A la caza del amor (26 page)

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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

BOOK: A la caza del amor
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—Hasta mañana —respondió Linda—. La señora Hunt —me explicó cuando se hubo marchado— es una ísima estupenda, viene todos los días.

—¿Por qué no te vas a Alconleigh? —le pregunté—. ¿O a Shenley? A tía Emily y a Davey les encantaría tenerte en casa, y yo iré allí con los niños en cuanto se marche Alfred.

—Me gustaría ir a hacerles una visita algún día, cuando ya sepa a qué atenerme, pero de momento tengo que quedarme aquí. Dales muchos besos de mi parte. Fanny, tengo tantísimas cosas que contarte que necesitamos pasar horas y horas en el cuarto de los Ísimos.

Después de muchas dudas, al final, Tony Kroesig y su mujer, Pixie, dejaron que la pequeña Moira fuese a ver a su madre antes de marcharse de Inglaterra. Llegó a Cheyne Walk en el coche de Tony, conducido todavía por un chófer de uniforme. Era una niña feúcha, gruesa y tímida, sin ningún rasgo propio de los Radlett; hablando en plata, era una pequeña teutona de los pies a la cabeza.

—Qué cachorro más bonito… —dijo, incómoda, cuando Linda la besó. Saltaba a la vista que se sentía muy violenta—. ¿Cómo se llama?

—Plon-plon.

—Ah, ¿es un nombre francés?

—Sí. Es que es un perro francés, ¿sabes?

—Papá dice que los franceses son malísimos.

—Es muy propio de él decir eso.

—Dice que nos han dejado en la estacada y que qué podemos esperar de una gente así.

—Sí, eso también es muy propio de él.

—Papá cree que deberíamos luchar con los alemanes y no contra ellos.

—Ya, pero por lo que veo, no parece que papá esté luchando mucho con nadie ni contra nadie. Bueno, Moira, antes de que te vayas, tengo dos cosas para ti: una es un regalo y la otra es una pequeña charla. La charla es muy aburrida, así que nos la quitaremos de encima en primer lugar, ¿de acuerdo?

—Vale —dijo Moira con apatía, y colocó al cachorro a su lado en el sofá.

—Quiero que sepas —dijo Linda— y que recuerdes… Por favor, Moira, deja de jugar con el cachorro un momento y escucha con atención lo que voy a decirte. Quiero que sepas que no apruebo en absoluto que huyas de esta manera; me parece que es un grave error. Cuando tienes un país que te ha dado tanto como Inglaterra nos ha dado a todos nosotros, deberías ponerte de su lado y defenderlo, y no salir corriendo a la primera de cambio.

—Pero yo no tengo la culpa —protestó Moira, arrugando la frente—. Yo sólo soy una niña, y Pixie me va a llevar. Tengo que hacer lo que me dicen, ¿no?

—Sí, claro, eso ya lo sé, pero preferirías quedarte, ¿verdad? —preguntó Linda, esperanzada.

—Huy, no, claro que no. Podría haber ataques aéreos.

Llegada a aquel punto, Linda tiró la toalla. Los niños podían disfrutar o no con los ataques aéreos mientras éstos se producían, pero que a una niña no le entusiasmase la idea de llegar a ver uno le resultaba del todo incomprensible, y le parecía increíble haber podido concebir a semejante criatura. Era inútil malgastar más tiempo y saliva en aquella chiquilla tan anormal. Lanzó un suspiro y dijo:

—Ahora espera un momento y te daré tu regalo.

Llevaba en el bolsillo, en una caja de terciopelo, una mano de coral que sostenía una flecha de diamantes, regalo de Fabrice, pero no podía soportar la idea de malgastar algo tan precioso en aquella niña tan cobarde. Fue a su dormitorio y encontró un reloj de muñeca deportivo, uno de sus regalos de boda de cuando se había casado con Tony, que nunca se había puesto, y se lo dio a Moira, a quien pareció gustarle mucho, y luego ésta se marchó tan educadamente y con tanta falta de entusiasmo como había llegado.

Linda me llamó a Shenley y me relató la visita.

—Estoy de un mal humor… —exclamó—. Tengo que hablar con alguien. Y pensar que eché a perder nueve meses de mi vida para tener eso. ¿Qué piensan tus hijos de los ataques aéreos, Fanny?

—Si te soy sincera, se mueren de ganas de verlos, y lamento decir que también se mueren de ganas de que lleguen los alemanes. Se pasan todo el día preparándoles trampas y cosas así en el huerto.

—Bueno, pues es un alivio, la verdad… Pensaba que a lo mejor era cosa de esta generación. Aunque en el fondo, claro está, no es culpa de Moira; todo es por esa maldita Pixie, está clarísimo, ¿no te parece? Pixie está muerta de miedo y ha descubierto que ir a Estados Unidos es como ir a un concierto infantil, sólo se puede entrar acompañado de un niño, así que está utilizando a Moira. Bueno, me lo merezco por mala madre. —Linda parecía fuera de sí—. Y me han dicho que Tony también se va, en misión parlamentaria o algo así. Qué cara más dura…

Durante aquellos meses terribles de mayo, junio y julio, Linda esperó alguna señal de Fabrice, pero no la hubo. No dudaba de que aún estaba vivo, pues no formaba parte de la naturaleza de Linda imaginar que alguien pudiese haber muerto. Sabía que había miles de franceses en manos de los alemanes, pero estaba segura de que si habían hecho prisionero a Fabrice (algo que, por cierto, no aprobaba en absoluto, pues era de la anticuada opinión de que caer prisionero era una deshonra, salvo en circunstancias excepcionales), sin duda habría conseguido escapar. Tendría noticias suyas en breve, estaba segura, y mientras tanto, no podía hacer otra cosa que esperar. Sin embargo, como pasaban los días sin que hubiese noticias y como todas las noticias que llegaban de Francia eran malas, lo cierto es que Linda se fue inquietando cada vez más. En realidad estaba más preocupada por la actitud de Fabrice, hacia los acontecimientos y hacia ella, que por su integridad física. Estaba segura de que no tendría nada que ver con el armisticio; estaba segura de que querría ponerse en contacto con ella, pero no tenía pruebas, y en momentos de gran soledad y depresión, se permitía perder la fe. Se dio cuenta de lo poco que sabía en realidad de Fabrice, quien rara vez le había hablado en serio. Había tenido con ella una relación eminentemente física, mientras que sus conversaciones y sus charlas siempre se habían basado en bromas.

Habían reído, habían hecho el amor y luego habían reído de nuevo, y los meses habían ido transcurriendo sin tiempo para nada más que para amar y reír. Con aquello bastaba para satisfacerla a ella, pero ¿y a él? Ahora que la vida se había vuelto tan seria y, para un francés, tan trágica, ¿no se le habría olvidado aquella comida a base de nata montada? ¿No le parecería irrelevante, como si no hubiese existido siquiera? Linda empezó a pensar cada vez más, a repetirse una y otra vez, a obligarse a darse cuenta de que, probablemente, todo había terminado entre ambos, que a partir de entonces, tal vez, Fabrice no podría ser para ella más que un recuerdo.

Al mismo tiempo, cuando la poca gente a la que veía hablaba sobre Francia, tal como hacía todo el mundo entonces, siempre insistían en que los franceses que «se conocían», las familias «bien», estaban teniendo una conducta más que reprochable y eran todos unos petainistas convencidos. Linda creía, sentía, que Fabrice no era uno de ellos; pero deseaba saberlo, ansiaba las pruebas que lo demostrasen.

En realidad, alternaba entre rachas de esperanza y de desesperación, pero como pasaban los meses sin que recibiera unas noticias que, sin duda, le habría hecho llegar si de verdad hubiese tenido interés, la desesperación empezó a prevalecer.

Entonces, una mañana soleada de agosto, muy temprano, sonó el teléfono. Se despertó sobresaltada, consciente de que llevaba sonando ya varias veces, y supo con total certeza que era Fabrice.

—¿Es el 2815 de Flaxman?

—Sí.

—Tengo una llamada para usted. Se la paso.


Allô, allô
?


¿Fabrice
?


Oui
.


Oh, Fabrice… On vous attend depuis si longtemps
.


Comme c'est gentil. Alors, on peut venir tout de suite chez vous
?

—Oh, espera… Sí, puedes venir enseguida; pero espera un momento, sigue hablando, quiero oír tu voz.

—No, no, tengo un taxi fuera, estaré ahí dentro de cinco minutos. Hay tantas cosas que no se pueden hacer por teléfono,
ma chère, voyons
… —Se cortó la comunicación.

Linda se tumbó hacia atrás y todo era luz y calor. La vida, pensó, es a veces triste y muchas veces aburrida, pero también da a veces sorpresas agradables, y aquélla era una de esas veces. El sol de primera hora de la mañana brillaba al otro lado de la ventana, encima del río, y en el techo de su habitación bailaban los reflejos del agua. Dos cisnes que aleteaban lentamente río arriba quebraron el silencio dominical, interrumpido también por el resoplido de una pequeña barca de vapor, mientras ella esperaba oír otro sonido, más íntimamente relacionado con el
affaire
urbano que cualquier otro salvo el del timbre del teléfono: el de un taxi deteniéndose en la puerta. Sol, silencio y felicidad. En aquel momento lo oyó en la calle, despacio, más despacio; se detuvo; la bandera subió con un timbrazo; la portezuela se cerró; voces; el tintineo de la calderilla; pasos… Linda echó a correr escaleras abajo.

Varias horas más tarde, Linda preparó un café.

—Qué suerte que sea domingo —dijo— y que no esté la señora Hunt. ¿Qué habría pensado?

—Lo mismo que aquel portero de noche del Hotel Montalembert, supongo —dijo Fabrice.

—¿A qué has venido, Fabrice? ¿A unirte al general De Gaulle?

—No, eso no es necesario, porque ya me he unido. Estuve con él en Burdeos. Mi trabajo tiene que desarrollarse en Francia, pero tenemos formas de comunicarnos cuando lo deseemos. Iré a verlo, por supuesto; me espera a mediodía, pero en realidad he venido en una misión privada.

La miró durante largo rato.

—He venido para decirte que te quiero —le dijo, al fin.

Linda sintió una especie de mareo.

—Nunca me dijiste eso en París.

—No.

—Siempre parecías tan pragmático…

—Sí, supongo que sí. Lo había dicho tantas veces antes en mi vida, había sido tan romántico con tantas mujeres, que cuando sentí que lo nuestro era distinto no podía volver a decir todas esas frases rancias; no podía pronunciarlas. Nunca te dije que te quería, nunca te tuteé en francés, a propósito. Porque desde el primer momento supe que esto era tan real como falsas fueron las relaciones anteriores, fue como si hubiese reconocido a alguien… ¿Lo ves? No lo sé explicar…

—Pero si eso fue exactamente lo mismo que sentí yo… —repuso Linda—. No intentes explicarlo, no hace falta, lo sé.

—Entonces, cuando te marchaste, sentí que tenía que decírtelo, y se convirtió en una obsesión. Todas estas semanas han sido aún más terribles porque no podía decírtelo.

—¿Cómo has conseguido venir?


On circule
—contestó Fabrice vagamente—. Debo volver a irme mañana por la mañana, muy temprano, y no volveré hasta que termine la guerra, pero me esperarás, Linda, y nada importa ya tanto ahora que lo sabes. Estaba atormentado, no podía concentrarme en nada, estaba convirtiéndome en un inútil en mi trabajo. Es posible que de ahora en adelante tenga que soportar muchas cosas, pero no tendré que soportar que te vayas sin saber lo mucho, lo muchísimo que te quiero.

—Oh, Fabrice, me siento… Bueno, supongo que las personas religiosas a veces sienten esto mismo.

Le apoyó la cabeza en el hombro y estuvieron sentados en silencio durante un largo rato.

Una vez hubo cumplido con su visita a Carlton Gardens, fueron a comer al Ritz, que estaba lleno de conocidos de Linda, todos muy elegantes y muy alegres, y hablando con total indiferencia de la llegada inminente de los alemanes. De no ser porque todos los chicos jóvenes que había allí habían combatido con valentía en Flandes y porque, sin duda, todos volverían muy pronto a combatir con la misma valentía, esta vez en otros campos de batalla y con más experiencia, el ambiente en general se podría haber considerado escandaloso. Incluso Fabrice estaba serio y dijo que no parecían darse cuenta de…

De repente aparecieron Davey y lord Merlin, quienes arquearon las cejas al ver a Fabrice.

—El pobre Merlin se ha equivocado —le dijo Davey a Linda.

—¿Se ha equivocado con qué?

—Con la píldora que tiene para tomársela cuando lleguen los alemanes; lleva la que se usa para los perros.

Davey extrajo una cajita con incrustaciones preciosas que contenía dos píldoras, una blanca y una negra.

—Hay que tomarse primero la blanca y luego la negra. Tendría que ir a ver a mi médico, de verdad.

—Creo que habría que dejar que sean los alemanes quienes se encarguen de acabar con nosotros —dijo Linda—, que nos añadan a su lista de crímenes de guerra y que gasten ellos las balas. ¿Por qué hay que allanarles el camino, si se puede saber? Además, yo sin ir más lejos pienso cargarme al menos a dos antes de que me atrapen.

—Es que tú eres muy dura, Linda, pero me temo que a mí no me tienen reservada una bala. Precisamente a mí me infligirán toda clase de torturas; mira todo lo que he escrito sobre ellos en la
Gazette
.

—Nada de lo que has escrito sobre ellos puede ser peor que lo que has dicho sobre nosotros —señaló lord Merlin.

Davey tenía fama de ser un crítico implacable, de hacer auténticas escabechinas en sus columnas y de no dejar títere con cabeza, ni siquiera tratándose de sus mejores amigos. Escribía con varios seudónimos que de ningún modo ocultaban su estilo inconfundible, y sus críticas más crueles aparecían firmadas por «Little Nell».

—¿Va a quedarse mucho tiempo por aquí, Sauveterre?

—No, no mucho.

Linda y Fabrice se fueron a comer y estuvieron charlando de esto y de aquello, en broma la mayor parte del tiempo. Fabrice le contó anécdotas escandalosas sobre algunos de los demás comensales a los que conocía de hacía tiempo, todos riquísimos. Sólo habló de Francia una vez, y sólo para decir que había que seguir adelante con la lucha, que todo saldría bien al final. Linda pensó en lo distinta que habría sido aquella conversación con Tony o Christian: Tony le habría soltado una larga perorata sobre sus experiencias y habría hecho planes aburridísimos para su propio futuro, mientras que Christian se habría enzarzado en un monólogo sobre las consecuencias mundiales de la reciente caída de Francia, sus probables repercusiones en Arabia y Cachemira, la incompetencia de Pétain para resolver la crisis de tantísimos desplazados y las medidas que habría adoptado él de haberse encontrado en la piel del mariscal. Los dos habrían hablado a Linda con toda propiedad, en todos los aspectos, como si ella fuese un amigo más de su círculo. Fabrice le hablaba a ella, con ella y sólo para ella, era una conversación completamente personal, salpicada de chistes y alusiones privadas cuyo significado sólo entendían ellos. Tenía la sensación de que Fabrice se estaba prohibiendo ponerse serio, para evitar meterse de lleno en la tragedia, y lo que quería era que Linda se llevase un grato recuerdo de su visita. Sin embargo, también daba la impresión de rebosar optimismo y fe en el futuro, de rezumar alegría en tiempos tan funestos.

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