A la caza del amor (27 page)

Read A la caza del amor Online

Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

BOOK: A la caza del amor
2.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

A primera hora de la mañana siguiente, otra mañana soleada, hermosa y calurosa, Linda se recostó en los almohadones y observó a Fabrice mientras éste se vestía, tal como lo había observado tantas veces en París; ponía una cara muy peculiar cuando se hacía el nudo de la corbata; a Linda casi se le había olvidado en todos aquellos meses, y le hizo recordar muy vívidamente su convivencia en París.

—Fabrice —dijo—, ¿crees que volveremos a vivir juntos algún día?

—Pues claro que sí, durante años y años, hasta que cumpla los noventa. Soy fiel por naturaleza.

—Pues no le fuiste demasiado fiel a Jacqueline.

—Aja, conque sabes lo de que Jacqueline, ¿eh?
La pauvre, elle était si gentille. Gentille, élégante, mais assommante, morí Dieu! Enfin
le fui inmensamente fiel y duró cinco años, como siempre ocurre conmigo: o cinco días o cinco años. Pero como a ti te quiero diez veces más que a las demás, eso hacen más o menos… hasta que cumpla los noventa, y para entonces,
j'en aurai tellement l'habitude

—¿Y cuándo volveré a verte?


On fera la navette
. —Se acercó a la ventana—. Me ha parecido oír un coche… Ah, sí, está dando la vuelta. Tengo que irme.
Au revoir, Linda
.

Le besó la mano con expresión cortés, casi distraídamente, como si ya se hubiese marchado, y salió a toda prisa de la habitación. Linda se acercó a la ventana abierta y se asomó; Fabrice se estaba subiendo a un automóvil de gran tamaño con dos soldados franceses en la parte delantera y una bandera francesa ondeando en el capó. Cuando se alejaba, Fabrice levantó la vista.


Navette… navette
… —gritó Linda con una sonrisa radiante. A continuación volvió a meterse en la cama y se echó a llorar desconsoladamente. Estaba desesperada ante aquella segunda separación.

Capítulo 20

Entonces comenzaron los ataques aéreos sobre la ciudad de Londres. A principios de septiembre, justo cuando me acababa de trasladar allí con mi familia, cayó una bomba en el jardín de la casa de tía Emily en Kent. Era una bomba pequeña, comparada con las que vimos más adelante, y ninguno de nosotros resultó herido, pero la casa quedó prácticamente destrozada. Tía Emily, Davey, mis hijos y yo fuimos entonces a refugiarnos a Alconleigh, donde tía Sadie nos recibió con los brazos abiertos, suplicándonos que lo convirtiésemos en nuestro hogar mientras durase la guerra. Louisa ya había llegado allí con sus hijos, pues John Fort William había vuelto con su regimiento y su casa de Escocia había sido requisada por el ejército.

—Cuantos más seamos, más nos reiremos —comentó tía Sadie—. Me gustaría tener la casa llena de gente; además, es mejor para los racionamientos. También es bueno para los niños que crezcan juntos, como en los viejos tiempos. Con los chicos en el frente y Victoria en la armada, Matthew y yo seríamos una pareja de viejos aburridos aquí solos.

Las espaciosas habitaciones de Alconleigh se habían llenado con el contenido de algún museo de ciencias, pero las autoridades no habían alojado allí a ningún refugiado; creo que en el fondo sabían que nadie que no se hubiese criado en aquel entorno tan riguroso podía soportar el frío de aquella casa.

No tardó en llegar al grupo una adición inesperada. Yo estaba arriba, en el cuarto de baño de los niños, ayudando a Nanny a lavar la ropa, separando las escamas de jabón con la parsimonia propia de tiempos de guerra y maldiciendo el agua de Alconleigh por ser tan dura, cuando Louisa apareció por la puerta.

—No vas a adivinar ni en un millón de años quién acaba de llegar —dijo.

—Hitler —respondí, estúpidamente.

—Tu madre, la queridísima tía Desbocada. Acaba de recorrer el camino de entrada y entrar por la puerta.

—¿Sola?

—No, con un hombre.

—¿El comandante?

—No tiene pinta de comandante; lleva un instrumento musical y va muy sucio. Vamos, Fanny, deja eso en remojo…

Efectivamente, allí estaba. Mi madre estaba sentada en el salón bebiéndose un whisky con soda y explicando con su voz cantarina las mil y una aventuras increíbles de las que acababa de escapar en la Riviera. El comandante con el que había vivido durante varios años, que siempre había preferido a los alemanes, se había quedado en Francia para colaborar, y el hombre que en aquel momento acompañaba a mi madre era un español con aspecto de rufián llamado Juan, a quien había recogido en el transcurso de sus viajes y sin el cual, según dijo, nunca habría logrado salir de un espantoso campo de prisioneros en España. Hablaba de él como si no estuviera delante, lo que producía un efecto muy curioso y, desde luego, nos resultó embarazoso hasta que nos dimos cuenta de que Juan no entendía una sola palabra de lo que decíamos. Tenía la mirada perdida en el vacío y sujetaba entre las manos una guitarra, al tiempo que bebía un trago tras otro de whisky. La relación entre ambos era más que evidente: Juan era, sin duda (nadie lo dudó un instante, ni siquiera tía Sadie), el amante de la Desbocada, pero eran incapaces de cualquier intercambio verbal, pues mi madre no era ninguna lingüista y no hablaba una sola palabra de español.

En aquel momento apareció tío Matthew, y la Desbocada volvió a contar sus aventuras, esta vez a él, quien le dijo que estaba encantado de verla y que esperaba que se quedase el tiempo que quisiese, pero entonces reparó en Juan y le lanzó una mirada aterradora y cargada de intransigencia. Tía Sadie se lo llevó al despacho para susurrarle algo, y lo oímos decir:

—De acuerdo, pero sólo unos días.

Hubo alguien que se puso como loco de contento al verla: el bueno de Josh.

—Tenemos que conseguir un caballo para la señora cuanto antes —dijo, silbando complacido.

Mi madre había dejado de ser una lady desde hacía tres maridos (cuatro, si se incluía al comandante) pero era algo que traía sin cuidado a Josh, para quien siempre sería «la señora». Encontró un caballo indigno de ella, a su juicio, pero tampoco ninguna birria y consiguió que al cabo de una semana de su llegada ya estuviera cabalgando.

En cuanto a mí, era la primera vez en toda mi vida que me encontraba frente a frente con mi madre; cuando era niña me había obsesionado con ella, y las escasas apariciones que había hecho me habían dejado absolutamente deslumbrada aunque, tal como ya he dicho antes, no tenía el menor deseo de seguir sus pasos. Davey y tía Emily habían sido extremadamente astutos al abordar la figura de mi madre, porque los dos, pero sobre todo Davey, habían ido convirtiéndola poco a poco, con delicadeza y sin llegar nunca a herir mis sentimientos, en una especie de caricatura de sí misma. Más adelante, cuando ya era una mujer hecha y derecha, la había visto unas cuantas veces y había ido a visitarla con Alfred durante el viaje de novios, pero la ausencia de una vida en común, pese a nuestra íntima relación de parentesco, ejercía mucha presión sobre nosotras y hacía que aquellos encuentros culminasen en fracasos. En Alconleigh, en contacto con ella mañana, tarde y noche, la estudié con una enorme curiosidad, y es que, aparte de todo lo demás, era la abuela de mis hijos. No podía evitar que me cayese francamente bien; a pesar de que era la frivolidad personificada; su franqueza, su buen humor y su buen carácter hacían de ella una mujer muy simpática; los niños la adoraban, tanto los de Louisa como los míos. No tardó en convertirse en una niñera extraoficial adicional, y nos resultó muy útil en ese aspecto.

Tenía una forma de comportarse curiosamente anticuada y parecía como si todavía viviera en los años veinte. Era como si a partir de los treinta y cinco años, habiéndose negado a hacerse mayor, se hubiese puesto en conserva, tanto mental como físicamente, haciendo caso omiso del hecho de que el mundo estaba cambiando y ella se estaba marchitando con rapidez. Llevaba el pelo corto a lo
garçon
despeinado y de color amarillo canario, y se ponía pantalones con el aire rebelde de quien desacata las convenciones, sin reparar en que cualquier hija de vecino hacía exactamente lo mismo. Su conversación, sus opiniones, incluso el lenguaje que empleaba, todo pertenecía a finales de la década de 1920, un periodo más muerto que los dinosaurios. Era increíblemente poco práctica, bobalicona y, a primera vista, frágil, y pese a todo debía de ser una personita bastante dura en el fondo para haber escapado de un campo de prisioneros español, haber atravesado los Pirineos y haber llegado a Alconleigh como si acabase de salir del coro de
No, no, Nanette
, el musical por excelencia de los locos años veinte.

Al principio hubo cierta confusión porque nadie recordaba si al final se había casado con el comandante (que ya estaba casado y era padre de seis hijos) y, en consecuencia, nadie sabía si ahora era la señora Rawl o la señora Plugge. Rawl, que organizaba cacerías en África, había sido el único marido al que había perdido de forma respetable por causa de muerte, tras haberle disparado accidentalmente un tiro en la cabeza durante un safari. Sin embargo, la cuestión del apellido quedó resuelta enseguida gracias a su cartilla de racionamiento, que la declaraba «señora Plugge».

—Ese Guan —empezó a decir tío Matthew, cuando llevaban en Alconleigh una semana más o menos—, ¿qué vamos a hacer con él?

—Bueno, Matthew, queriiido… —Salpicaba todas sus frases con la palabra «querido» y así es como la pronunciaba—. Juan me salvó la vida, ¿sabes? Y no una ni dos veces, así que no puedo deshacerme de él como si tal cosa, ¿no te parece, Matthew, tesoro?

—Pues yo no puedo alojar aquí a muchos
matadores
de tres al cuarto, ¿me has entendido? —tío Matthew usaba el mismo tono que empleaba para decirle a Linda que no podía tener más animales de compañía, o que, en todo caso, debía tenerlos en el establo—. Tendrás que buscarle otra casa, Desbocada. Lo siento.

—Oh, queriiido, deja que se quede sólo unos días más, por favor, sólo unos pocos días más, Matthew, queriiido… —Sonaba exactamente igual que Linda, suplicando por algún perro viejo y apestoso—. Y te prometo que encontraré algún sitio donde podamos ir él y la pobrecilla de mí. Ni te imaginas lo mal que lo llegamos a pasar los dos; ahora tengo que estar a su lado, de verdad, tengo que estar a su lado.

—Bueno, puede quedarse una semana más si quieres, pero no va a ser el principio del fin, ¿eh, Desbocada? Después de eso, tendrá que irse. Tú puedes quedarte el tiempo que quieras, por supuesto, pero lo de Guan ya es demasiado.

Louisa me dijo, con los ojos abiertos como platos:

—Lo he visto meterse en la habitación de tu madre justo antes del té para cohabitar con ella. —Louisa siempre usa el eufemismo «cohabitar»—. Antes del té, Fanny, ¿no te parece increíble?

—Sadie, querida —dijo Davey—, voy a hacer una cosa imperdonable. Es por el bien general, también por tu propio bien, pero es imperdonable. Si crees que no puedes perdonarme cuando haya dicho lo que tengo que decir lo entenderé: Emily y yo tendremos que marcharnos.

—Davey —exclamó tía Sadie, asustada—, ¿qué puede ser tan grave?

—La comida, Sadie, es la comida. Ya sé lo difícil que es para ti en tiempos de guerra, pero nos están envenenando a todos, por turnos. Anoche estuve vomitando durante horas; la noche anterior, Emily tuvo diarrea; Fanny tiene ese inmenso grano en la nariz, y estoy seguro de que los niños no están engordando lo que deberían. El hecho es, querida, que si la señora Beecher fuera una Borgia, dudo que pudiese tener más éxito: toda esa carne picada para salchichas es veneno, Sadie. No me quejaría si estuviese simplemente asquerosa o si fuese insuficiente, o demasiado feculenta; eso es de esperar en tiempos de guerra, pero la cuestión del veneno es, creo yo, digna de mención. Mira los menús de esta semana: lunes, pastel de veneno; martes, filete ruso de veneno; miércoles, veneno de Cornualles…

Tía Sadie parecía muy preocupada.

—Sí, querido, ya lo sé, es una pésima cocinera, pero, Davey, ¿qué se le va a hacer? La ración de carne sólo da para unas dos comidas, y hay catorce en una semana, no lo olvides. Si la pica y la mezcla con un poco de carne para salchichas (carne envenenada, en eso estoy de acuerdo contigo, claro), cunde mucho más, ¿sabes?

—Pero seguro que en el campo se puede complementar la ración con piezas de caza y productos de la granja, ¿no? Sí, ya sé que la granja es de alquiler, pero seguro que podríais tener un cerdo y unas cuantas gallinas. ¿Y qué me dices de la caza? Siempre ha habido mucha por aquí.

—El problema es que Matthew cree que van a necesitar toda su munición para los alemanes y se niega a malgastar un solo cartucho en liebres o en perdices. Y luego, la señora Beecher (oh, qué mujer más horrorosa es la pobre, aunque, por supuesto, tenemos suerte de contar con ella) es la típica cocinera a la que se le da muy bien hacer un asado de carne con un par de verduras distintas, pero la verdad es que no tiene ni idea de cómo preparar un rancho delicioso y exótico con unos cuantos trocitos de nada en absoluto. Pero tienes toda la razón del mundo, Davey: no es sano. Te prometo que haré un esfuerzo por encontrar una solución.

—Siempre has sabido encargarte de la casa tan bien, querida Sadie… Solía sentarme tan bien venir aquí… Recuerdo que una Navidad engordé ciento veinticinco gramos, pero ahora estoy perdiendo peso a marchas forzadas; mi cuerpo maltrecho no es más que un esqueleto, y temo que, si contraigo alguna enfermedad, me quede en el camino. Tomo todas las precauciones posibles, lo empapo todo en desinfectante, hago gárgaras al menos seis veces al día, pero no puedo ocultarte que mis defensas están bajas, muy bajas.

—Es fácil encargarse del funcionamiento de la casa cuando hay una cocinera de primera, dos ayudantes de cocina, una fregona y toda la comida que se quiera —repuso tía Sadie—. Me temo que soy un completo desastre administrando los racionamientos, pero lo intentaré, de verdad. Me alegro mucho de que me lo hayas comentado, Davey, has hecho muy bien y, por descontado, no me ha molestado en absoluto.

Pero la situación no mejoró un ápice; la señora Beecher contestó «Sí, sí» a todas las sugerencias y siguió preparando filetes rusos, empanadas de Cornualles y pasteles de carne, que seguían llevando mezcla de salchicha envenenada. Era una comida desagradabilísima y muy poco sana y, por una vez, todos pensábamos que Davey no exageraba. Las comidas no eran ningún placer para nadie y constituían una auténtica tortura para Davey, quien se sentaba a la mesa con muy mala cara, rechazando la comida y recurriendo cada vez más a las píldoras de vitaminas que rodeaban su sitio en la mesa: demasiadas incluso para su colección de cajitas con incrustaciones preciosas. Formaban una selva de botecillos de vitamina A, vitamina B, vitaminas A y C, vitaminas B3 y D… Una píldora equivale a casi un kilo de mantequilla: diez veces más potente que cinco litros de aceite de hígado de bacalao… Para la circulación, para el cerebro, para los músculos, vigorizante, antiesto y como protección para lo otro… Todos los frascos menos uno llevaban una bonita etiqueta.

Other books

The Forgotten Girls by Sara Blaedel
Gateway to HeVan by Lucy Kelly
Chain of Attack by Gene DeWeese
Alicia Roque Ruggieri by The House of Mercy
Fractured by Karin Slaughter
Destructive Embrace by Robyn M. Pierce
Raptor by Jennings, Gary
Love and Tattoos by Matthews, Lissa
The Probable Future by Alice Hoffman
The River Wall by Randall Garrett