Su entrenador le dio un apretón cariñoso en la rodilla.
—Buena chica; pero tú no obligaste a Kate a quedarse en casa. Ella tomó sus propias decisiones.
—Aun así…
—Quiero que lo digas tú, Zoe. Quiero oírte decir: «Kate tomó sus propias decisiones».
Zoe permaneció un buen rato con la mirada clavada en el suelo. El estruendo de la multitud aceleraba todas las aletargadas moléculas de aire en aquella diminuta estancia sin acabar. Las vibraciones de sus pies al golpear el suelo ascendían por la estructura de acero del banco y sacudían el asiento de plástico blanco en el que se sentaban.
Lentamente, Zoe alzó los ojos hacia su entrenador.
—Kate tomó sus propias decisiones —dijo en voz muy baja—. Y yo, también.
Tom sostuvo su mirada.
—Bien —dijo finalmente—. Y ahora, quítatelo de la cabeza, ¿de acuerdo? Eso es la vida; esto de aquí, deporte. Ahora solo tienes que pensar en los próximos diez minutos.
Zoe tragó saliva.
—Está bien.
Su entrenador se rio.
—Bueno, entonces no pongas esa cara de pánico.
—Escucha todo ese ruido. Estoy aterrorizada.
—Mira, Zoe, ya has hecho el trabajo más duro. Has llegado hasta la final. Lo peor que te podría pasar es ser la segunda ciclista más rápida del mundo entero. Lo peor que te podría suceder en los próximos diez minutos es que consigas una medalla de plata en unos Juegos Olímpicos.
—Exactamente.
—¿Te da miedo ganar una plata?
Zoe lo pensó por unos instantes, y luego asintió.
—Joder, preferiría morirme.
—¿Lo dices en serio?
—En serio.
Zoe respiró hondo, tras hacer varias inspiraciones, y el temblor de su cuerpo remitió.
Cuando se volvió para mirar a Tom, vio que su entrenador sonreía.
—¿Qué pasa? —quiso saber.
—Jovencita, creo que por fin estás lista para tu primera final olímpica. Ahora, haznos un favor a los dos: sube en este instante ahí arriba y gana la carrera.
—Pero la puerta está cerrada…
Tom se rio.
—Solo en tu imaginación.
Zoe se levantó y empujó la puerta metálica con dos dedos, insegura. Se abrió sin ofrecer resistencia sobre sus bisagras engrasadas, y el estruendo del público sonó más alto. La puerta chocó contra su tope y emitió un ruido grave, como el de una campana.
Zoe miró a su entrenador con los ojos abiertos como platos.
—¿Qué pasa? —dijo Tom, indicándole que saliera—. Venga. No sé si te has dado cuenta, pero llegas tarde.
Zoe miró de nuevo la puerta abierta y luego a su entrenador.
—La verdad es que eres bastante bueno —concedió.
—A mi edad, más te vale ser bueno.
La escalera de techo alto y paredes encaladas que conducía hacia la pista estaba bañada por la luz solar que descendía de los altos tragaluces del techo del velódromo. En la tabica blanca del último escalón, en letras azules dibujadas con plantilla un pelín torcidas, se leía el lema olímpico:
Citius, Altius, Fortius
.
Zoe llenó sus pulmones del aire cálido y estruendoso. El vello de su nuca se erizó. Todo lo que había sucedido estaba perdonado, pasado y olvidado. El público gritaba su nombre. Sonrió, respiró hondo y subió el peldaño que la conducía a la luz.
En una diminuta televisión en el recargado salón de una casa adosada de dos dormitorios, Kate Meadows contempló cómo su mejor amiga salía del túnel a la pista central del velódromo. El griterío del público se redobló, hasta llegar al límite de los altavoces del receptor. Su corazón se aceleró. El biberón estaba sobre la tele y el rugido de la muchedumbre formaba olas concéntricas en la leche. Cuando Zoe alzó los brazos para responder al apoyo de la muchedumbre, el estallido que siguió desplazó el biberón por encima del televisor. Se tambaleó en el borde, cayó al suelo y se quedó de lado, entregando la leche blanca de la tetina transparente a la sedienta arpillera marrón de la alfombra. Kate no le prestó atención. Estaba paralizada ante la imagen de Zoe.
Kate tenía veinticuatro años y, desde los seis, su sueño había sido ganar un oro olímpico. Sus dieciocho años de preparación fueron perfectos. Alcanzó el máximo nivel en el deporte. Compartía preparador con Zoe, entrenaban juntas y la había vencido en los Campeonatos Nacionales y en los Mundiales. Y entonces, en el último año de preparación para Atenas, llegó la pequeña Sophie.
Era un viejo televisor, con una calidad de imagen desastrosa; pero Kate vio claramente que Zoe se sentaba sobre un prototipo americano de bicicleta de carreras de doce mil dólares, con un cuadro monocasco negro mate fabricado en fibra de carbono unidireccional de alto módulo; ella, por su parte, estaba sentada en un sofá Klippan de Ikea, con patas de acero con revestimiento pigmentado de epoxi-poliéster y una funda desmontable y lavable a máquina de tono rojo Almås. Kate sabía de sobra que desde su asiento también se podían conseguir victorias, pero eran triunfos pequeños y domésticos, que se medían en bebés destetados y en campañas de adaptación al orinalito por el bien de la piel seca. Se apretó la sien con los nudillos, obligándose a recordar cuánto quería a Sophie y a Jack, que estaba en Atenas preparándose para su carrera del día siguiente. Intentó exorcizar de su cabeza todos los pensamientos celosos, apretándose las sienes hasta hacerse daño, pero, que Dios la perdonase, su corazón todavía estaba dolorido por no poder ganar una medalla de oro.
De debajo de la mesita del café, Sophie recogió la mezcla caída de desayuno y almuerzo, emitiendo alegres gorjeos mientras se llevaba cereales y una pasta indefinida a la boca. El pediatra había dicho que no estaba bien para viajar a Atenas, pero ahora la pequeña parecía rebosante de salud. Tienes que recordarte constantemente que los bebés no hacen esas cosas a propósito. No usan el calendario de la cocina para comprobar con sus dedos gordezuelos la fecha exacta de tus sueños y planificar sus accesos de asma y sus alergias para chafártelos.
En el salón hacía un calor sofocante. La ventana abierta no dejaba entrar una brisa fresca, solo el agobiante calor de agosto que reverberaba en el pálido cemento de su patio trasero. Kate sintió cómo el sudor resbalaba por su espalda. En la casa de al lado, a través de la pared compartida, podía oír que el vecino pasaba el aspirador. El aparato rugía y golpeaba su cabeza de plástico contra los rodapiés, una y otra vez, como un condenado a cadena perpetua desesperado por obtener la condicional. Bandas chispeantes de interferencias eléctricas desplazaron hacia abajo la imagen de la televisión; enmascaraban el rostro de Zoe mientras se situaba en la línea de salida, preparada para comenzar la carrera.
Las dos ciclistas aguardaban ya las indicaciones del juez de salida. Una voz de tono neutro comenzó una cuenta atrás desde diez. Junto a la línea de salida, detrás de la barrera, Kate pudo ver a Tom Voss en el grupo de miembros del COI y vips. Al ver a su entrenador, su pulso se aceleró, preparando su organismo para la intensa actividad que siempre suponía la presencia de aquel hombre. La adrenalina inundó sus venas. Cuando la cuenta atrás en el velódromo llegó a cinco, observó cómo las manos de Zoe se tensaban sobre el manillar. Sus manos se tensaron también, involuntariamente, agarrando un manillar invisible en el sofocante aire del salón. Los músculos de sus piernas se movieron y su conciencia se aguzó, dilatando cada instante. Kate odiaba cómo su cuerpo seguía preparándose así, en vano, para competir, igual que el apagado corazón de una viuda se sobresaltaría al contemplar la foto de su difunto esposo.
Sintió un movimiento y oyó un chillido entusiasta a sus pies. Se agachó para recoger del suelo un pequeño ventilador eléctrico y dejarlo sobre la mesita, lejos del alcance de los dedos curiosos de Sophie. Lo conectó. La brisa que despedía supuso un alivio. En la televisión, la cuenta atrás del juez de salida llegó a tres. Kate observó cómo Zoe se humedecía nerviosa los labios. Dos, dijo el juez. Uno. Gotitas de sudor perlaban la frente de Kate. Alargó el brazo y aumentó la velocidad del ventilador.
De repente, la imagen se contrajo en un brillante punto blanco en el centro de la pantalla del televisor, y luego se oscureció por completo. En la casa de al lado, el ruido del aspirador del vecino fue descendiendo tonos para desvanecerse en un largo y decreciente suspiro que acabó en el silencio. A través de la pared, pudo escuchar cómo el vecino exclamaba: «¡Mierda!». Contempló cómo las aspas del ventilador se ralentizaban hasta pararse. Lo miró como alelada y sintió que la brisa en su rostro se esfumaba hasta desaparecer, mientras se preguntaba por qué el aire podía hacer semejante jugarreta justo en el instante en que se estropeaba la televisión. Al cabo de un momento, comprendió que algo había reventado en la caja de fusibles. Como de costumbre, se había llevado por delante la corriente eléctrica de media calle.
Sintió un extraño ataque de autocompasión. Eran esas pequeñas cosas las que conseguían desquiciarla. Perderse los Juegos Olímpicos era algo demasiado grande como para herirte. Más bien era como una sensación débil y plomiza, como ser anestesiada y luego asfixiada. Sin embargo, cuando llegaron los billetes de avión de Jack, aquello sí que era lo bastante afilado como para cortar. Preparar el equipaje que envió por adelantado le dejó una sensación de dolor y un vacío concreto en el armario que compartían. Ahora, al fundirse la luz, ella también se había fundido.
Un segundo después se rio de sí misma. A fin de cuentas, todo se podía arreglar. Buscó en el armario de la cocina hasta que dio con un cable de hilos de cobre, luego cogió una linterna y entró en el lavabo de debajo de las escaleras en el que estaba la caja de fusibles. Sophie chilló cuando la vio salir de la habitación, así que la cogió y la llevó bajo un brazo mientras hacía malabarismos para que no se le cayeran la linterna y el cable que tenía en la otra mano, subida al retrete para llegar a la caja de fusibles. Sophie se retorcía y chillaba, intentando agarrar los hilos de cobre. Tras un minuto de infructuosos intentos, decidió que no electrocutar a su hija era más importante que ver la carrera de Zoe.
Volvió a dejar a la niña en el suelo del salón. Al instante, el bebé se alegró y volvió a su eterna búsqueda de objetos peligrosos que llevarse a la boca. A dos mil quinientos kilómetros de distancia, la primera de las carreras a la mejor de tres ya habría terminado, con victoria o derrota de Zoe. Resultaba extraño no saber el resultado. Kate apretó el botón de encendido de la televisión, como si algún elemento restaurador en el sistema eléctrico de la casa —una especie de glóbulo blanco electrónico— pudiera haber reparado la avería. No apareció ninguna imagen. En su lugar, se vio a sí misma, cinco kilos por encima de su peso de competición, todavía en camisón a las tres de la tarde, asomándose a su reflejo en la pantalla negra del televisor.
Suspiró. Podría solucionar los problemas de su reflejo. Unos cuantos kilómetros de entrenamiento devolverían la delgadez a su rostro, y su cabello rubio no siempre estaría recogido en una apretada coleta para alejarlo de los insistentes tirones de Sophie; y sus ojos azules no aparecían ocultos tras sus horribles gafas como ahora, solo porque no había logrado acopiar fuerzas suficientes para vestirse y salir a comprar líquido para las lentillas. Todo eso se podía arreglar.
Aun así, al ver su reflejo en la pantalla del televisor, sintió pánico al pensar que Jack podría dejar de encontrarla atractiva. De nada servía detenerse demasiado en ese tipo de pensamientos, así que se dejó caer de nuevo en el sofá y lo llamó. Cuando respondió, se escuchaba el rugido de cinco mil gargantas por detrás de su voz.
—¿Lo has visto? —gritó— ¡Se la ha merendado! ¡Ha ganado sin despeinarse!
—¿Zoe? ¿Ha ganado Zoe?
—¡Sí! Este sitio es increíble. No me digas que no lo estabas viendo.
—No he podido.
Percibió cómo Jack titubeaba al oírla.
—Vamos Kate, no te amargues. La próxima vez, en Beijing, serás tú quien esté corriendo la final.
—No, no es eso; quiero decir que no he podido verlo de verdad. Se ha ido la luz.
—¿Has comprobado los fusibles?
—Por Dios, Jack, mi cerebro de Barbie no contempla esa posibilidad.
—Perdón.
Ella suspiró.
—No pasa nada. He intentado cambiar el fusible, pero Sophie no me ha dejado.
Se dio cuenta al momento de lo ásperas que habían sonado sus palabras.
—Nuestra hija es bastante fuerte para su edad —repuso Jack—, pero aun así creo que serías capaz de darle una buena tunda en un combate abierto.
Kate se rio.
—Mira, lo siento. Es que estoy pasándolo algo mal por aquí.
—Lo sé. Gracias por cuidarla. Te echo de menos.
Las lágrimas empezaron a agolparse en sus ojos.
—¿De verdad?
—Oh, por Dios. ¿Lo preguntas en serio? Si tuviera que elegir entre volver a casa para estar con vosotras y correr por el oro mañana, sabes que estaría ahora mismo en un avión. Lo sabes, ¿verdad?
Kate se sorbió la nariz y se secó los ojos.
—No te estoy pidiendo que elijas, tonto. Te estoy pidiendo que ganes.
Pudo adivinar su sonrisa al otro lado de la línea.
—Si gano, será solo por el pánico que siento al pensar en lo que me harías si pierdo.
—Vuelve conmigo a casa en cuanto ganes el oro, ¿vale? Prométeme que no te quedarás por allí con ella.
—Oh, por Dios… Sabes que eso no tienes ni que pedírmelo.
—Lo sé —respondió con calma—. Lo siento.
A través de la conexión telefónica, el vocerío del público volvió a aumentar.
—Va a comenzar la segunda carrera —gritó Jack entre el estruendo—. Te llamo luego, ¿de acuerdo?
—¿Crees que ganará?
—Sí, seguro. La primera manga ha parecido un paseo de domingo…
—¿Jack?
—¿Sí?
—Te quiero más que a un helado después de entrenar.
—Yo también te quiero —contestó él—. Más que ganar.
Kate sonrió. Era un momento perfecto, pero a continuación se dio cuenta de que lo había estropeado al decir:
—Llámame en cuanto termine la carrera, ¿vale?
Se avergonzó de mostrarse tan necesitada; de ser tan exigente con él. Se supone que el amor no necesita de una reafirmación constante. Pero, bien pensado, también se supone que el amor no es sentarse a contemplar el propio reflejo en una televisión apagada mientras la tentación se dirigía a una resplandeciente carrera hacia la gloria.