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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (24 page)

BOOK: A la caza del amor
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—Bueno, se han puesto como locos con el piso.

—Sí, ya me lo imagino. Es muy poco apropiado para ti, pero es muy cómodo, y con la guerra a punto de estallar…

—No, pero si a mí me encanta… Ningún otro piso me gustaría ni la mitad. Pero ¿no te parece que han sido muy listos al encontrarme?

—¿Quieres decir que no le habías dicho a nadie dónde estabas?

—La verdad, no lo pensé. Los días pasan tan rápidos… Es que ni pensé en estas cosas, es así de sencillo.

—¿Y han tenido que pasar seis semanas para que empezaran a buscarte? Como familia, me parece extrañamente
décousu
.

De repente, Linda se arrojó a sus brazos y dijo, con gran apasionamiento:

—Nunca, nunca jamás, me dejes volver con ellos.

—Pero querida mía, tú los quieres. Mami y Pa, Matt, Victoria y Fanny. ¿A qué viene todo esto?

—No quiero volver a dejarte mientras viva.

—Ya, pero sabes que seguramente tendrás que hacerlo pronto. Te recuerdo que la guerra está a punto de estallar.

—¿Y por qué no puedo quedarme aquí? Podría trabajar, podría hacer de enfermera… Bueno, tal vez de enfermera no sea la mejor opción, pero puedo trabajar en algo.

—Si me prometes que harás lo que yo le diga, podrás quedarte durante un tiempo. Al principio nos quedaremos quietecitos a observar a los alemanes al otro lado de la línea de Maginot; luego pasaré mucho tiempo en París, entre París y el frente, pero sobre todo aquí, y en ese momento será mejor que estés aquí. Después, alguien, nosotros o los alemanes, pero mucho me temo que serán los alemanes, cruzará la línea, y empezará una guerra de movimientos de tropas. Me avisarán cuando llegue esa etapa, y lo que tienes que prometerme es que en cuanto te diga que te vayas a Londres te irás, aunque no veas ninguna razón para hacerlo. Serías un obstáculo para mí si te quedaras, así que ¿me lo juras?

—De acuerdo —dijo Linda—. Te lo juro. No creo que pueda ocurrirme nada tan horroroso, pero te prometo que haré lo que dices. Ahora bien, tendrás que prometerme que vendrás a buscarme a Londres en cuanto termine todo. ¿Prometido?

—Sí —dijo Fabrice—. Lo haré.

La comida con Davey y lord Merlin fue un tanto sombría, pues los tres comensales pasaron el rato absortos en sus pensamientos. Los dos hombres se habían quedado hasta tarde bebiendo alegremente con sus amigos literatos y mostraban todas las señales de haberlo hecho. Davey empezaba a ser consciente de los crueles retortijones de la dispepsia; lord Merlin padecía las atroces consecuencias de una vulgar y simple resaca y, cuando se quitó las gafas, sus ojos parecían más delicados que nunca. Sin embargo, Linda era sin duda alguna la que peor aspecto tenía de los tres, ya que estaba completamente trastornada tras haber escuchado accidentalmente la conversación de dos damas francesas que hablaban de Fabrice en el vestíbulo del hotel. Había llegado muy temprano a la cita, tal como tenía por costumbre tras años y años de haberle inculcado tío Matthew el hábito de la puntualidad. Fabrice nunca la había llevado al Ritz, y el hotel le pareció una delicia; sabía que estaba igual de guapa y casi tan bien vestida como cualquiera de las allí presentes, y se sentó cómodamente a esperar a sus acompañantes. De repente, con el vuelco que da el corazón al oír el nombre del amado en boca de desconocidos, oyó:

—¿Y ha visto a Fabrice últimamente?

—Sí, claro, lo veo a menudo en casa de madame de Sauveterre, pero nunca sale a ningún sitio, como bien sabe.

—Y entonces, ¿qué pasa con Jacqueline?

—Sigue en Inglaterra. Está completamente perdido sin ella, pobre Fabrice, es como un perro que añora a su amo. Se queda sentado en su casa, triste y sin hacer nada, nunca va a ninguna fiesta, nunca va al club, nunca ve a nadie… Su madre está muy preocupada por él.

—¿Quién iba a decir que Fabrice iba ser tan fiel? ¿Cuánto tiempo hace?

—Cinco años, creo. Un
ménage
maravillosamente feliz.

—Seguro que Jacqueline vuelve pronto.

—No hasta que haya muerto su vieja tía. Al parecer, cambia el testamento cada dos por tres, y Jacqueline cree que debe estar a su lado todo el tiempo… A fin de cuentas, tiene un marido y unos hijos en quienes pensar.

—¿Y es muy duro para Fabrice?


Qu'est-ce que vous voulez
? Su madre dice que la llama todas las mañanas y se pasa una hora hablando con ella…

Fue entonces cuando llegaron Davey y lord Merlin, con aspecto cansado y de muy mal humor, y se llevaron a Linda a comer. Ella deseaba con toda su alma quedarse más rato a escuchar aquella conversación mortificante, pero rechazaron un cóctel con un encogimiento de hombros y se la llevaron a toda prisa al comedor del hotel, donde fueron amables con ella sólo lo justo y francamente desagradables el uno con el otro.

Linda creía que la comida sería eterna, y cuando al fin terminó, se subió a un taxi y fue a casa de Fabrice. Tenía que averiguar la verdad respecto a Jacqueline; tenía que saber cuáles eran las intenciones de Fabrice: cuando volviese Jacqueline, ¿sería el momento anunciado para que ella, Linda, se marchase como le había prometido? ¡Aquello sí que era una guerra de movimiento de tropas!

El mayordomo le dijo que
monsieur le Duc
acababa de salir con
madame la Duchesse
, pero que volvería al cabo de una hora. Linda dijo que esperaría y el mayordomo la acompañó a la sala de estar de Fabrice. Se quitó el sombrero y empezó a pasearse arriba y abajo por la habitación con nerviosismo. Ya había estado allí varias veces, con Fabrice, y le había parecido, en comparación con su alegre y luminoso apartamento, una sala un poco deprimente. En aquel momento, a solas en ella, empezó a percatarse de la belleza extrema de la habitación, una belleza grave y solemne que le llegaba al alma. Tenía los techos muy altos y forma rectangular, con revestimientos de madera gris y cortinas de brocado color burdeos; daba a un patio y nunca entraba la luz del sol; no había sido ideada para eso; aquél era un interior civilizado que no tenía nada que ver con la vida al aire libre. Todos los objetos que había en la sala eran perfectos, los muebles tenían las líneas severas y las excelentes proporciones de 1780, había un retrato de Lancret de una dama con un loro en la muñeca, así como un busto de Bouchardon que representaba a la misma dama, y una alfombra como la que había en el piso de Linda, pero de mayor tamaño y más impresionante, con un enorme escudo de armas en el centro. La librería, tallada y de gran altura, sólo contenía clásicos franceses encuadernados en tafilete contemporáneo, con el emblema de los Sauveterre, y encima de una mesa enorme había un ejemplar abierto de
Las rosas
de Redouté.

Linda empezó a sentirse mucho más tranquila, pero a la vez, también muy triste; vio que aquella sala ponía de manifiesto un aspecto de la personalidad de Fabrice que a ella apenas se le había permitido atisbar y que hundía sus raíces en la vieja grandeza de la civilización francesa. Era la esencia de Fabrice, algo de lo que ella jamás podría participar: siempre se quedaría al margen, en su piso soleado y moderno, irremediablemente lejos de todo aquello, aunque su relación fuese a durar el resto de sus vidas. Los orígenes de la familia Radlett se perdían en la antigüedad, pero los orígenes de la familia de Fabrice no se perdían en absoluto, sino que estaban allí, cada generación engarzada con la siguiente. «Los ingleses —pensó Linda— nos deshacemos de nuestros antepasados, es la gran virtud de nuestra aristocracia, pero Fabrice lleva los suyos colgados del cuello y nunca se deshará de ellos».

Empezó a darse cuenta de que allí estaban sus verdaderos rivales, sus enemigos, y Jacqueline no era nada en comparación con ellos; allí y en la tumba de Louise. Presentarse allí y montar una escena sobre una amante rival era algo completamente ridículo, sería como si un fantasma se quejara de otro fantasma. Fabrice se enfadaría, como suelen enfadarse los hombres en estos casos, y ella no obtendría ninguna satisfacción. Ya lo oía diciéndole, con voz seca y sarcástica: «
Ah! Vous me grondez, madame
?». Lo mejor era marcharse, hacer caso omiso de todo el asunto. Su única esperanza consistía en mantener las cosas tal como estaban, conservar la felicidad de que disfrutaba día tras día, hora tras hora, y no pensar en absoluto en el futuro: puesto que no le reservaba nada a ella, lo mejor era dejarlo en paz. Además, el futuro de todo el mundo estaba amenazado ahora que se aproximaba la guerra, aquella guerra que siempre se le olvidaba.

Sin embargo, no tuvo más remedio que recordarla cuando, aquella misma tarde, Fabrice se presentó de uniforme.

—Yo diría que dentro de un mes a lo sumo —le explicó—. En cuanto termine la cosecha.

—Si de los ingleses dependiera —dijo Linda— esperarían hasta después de las compras de Navidad. Fabrice, no durará mucho, ¿verdad?

—Será muy desagradable mientras dure —repuso él—. ¿Has ido hoy a mi casa?

—Sí, después de comer con ese par de viejos gruñones, de repente me han entrado unas ganas enormes de verte.


Comme c'est gentil
. —La miró con una expresión burlona, como si se le acabase de ocurrir algo—. Pero ¿por qué no me has esperado?

—Tus antepasados me asustaban.

—Conque eso han hecho… Pero tú también tienes antepasados, me imagino, ¿no,
madame
?

—Sí, pero no se pasean por ahí como los tuyos.

—Deberías haber esperado —dijo Fabrice—; siempre es un inmenso placer verte, tanto para mí como para mis antepasados. Nos anima a todos.

En aquel momento entró Germaine con unos enormes ramos de flores y una nota de lord Merlin que decía: «Aquí tienes un recuerdo de Newcastle. Nos vamos a casa con el ferry. ¿Crees que lograré que Davey regrese con vida? Incluyo una cosa que tal vez pueda llegar a serte útil».

Era un billete de veinte mil francos.

—Hay que reconocer —dijo Linda— que, a pesar de lo cruel que puede llegar a ser, piensa en todo.

Se puso un poco sentimental tras los sucesos del día.

—Dime, Fabrice —siguió diciendo—, ¿qué pensaste la primera vez que me viste?

—Si de verdad quieres saberlo, pensé: «
Tiens, elle res-semble à la petite Bosquet
».

—¿Quién es?

—Hay dos hermanas Bosquet: la mayor, que es una preciosidad, y la menor, que se parece a ti.


Merci beacucoup
—dijo Linda—.
J'aimerais autant res-sembler à l'autre
.

Fabrice se echó a reír.


Ensuite, je me suis dit, comme c'est amusant, le côté démodé de tout ça

Cuando al fin estalló la tan esperada guerra, unas seis semanas más tarde, Linda se sintió extrañamente indiferente. Estaba tan volcada en el presente, en su propia vida distante y sin futuro, tan incierta e insegura, que los acontecimientos externos apenas afectaban a su conciencia. Cuando pensaba en la guerra, le parecía casi un alivio que hubiese empezado, en el sentido de que un principio siempre es el primer paso hacia un final. No se le ocurrió que había empezado sólo en teoría, no en la práctica. Naturalmente, si la guerra se hubiese llevado a Fabrice, la actitud de Linda habría sido muy distinta, pero su puesto en el departamento de inteligencia lo retenía sobre todo en París, y lo cierto era que lo veía incluso más que antes, ya que se había trasladado al piso de ella, había cerrado su casa y había enviado a su madre al campo. Aparecía y desaparecía a las horas más intempestivas del día y de la noche y, puesto que verlo era motivo constante de alegría para Linda, puesto que no podía imaginarse mayor felicidad que la que sentía siempre que el vacío frente a sus ojos se llenaba con la figura de su amado, aquellas súbitas apariciones la mantenían a ella en un estado de feliz incertidumbre, y a su relación, en un estado febril.

Linda había estado recibiendo cartas de sus familiares desde la visita de Davey, quien le había dado a tía Sadie su dirección y le había dicho que Linda estaba en París realizando labores de voluntaria en la guerra, explicándole vagamente, y había parte de verdad en sus palabras, que su trabajo era un gran consuelo para las tropas francesas. Tía Sadie se alegró mucho de oír aquello; le parecía muy bien que Linda trabajase tanto (a veces toda la noche, le dijo Davey) y se alegró también de oír que se ganaba el sustento: muchas veces, el trabajo de voluntaria, además de poco gratificante, salía caro. A tío Matthew le pareció una lástima que trabajase para los extranjeros y se quejó de que sus hijos tuviesen tanta afición a atravesar océanos, pero también veía con muy buenos ojos las labores de guerra y, de hecho, estaba enfadadísimo porque los de la Oficina de Guerra no le dejaban repetir su hazaña con la pala de zapador ni participar en ninguna otra misión, y vagaba como alma en pena con la frustración de no poder luchar por su rey y su patria.

Escribí a Linda y le hablé de Christian, que había vuelto a Londres, había dejado el Partido Comunista y se había alistado. Lavender también había vuelto, y ahora estaba en la sección femenina del ejército. Christian no mostró la menor curiosidad por saber qué había sido de Linda; no parecía querer divorciarse de ella ni casarse con Lavender. Se había entregado en cuerpo y alma a la vida castrense y no pensaba en nada más que en la guerra.

Antes de marcharse de Perpiñán había conseguido sacar del país a Matt, quien después de buenas dosis de persuasión, había accedido al fin a dejar a sus camaradas españoles para incorporase a la lucha contra el fascismo en otro frente. Se alistó en el antiguo regimiento de tío Matthew y, por lo visto, daba la lata sin cesar a sus compañeros en el comedor de oficiales diciéndoles que entrenaban mal a sus hombres y que, en la batalla del Ebro, las cosas se habían hecho así y asá. Al final, su coronel, que era bastante más inteligente que algunos de los demás, le contestó lo evidente: «¡Sí, pero al final perdieron los de tu bando!». Aquello hizo callar a Matt respecto a las tácticas, pero entonces empezó con las estadísticas, que eran casi igual de aburridas: «Treinta mil alemanes e italianos, quinientos aviones alemanes», etcétera.

Linda no volvió a oír hablar de Jacqueline, y la tristeza que se había apoderado de ella al escuchar aquellas palabras casuales en el Ritz fue borrándose poco a poco. Se recordó que nadie sabe nunca lo que hay en el corazón de un hombre, ni siquiera, o tal vez menos que nadie, su madre, y que en las relaciones, hechos son amores y no buenas razones. Ahora, Fabrice no tenía tiempo para dos mujeres; pasaba cada minuto libre con ella, cosa que, por sí sola, la tranquilizaba. Además, al igual que sus matrimonios con Tony y Christian habían sido necesarios para llevarla al encuentro de Fabrice, también aquella relación lo había llevado a él al encuentro con ella: seguro que había ido a despedirse de Jacqueline en la Gare du Nord cuando encontró a Linda llorando, sentada en su maleta. Si se ponía en la piel de Jacqueline se daba cuenta de lo preferible que era estar en la suya: en cualquier caso, su rival más peligrosa no era Jacqueline, sino Louise, aquella figura oscura y virtuosa del pasado. Cada vez que Fabrice se ponía un poco menos pragmático, un poco más tonto y romántico, era de su prometida de quien hablaba, deteniéndose con afectuosa tristeza en su belleza, su noble cuna, sus inmensas propiedades y su fervor religioso. Linda insinuó una vez que si la prometida hubiese vivido para convertirse en su mujer, tal vez no habría sido demasiado feliz.

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