenta, Linda, de que eras una mujer tan guapa.

Davey se estaba riendo para sus adentros.

—Madre mía, qué gracioso es todo esto… Tan maravillosamente pasado de moda… Las compras, los paquetes, las flores… tan sumamente Victoriano. Han estado trayendo cajas de cartón cada cinco minutos desde que hemos llegado. Qué interesante es poder encontrarse a alguien así, Linda querida. ¿Le has dicho ya que debe renunciar a ti y casarse con una muchacha joven y pura?

—No te burles, Davey. Soy tan feliz que no puedes ni imaginártelo —dijo Linda conmovedoramente.

—Sí, la verdad es que pareces muy feliz, pero es que este piso da tanta risa…

—Estaba pensando —intervino lord Merlin— que por mucho que puedan cambiar los gustos, siempre se sigue un plan estereotipado. Los franceses solían mantener a sus amantes en
appartements
, todos exactamente iguales, en los que las notas dominantes, por así decirlo, eran el encaje y el terciopelo. Las paredes, la cama, el tocador y hasta el mismísimo baño estaban revestidos de encaje, y todo lo demás era terciopelo. Hoy en día se sustituye el encaje por el cristal y todo lo demás es raso. Seguro que tienes una cama de cristal, ¿a que sí, Linda?

—Sí, pero…

—Y un tocador de cristal, y un baño, y no me sorprendería nada que tu bañera fuese también de cristal, con peces de colores nadando a los lados. Los peces de colores han sido un motivo de decoración constante a lo largo de la historia.

—Has entrado en el cuarto de baño —dijo Linda, malhumorada—. Muy listo.

—Oh, qué maravilla… —exclamó Davey—. ¡Conque es verdad! No he entrado, lo juro, pero como ves, no cuesta tanto imaginarlo.

—Sin embargo, aquí hay unas cuantas cosas —dijo lord Merlin— que elevan el nivel: un gauguin, esos dos matisses, pueriles pero logrados, y esta alfombra de Savonnerie. Tu protector debe de ser muy rico.

—Lo es —contestó Linda.

—Entonces, Linda querida, ¿podríamos pedir una taza de té?

Hizo sonar la campanilla y en apenas unos minutos Davey se estaba entregando a la ingestión de
éclairs
y
mille feuilles
con la glotonería de un chiquillo.

—Pagaré por esto —dijo, con una sonrisa despreocupada—, pero no importa; uno no viene a París todos los días.

Lord Merlin se paseó por la habitación con la taza de té en la mano y cogió un libro que Fabrice le había regalado a Linda el día anterior, de poesía romántica del siglo XIX.

—¿Es esto lo que estás leyendo ahora? —dijo—. «
Dieu, que le son du cor est triste au fond des bois
». Cuando vivía en París, un amigo mío tenía una boa constrictor, y un día la serpiente se metió en una tuba. Mi amigo me llamó aterrado y me dijo: «
Dieu, que le son du boa est triste au fond du cor
». Nunca lo he olvidado.

—¿A qué hora suele llegar tu amante? —preguntó Davey, al tiempo que sacaba el reloj.

—Sobre las siete. Quedaos y así lo conocéis, es un Ísimo estupendo.

—No, gracias, por nada del mundo.

—¿Quién es? —preguntó lord Merlin.

—El duque de Sauveterre.

Davey y lord Merlin intercambiaron una mirada de inmensa sorpresa, mezclada con una expresión divertida y un tanto horrorizada.

—¿Fabrice de Sauveterre?

—Sí, ¿lo conocéis?

—Querida Linda, siempre tendemos a olvidar, bajo ese aspecto de gran sofisticación, lo provinciana que eres. Pues claro que lo conocemos. Lo sabemos todo sobre él y, lo que es más importante, también lo sabe todo el mundo excepto tú.

—Bueno, ¿y no os parece un Ísimo estupendo?

—Fabrice —dijo lord Merlin con énfasis— es, sin duda, uno de los hombres más granujas de toda Europa, en lo que respecta a las mujeres, aunque debo reconocer que es una compañía sumamente agradable.

—¿Te acuerdas, en Venecia? —intervino Davey—. ¿Cómo lo veíamos en acción en aquella góndola, una detrás de otra, encandilándolas como a unas bobas, pobrecillas?

—Por favor, no olvidéis —dijo Linda— que en estos momentos os estáis bebiendo su té.

—Sí, claro, y es delicioso. Otro
éclair
, por favor, Linda. Aquel verano —siguió diciendo—, cuando se escapó con la novia de Ciano… ¡Menudo escándalo se armó! Nunca lo olvidaré, y luego, al cabo de una semana, la dejó plantada en Cannes y se fue a Salzburgo con Martha Birmingham. El pobre Claud le pegó cuatro disparos y erró el tiro las cuatro veces.

—Fabrice tiene mucha suerte en la vida —dijo lord Merlin—. Me imagino que lo habrán retado a duelo más que a nadie y, que yo sepa, nunca se ha hecho ni un rasguño.

Linda ni siquiera se inmutó ante aquellas revelaciones, que ya conocía por boca del propio Fabrice. De todas formas, en el fondo a ninguna mujer le importa oír hablar de las historias amorosas del pasado de su amante; es el futuro lo que de verdad tiene la capacidad de aterrorizar.

—Vamos, Mer —dijo Davey—. Es hora de que la
petite femme
se ponga un
négligée
. ¡Dios, qué escena se va a montar cuando el duque huela el humo del puro de Mer! Habrá un
crime passionel
, seguro. Adiós, Linda querida, nos vamos a cenar con nuestros amigos intelectuales. ¿Querrás comer con nosotros mañana en el Ritz? Entonces, hacia la una allí. Adiós, dale recuerdos a Fabrice.

Cuando llegó Fabrice, olisqueó el aire y preguntó de quién era el puro. Linda se lo explicó.

—Dicen que te conocen, ¿sabes?


Mais bien sûr. Merlin, tellement gentil, et l'autre Warbeck, toujours si malade, le pauvre. Je les connaissais à Venise
. ¿Qué les ha parecido todo esto?

Other books

The Dispatcher by Ryan David Jahn
In Winter's Shadow by Gillian Bradshaw
The Happy Warrior by Kerry B Collison
Ring of Fire III by Eric Flint
Seven Threadly Sins by Janet Bolin
Off to Plymouth Rock by Dandi Daley Mackall
The Red Siren by Tyndall, M. L.
Venom and the River by Marsha Qualey
Except the Dying by Maureen Jennings