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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (29 page)

BOOK: A la caza del amor
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—Según mis cálculos —anunciaba tío Matthew con orgullo—, podremos frenarlos durante dos horas, posiblemente tres, antes de que nos maten a todos. No está mal para un sitio tan pequeño.

Ordenamos a nuestros hijos que salieran a buscar leña, y Davey se convirtió en un leñador muy aplicado y asombrosamente eficiente (se había negado a incorporarse a la milicia local; decía que se le daba mejor luchar sin uniforme), pero por algún motivo, sólo conseguían leña suficiente para la chimenea del cuarto de los niños y la de la sala de estar marrón, que se encendía después del té, y como la leña estaba muy húmeda, la estancia sólo se calentaba de verdad cuando llegaba la hora de retirarse y subir la escalera helada para irse a la cama. Después de cenar, los dos sillones que había a los lados de la chimenea estaban siempre ocupados por Davey y mi madre: Davey decía que, en realidad, sería mucho más catastrófico para todos si pillaba uno de sus temibles resfriados, mientras que la Desbocada se limitaba a desplomarse en el sillón. Los demás nos sentábamos formando un semicírculo mucho más allá de los límites de cualquier calor verdadero y contemplábamos con ansia las pequeñas llamas amarillas y titilantes, que a menudo decaían hasta convertirse en puro humo. Linda tenía un abrigo de noche, una especie de bata que le llegaba por los pies, de zorro blanco forrado de armiño, que se ponía para cenar, y sufría menos que los demás; durante el día, o bien llevaba su abrigo de marta cibelina y unas botas de terciopelo negro forradas de marta a juego, o se tumbaba en el sofá arropada con una enorme manta de visón forrada de guata de terciopelo blanco.

—Y pensar que me moría de risa cuando Fabrice me decía que me compraba todas esas cosas porque serían útiles durante la guerra… «En la guerra hará un frío glacial», decía siempre, y ahora veo cuánta razón tenía.

Las posesiones de Linda despertaban en las demás mujeres de la casa una especie de admiración furiosa.

—Me parece muy injusto —me dijo un día Louisa mientras paseábamos a nuestros hijos menores en sus sillitas. Ambas llevábamos rígidas prendas de tweed escocés, tan distintas de las francesas, tan finas y favorecedoras, y medias de lana, zapatos bajos de cuero y jerséis que nos habíamos tejido nosotras mismas, de tonos cuidadosamente escogidos para ir «conjuntados», aunque no «a juego», con nuestros abrigos y faldas—. Linda se va, se lo pasa en grande en París y vuelve cubierta de pieles, mientras tú y yo… ¿qué es lo que conseguimos por pasarnos la vida con los mismos maridos viejos y aburridos de siempre? Un tres cuartos de borrego esquilado.

—Alfred no es ningún marido viejo y aburrido —dije con lealtad, pero por supuesto, sabía exactamente qué quería decir.

A tía Sadie, la ropa de Linda le parecía, simplemente, preciosa.

—Qué buen gusto, querida —decía cuando exhibía una nueva y deslumbrante prenda—. ¿Eso también es de París? Es realmente maravilloso lo que puedes conseguir allí, por muy poco dinero, si eres lista.

Al oír estas palabras, mi madre empezaba a guiñar el ojo descontroladamente en la dirección de cualquiera que pudiese mirarla, incluida la propia Linda, quien entonces ponía una expresión imperturbable. Linda no soportaba a mi madre; pensaba que, antes de conocer a Fabrice, había estado siguiendo el mismo camino que ella, y la horrorizaba ver lo que había al final. Mi madre empezó por intentar un método de acercamiento a Linda del tipo: «Afrontémoslo, querida, no somos más que un par de ovejas descarriadas», pero fue un fracaso estrepitoso. Linda no sólo reaccionó con frialdad y rigidez, sino que se puso incluso grosera con la pobre Desbocada, quien, incapaz de ver qué había hecho para ofenderla, al principio se sintió muy dolida. Entonces empezó a recurrir a su sentido de la dignidad y dijo que era una tontería por parte de Linda comportarse así; de hecho, teniendo en cuenta que no era más que una fulana de clase alta, era muy pretencioso e hipócrita por su parte. Traté de explicar la actitud intensamente romántica de Linda hacia Fabrice y los meses que había pasado con él, pero los sentimientos de la Desbocada se habían embotado con el tiempo, y no pudo o no quiso entenderlo.

—Es con Sauveterre con quien vivía, ¿no? —me dijo mi madre poco después de la llegada de Linda a Alconleigh.

—¿Cómo lo sabes?

—Todo el mundo lo sabía en la Riviera. De un modo u otro, siempre se sabía todo de Sauveterre. Fue muy sonado, porque parecía haber sentado la cabeza de una vez por todas con ese muermo de mujer, Lamballe; pero ella tuvo que marcharse a Inglaterra por negocios y la lista de la pequeña Linda lo pescó. Una buena caza, queriiida, pero no entiendo por qué tiene que ser tan estirada por eso. Sadie no lo sabe, de eso ya me he dado cuenta, y ni que decir tiene que por mí no se va a enterar, ni por todo el oro del mundo, porque no soy de esa clase de chicas, pero sí creo que cuando estamos todos juntos, Linda podría relajarse un poco, ¿no?

Los Alconleigh todavía creían que Linda era la devota esposa de Christian, quien estaba entonces en El Cairo y, por supuesto, ni se les había pasado por la imaginación que el hijo que llevaba pudiese ser de otro hombre. Ya hacía tiempo que la habían perdonado por haber abandonado a Tony, aunque se creían muy abiertos de mente por haberlo hecho. De vez en cuando le preguntaban por Christian, no porque les interesase, sino para que Linda no se sintiese excluida cada vez que Louisa y yo hablábamos de nuestros maridos, y entonces se veía obligada a inventarse noticias sacadas de las cartas imaginarias que le enviaba Christian.

—Su general de brigada no le cae demasiado bien —decía.

O bien:

—Dice que El Cairo es la bomba, pero que al final acaba hartando.

A decir verdad, Linda nunca recibía ninguna carta; llevaba muchísimo tiempo sin ver a sus amigos ingleses, quienes estaban repartidos por culpa de la guerra en distintos puntos del planeta y, a pesar de que tal vez no hubieran olvidado a Linda, ésta ya no formaba parte de su vida. Sin embargo, claro está, sólo había una cosa que ella deseaba con toda su alma: una carta, aunque fuera una línea, de Fabrice. Llegó justo después de Navidad, e iba dentro de un sobre mecanografiado del Carlton Gardens con el sello del General de Gaulle. Cuando la vio en la mesa del vestíbulo, Linda se puso blanca como el papel, la cogió y se fue a toda prisa a su cuarto.

Al cabo de una hora salió a buscarme.

—Oh, querida —exclamó, con los ojos llenos de lágrimas—. Llevo intentando leerla todo este rato y no he podido descifrar una sola palabra. ¿No te parece una tortura? ¿Podrías echarle un vistazo?

Me dio una hoja del papel más fino que había visto en mi vida, en la que parecían haber garabateado con un alfiler oxidado una especie de jeroglíficos del todo indescifrables. Yo tampoco pude leer una sola palabra; no parecía guardar ninguna relación con la letra manuscrita, y las marcas no parecían letras en absoluto.

—¿Qué puedo hacer? —dijo la pobre Linda—. Oh, Fanny…

—Vamos a preguntar a Davey —sugerí.

Al principio dudó un poco, pero presintiendo que era mejor, por íntimo que fuese el mensaje, compartirlo con Davey que no llegar a leerlo, al final accedió.

Davey dijo que había hecho bien recurriendo a él.

—Se me da muy bien la caligrafía francesa.

—¿Y no te reirás cuando la leas? —dijo Linda, con la voz ansiosa de una niña pequeña.

—No, Linda, ya no me parece que sea un asunto como para tomárselo a risa —respondió Davey, mirándola con una mezcla de cariño y preocupación a la cara, muy demacrada últimamente. Sin embargo, cuando hubo examinado la hoja durante un buen rato, él también se vio obligado a confesarse completamente perplejo.

—He visto mucha caligrafía francesa en mi vida —dijo— pero esto lo supera todo.

Al final, Linda no tuvo más remedio que tirar la toalla. Iba a todas partes con el papel en el bolsillo, como si fuera un talismán, pero nunca supo qué era lo que Fabrice le había escrito en él. Era algo cruelmente tentador. Le mandó una carta de respuesta a Carlton Gardens, pero le fue devuelta con una nota que decía que, lamentablemente, era imposible entregársela al destinatario.

—No importa —dijo—. Un día volverá a sonar el teléfono y será él.

Louisa y yo estábamos muy atareadas durante todo el día; ahora teníamos una niñera, la mía, para ocho niños. Por suerte, no estaban todos en casa a la vez: los dos mayores de Louisa iban a un colegio privado, y dos suyos y dos míos asistían a un colegio de monjas que, providencialmente, lord Merlin había encontrado en Merlinford. Louisa disponía de un poco de gasolina para transportar a los niños, y todos los días, los llevaba conmigo o con Davey en el coche de tía Sadie; naturalmente, no es difícil imaginar lo que opinaba tío Matthew de todo esto: hacía rechinar los dientes, lanzaba miradas furibundas y siempre se refería a las pobres monjitas como «esos malditos paracaidistas». Estaba absolutamente convencido de que el tiempo que no dedicaban a construir nidos de ametralladoras para otras monjas (que entonces bajarían del cielo, como si fueran pájaros, para ocupar dichos nidos) lo dedicaban a la captación de las almas de sus nietos y sus sobrinos nietos.

—Les dan una recompensa por cada uno que captan. Por supuesto, salta a la vista que son hombres, no hay más que mirarles las botas.

Todos los domingos vigilaba a los niños como un lince para ver si los pillaba santiguándose, haciendo alguna genuflexión o cualquier otra payasada papista, o incluso mostrando un interés desacostumbrado en la misa, pero a pesar de no detectar ninguno de estos síntomas seguía sin bajar la guardia.

—Esos católicos se las saben todas, los muy sinvergüenzas.

Le parecía de lo más subversivo que lord Merlin albergase semejante institución en sus propiedades, pero ¿qué cabía esperar de un hombre que se presentaba en las fiestas acompañado de alemanes y que todo el mundo sabía que admiraba la música extranjera? Tío Matthew se había olvidado, muy convenientemente, de «Una voce poco fa», y ahora se dedicaba a escuchar todo el santo día un disco titulado
La patrulla turca
, que comenzaba
piano
, seguía
forte
y terminaba
pianissimo
.

—Es que veréis —decía—, salen de un bosque y luego se oye cómo vuelven al bosque. No sé por qué se llama «turca», porque no me imagino a los turcos tocando una melodía así y, por supuesto, en Turquía no hay bosques. Sólo es un nombre, eso es todo. Creo que le recordaba su patrulla en la milicia local. Siempre estaban metiéndose en los bosques y volviendo a salir de ellos, pobrecillos, cubriéndose muchas veces con ramas como cuando el bosque de Birnam avanzó hacia la colina de Dunsinane, en Macbeth.

Así que trabajábamos duro, remendando, cosiendo y lavando, y haciendo cualquier recado para Nanny en lugar de cuidar nosotras mismas de los niños. He visto demasiados niños que se han criado sin niñera como para pensar que esto pueda ser en absoluto deseable; en Oxford, las mujeres de los profesores progresistas renunciaban a la niñera por cuestión de principios, y poco a poco se iban convirtiendo en unas auténticas imbéciles, mientras los niños parecían críos de los barrios bajos y se comportaban como bárbaros.

Además de cuidar la ropa de nuestra familia, también teníamos que confeccionarla para los niños que venían en camino, aunque lo cierto es que heredaron buena parte de sus hermanos. Linda, que como es natural no tenía provisiones de ropa de recién nacido, no se dedicaba a estas labores, sino que se arregló uno de los estantes del cuarto de los Ísimos como si fuese una especie de litera, con almohadones y colchas de la habitaciones de invitados, y allí se pasaba todo el día, arrebujada en su manta de visón, con Plon-plon a su lado, leyendo cuentos de hadas. El cuarto de los Ísimos, como de costumbre, era el lugar más cálido de toda la casa, el único donde realmente hacía calor. Siempre que podía, me llevaba la caja de costura y me sentaba allí con ella, y entonces Linda dejaba su libro de cuentos de color verde o azul, Anderson o Grimm, y me explicaba con todo lujo de detalles su vida con Fabrice en París y lo feliz que había sido con él. Louisa se reunía a veces con nosotras allí arriba, y entonces Linda se callaba y hablábamos de John Fort William y de los niños. Sin embargo, Louisa era una criatura inquieta y trabajadora, no demasiado amiga de la cháchara, y encima, le irritaba ver a Linda de brazos cruzados todo el día, sin hacer absolutamente nada.

—A saber qué ropa se va a poner ese pobre niño —me decía, enfadada—, ¿y quién va a cuidar de él, Fanny? Está clarísimo que tendremos que ser tú y yo, y la verdad, sabes perfectamente que ya tenemos bastante con los nuestros. Y otra cosa, Linda se pasa el día ahí tumbada con sus pieles de marta o lo que sea, pero no tiene un penique en el bolsillo, es una indigente… y me parece que no se da cuenta. ¿Y qué va a decir Christian cuando se entere de lo del niño? A fin de cuentas, es suyo legalmente, y tendrá que ir a un juez para legitimarlo y entonces se armará tal escándalo… A Linda no se le ha ocurrido nada de esto; tendría que estar muerta de preocupación, pero en vez de eso se comporta como la mujer de un multimillonario en tiempos de paz. Me saca de quicio.

Pero, a pesar de todo, Louisa era un pedazo de pan. Al final fue ella quien se acercó a Londres y compró una canastilla para el bebé. Linda vendió el anillo de compromiso de Tony por un precio increíblemente bajo para poder pagarla.

—¿Nunca piensas en tus maridos? —le pregunté un día, cuando llevaba horas hablándome de Fabrice.

—Bueno, pues lo curioso es que me acuerdo a menudo de Tony. Christian, en cambio, fue más bien un interludio, así que apenas cuenta en mi vida porque, para empezar, nuestro matrimonio duró muy poco y lo eclipsó todo lo que vino después. No sé, estas cosas me resultan difíciles de recordar, pero creo que mis sentimientos por él sólo fueron intensos durante unas pocas semanas, justo al principio. Es una persona muy noble, alguien que inspira respeto, y no me arrepiento de haberme casado con él, pero no tiene talento para el amor. Sin embargo, Tony fue mi marido tanto tiempo… más de una cuarta parte de mi vida, si lo piensas. Desde luego, él sí que me dejó huella, y ahora entiendo que si no funcionaba, no era culpa suya, pobre Tony; no creo que hubiese podido salir bien con nadie, a menos que hubiese conocido ya a Fabrice, porque yo era un desastre en aquellos tiempos. Lo verdaderamente importante para que funcione un matrimonio, sin demasiado amor, es que los dos sean tremendamente buenos, la
gentillesse
, y tengan unos modales exquisitos. Yo nunca fui
gentille
con Tony; muy pocas veces era educada con él, y poco después del viaje de novios empecé a ser extremadamente desagradable. Ahora me avergüenzo al pensar cómo era yo entonces, y el pobre Tony era tan bueno… Nunca me soltó una mala contestación, soportó todo aquello durante años, y al final se fue tranquilamente con Pixie. No lo culpo. Yo fui la culpable de todo.

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