A por el oro (45 page)

Read A por el oro Online

Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

BOOK: A por el oro
3.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ni siquiera la escuchaba. Ahora que habían encontrado a Adam, no podía soportar que aquella mujer la estuviera haciendo esperar. Empujó con insistencia la puerta hasta que la asistenta la abrió.

Dentro, hacía mucho frío. No había ventanas, solo una fila de tubos fluorescentes en el techo. El suelo era de baldosas, y a un lado había algo parecido a un fregadero y una sencilla cocina. En el centro de la sala estaba Adam, dormido bajo unas limpias sábanas verdes en una cama metálica muy alta. Tenía la cabeza vuelta hacia ella y sobre la almohada pudo ver sus largos mechones de pelo negro brillante.

Sonrió aliviada y exclamó:

—¡Adam!

El golpe del accidente había sonado tan fuerte, que a Zoe le pareció bueno que Adam tuviese un aspecto tan relajado. Le preocupaba que su hermano menor pudiera estar herido, gritando de dolor, o simplemente chillando sin motivo, igual que su madre. Sobre la cocina, en un lado de la estancia, vio un par de guantes de goma rojos, y nada más. No comprendía por qué no había comida en aquella cocina, ni por qué su hermano estaba durmiendo allí. Igual se encontraba tan confundido como ella.

Adam se había echado la sábana verde por encima de la cara para poder dormir a oscuras. Se acercó a la cama y retiró la sábana, pero su hermano no se movió; seguía allí, profundamente dormido. Observó su palidez, pero era él, con un aspecto muy relajado. Zoe sonrió y lo besó en la mejilla, y entonces su sonrisa se torció, porque la piel de Adam estaba helada. Se apartó, lo miró y volvió a fijarse en lo blanco que estaba. Lo tocó.

Lo notó muy frío.

—Adam, ¡despierta!

El pequeño no abrió los ojos, así que lo sacudió por los hombros. No se movió, en contra de lo que debiera haber hecho. En vez de eso, todo su cuerpo osciló de un lado a otro. Al zarandearle el hombro, advirtió que también se movían sus pies, bajo las sábanas, en la otra punta de la cama.

—¿Adam? —susurró.

Un horrible temor la invadió, y soltó el hombro de Adam para hacer que ese temor no fuera cierto. Salió de aquella estancia y echó a correr por el pasillo. Era muy rápida, a pesar de que le dolían las piernas, y a la asistente social le costó lo suyo alcanzarla. Sintió que la cogían y la levantaban del suelo mientras luchaba por escapar.

Al cabo de un rato se cansó de forcejear y dejó que la llevaran a una salita con una mesilla, suelo de moqueta y sillas con el tapizado lleno de arañazos. Escuchó atentamente lo que le contó la mujer. Esta vez las palabras le llegaron con más claridad, pero como era imposible que fueran ciertas, Zoe se sumió en una especie de larga y terrible pesadilla que se prolongó por más de veinte años, de la cual trataba de despertarse una y otra vez. Atenas no la despertó, Beijing tampoco, y ahora despertaba por fin, a los treinta y dos años, arrodillada junto a esa cama, mirando el rostro de Sophie, pálido y totalmente inmóvil sobre otra almohada hospitalaria verde.

Los hombros de Zoe se estremecieron. Jack y Kate se arrodillaron a uno y otro lado de ella y le dijeron que todo iría bien.

Le trajeron una silla, y los tres pasaron toda la tarde sentados junto a la cama de la pequeña. Poco a poco, mientras observaba el leve subir y bajar del pecho de la niña, Zoe sintió que el dolor de la derrota remitía. Apreció el modo natural e instintivo con que Kate atendía a Sophie —ahora bajándole un poco la sábana si parecía que tenía calor; ahora ajustándole la tira de la mascarilla de oxígeno cuando se le ladeaba—. Se fue acordando de algo que había olvidado a raíz de la amargura que siguió a la victoria de Kate: que el trabajo que esta había estado haciendo no era algo que ella pudiera hacer. No solo es que fuese duro, es que siempre iba una rueda por delante de lo imposible. Cuidar de una niña muy enferma eran los Juegos Olímpicos de ser padre. Fue consciente de que de haber estado Sophie con ella y si hubiera tenido que cuidarla durante sus largos años de enfermedad, no habría sido capaz de hacerlo.

El dolor no desapareció al aceptar esta realidad, pero, aunque con lentitud, se hizo más fácil de retener en su interior. Cada instante se envolvía en pequeños consuelos, que se encargaban de suavizar sus afilados bordes. Sophie estaba viva, y eso era lo más importante. Y ella tenía a Tom, y también a Kate, así que no estaba sola por completo.

Estuvieron la tarde entera sentados en silencio en torno del lecho de Sophie, sin apartar los ojos de la cara de la pequeña, rogando los tres que se pusiera bien.

Por fin, cuando el sol rojizo se estaba poniendo entre las recortadas nubes grises al otro lado de la ventana del hospital, Sophie abrió los ojos.

Permaneció en silencio unos minutos, mirando a su alrededor mientras asimilaba la presencia de Kate, Jack y Zoe. La primera le acercó un vaso de agua y le quitó la mascarilla para ayudarle a beber, y Zoe se fijó en la tranquilidad que mostraban los ojos de Sophie al mirar al rostro de Kate con una sonrisa.

—¿Mamá? —dijo la pequeña con un susurro ronco—. ¿Por qué ha venido Zoe?

Esta sintió las miradas de Jack y Kate. Se inclinó sobre la cama y tomó la mano pequeña y caliente de la niña entre las suyas.

—Solo quería decirte… —comenzó, y luego vaciló, al notar la picazón de las lágrimas.

—¿Decirme qué?

—Algo que no te he dicho nunca, y que debería haberte contado hace muchos años.

—¿Qué es? —quiso saber Sophie, sorprendida.

Jack y Kate se removieron en sus sillas. Jack estuvo a punto de intervenir, pero Kate lo detuvo posando una mano en su brazo.

—Solo quería hablarte de los padres que tienes —prosiguió Zoe, y le apretó la mano con una sonrisa—. Eres una niña muy afortunada… Tienes un papá que se preocupa tanto por ti que no era capaz de sostenerse sobre la bici de tanto pensar en su hija, y eso, ni siquiera en la carrera más importante de su vida. No hay muchos hombres así en el mundo, te lo aseguro. Y tienes una mamá, Sophie… —Tragó saliva, y volvió a intentarlo—: tienes una mamá que te quiere tanto que estuvo dispuesta a renunciar a la cosa más importante en el mundo para ella, solo porque era lo mejor que podía hacer por ti.

Al concluir, parpadeó varias veces, para reprimir las lágrimas.

Sophie la miró sorprendida y le contestó:

—Sí, todo eso ya lo sé.

Cuando empezó el llanto, Zoe sintió que un brazo la rodeaba y descansó la cabeza sobre el hombro de Kate.

—Lo siento mucho. Es que estoy tan cansada…

—Chiiist —susurró Kate, en tanto le acariciaba el pelo—. No pasa nada. Estamos cansadas porque llevamos mucho tiempo corriendo.

Dos semanas más tarde
Pub The Townley, Albert Street, Bradford, Manchester

Tom regresó de la barra con un whisky doble para él y un agua con gas para Zoe. La muchacha estaba sentada en una mesa de un rincón, sobre un banco metido en un hueco en la pared, con la barbilla hundida entre las rodillas, y lo contemplaba.

—¿Qué pasa? —la interrogó—. ¿Acaso un viejo no puede tomarse una copa después de un día como este?

Zoe esbozó una ligera sonrisa que animó un poco al anciano entrenador. Estaba contento por el modo en que Zoe estaba capeando la situación. Aún no había salido el sol, pese a lo cual, en el sótano lucía una velita. Tom habría aceptado cualquier avance tras la oscuridad total de aquellas primeras horas después de la última carrera.

—Ya, pero ¿tiene que ser un whisky? —protestó ella, señalando la copa que llevaba en la mano.

—Si tuvieran algo más fuerte, lo pediría, fíjate lo que te digo.

Zoe esbozó otra sonrisa.

Tom llevaba dos semanas sin dejarla a solas. Durante el día, la mantenía ocupada con tareas sencillas, como liquidar sus contratos con los patrocinadores y la mudanza de su apartamento. Por la noche, en su pequeño piso, echaba un vistazo a su cuarto cada media hora, pues dormía a intervalos de veinte minutos, interrumpidos por los pitidos de la alarma de su reloj de muñeca. A su edad, que la vida le perdonara a uno era más importante que el sueño.

Aquella mañana, había alquilado un coche blanco diminuto, con las pegatinas de la compañía de alquiler en las puertas y algo que podría pasar por un motor. La llevó en dirección sur hasta la deteriorada iglesia de Hampshire con el cementerio cubierto de maleza, donde nunca había estado. Les costó media hora encontrar la tumba de su hermano Adam. De mármol bruñido y laqueado, tenía la forma de un osito de peluche. Sus líneas características fueron talladas en piedra con una precisión no humana, por medio de una rebajadora controlada por ordenador y programada por algún fabricante que a buen seguro estaría especializado en ese tipo de lápidas y las produciría en pequeñas series de diez o doce unidades con una frecuencia determinada por algoritmos estadísticos, a fin de que resultara proporcional a la frecuencia con que se producían fallecimientos infantiles en el ámbito geográfico de su distribuidor. Más adelante, seguramente en un momento ulterior en la cadena de distribución, las líneas que formaban los ojos y la sonrisa del osito habrían sido decoradas con una pintura patentada de color dorado y resistente al agua, que tenía la propiedad de adherirse a la piedra metamórfica si se aplicaba de la manera adecuada, y de permanecer allí prácticamente para siempre.

Tom odió la lápida nada más verla. Le resultó casi insoportable la sensación de descontento con un mundo capaz de fabricar un engendro como aquel y de obligar a mirarlo a la muchacha que tanto le preocupaba. Descargó su furia en las largas zarzas y yerbajos que cubrían la tumba, arrancándolos con tal violencia que sus manos terminaron llenas de cortes y sangrando. Cuando finalmente quedó al descubierto, la lápida llamaba la atención, intacta y erguida, en ese campo lleno de viejas cruces desgastadas y ladeadas.

Zoe no pronunció ni una sola palabra; solo contempló en silencio el espantoso monumento infantil, que formaba una fila eterna junto a las lápidas menos llamativas de los fallecidos a edades más tardías. Luego, se arrodilló, sacó su primera medalla olímpica —la de velocidad de Atenas, con su cinta azul descolorida— y la colgó alrededor del cuello del osito. Del bolsillo de la chaqueta, extrajo el abollado botellín de aluminio que en tiempos compartió con su hermano. Lo depositó con todo cuidado en la tumba y apiló trocitos de mármol blanco para que se sostuviera en pie sobre la inclinada base. «Has ganado, Adam —susurró—. Seguro que tienes sed.»

De regreso al coche, se tuvieron que apoyar el uno en el otro para ayudarse. Las rodillas de Tom estaban destrozadas, los tobillos de Zoe eran poco fiables, y los corazones de ambos se encontraban en ese estado en que, de tratarse de otro músculo, el que fuese, cualquier entrenador le habría recomendado mantenerlo en reposo lo que restaba de temporada.

Permanecieron unos minutos en silencio en el coche antes de que Tom arrancara el motor.

—Tendría que haber venido aquí hace veinte años —susurró Zoe al cabo—. Debería haberme enfrentado a todo esto en mi cabeza. Eso habría hecho de mí una persona normal, ¿verdad?

Tom reflexionó durante unos instantes sobre aquello, y luego suspiró y dijo:

—Mejor será que no empecemos con lo que tendríamos que haber hecho.

—¿Siempre es así cuando uno se retira del deporte? —preguntó ella con los ojos fijos en el camposanto.

—¿Así cómo?

—No sé. Es como morirse. O como nacer.

Sopesó las frases y tamborileó con los dedos sobre el volante.

—No —negó finalmente—. A ver, cuando se retiraron los demás ciclistas con los que he trabajado, tenían más o menos pensado lo que querían hacer después. Quizá por eso no ganaron tanto como tú. Tú nunca pensaste en lo que vendría después, ¿me equivoco? Eso te daba una ventaja tremenda en la pista.

—Y eso, Tom, ¿era injusto para los demás, o era injusto para mí?

—Dime, bonita —contestó con una sonrisa—, ¿qué es justo en este mundo?

Zoe se rio, y durante todo el trayecto de regreso al norte guardaron un plácido silencio. Llegaron a Manchester y devolvieron el coche por la tarde. Fueron al apartamento de Zoe en el piso cuarenta y seis y metieron sus últimas cosas en una bolsa de deportes del equipo olímpico británico mientras la luna se asomaba sobre la ciudad tras los ventanales. Luego, introdujeron el llavín Yale en un sobre blanco que depositaron en el buzón de los agentes que se encargarían de la venta.

Se quedaron en la acera, sin saber qué decirse.

—Me apetece una copa.

Ella se encogió de hombros.

—Bien, supongo que no me importa acompañarte a ver cómo te la bebes.

Ahora, Tom se encontraba sentado frente a ella y dejó las bebidas de ambos sobre los posavasos. El pub estaba casi vacío. Las alfombras rojas parecían haber sido pensadas para camuflar cuanto se pudiera derramar sobre ellas en el futuro, y olían a todo lo que se hubiera vertido encima en el pasado. Nadie echaba dinero en la máquina de discos, así que la propia máquina elegía las canciones. En ese momento sonaba
God only knows
de los Beach Boys.

—¿Cómo te sientes?

—Bien.

—¿Qué tal se está aquí abajo, donde vivimos los mortales?

Le mostró el dedo corazón rígido.

Un camarero con cara infantil hizo sonar una campana de latón que colgaba del tejadillo de la barra, para indicar que el tiempo había alcanzado un punto divisorio.

—¡Última ronda! —avisó.

—¿Seguro que no quieres algo más fuerte, Zoe? —preguntó Tom, mirando con mala cara su reloj.

La joven negó con la cabeza.

Él le tocó el brazo por encima de la mesa.

—¿Quieres que vayamos a ver a Kate y Sophie mañana? —preguntó.

—Dentro de poco, pero todavía no. Necesito cierto tiempo para asimilar todo esto.

—¿Te arrepientes de no habérselo contado a Sophie? —le preguntó con tacto.

Zoe se sorbió la nariz y meneó la cabeza.

—No, en realidad me alegro. Kate es su madre. Ha pasado un verdadero infierno por Sophie y yo… yo solo pasé de todo.

—Hiciste lo que pudiste —dijo Tom acariciándole el brazo—. Era todo lo que podías hacer. No me caerías tan bien si eso no fuera verdad.

—Pero la quiero, Tom. Es posible querer a un niño aunque no puedas ser su madre, ¿verdad?

—Eso creo —respondió sonriente.

Los ojos de Zoe permanecían fijos, con su color verde apagado y sin brillo. Le quedaba un largo camino por recorrer. Pronto, quizá en una semana o así, empezaría a captar las indirectas que Tom iba lanzando. Todavía no se mostraba receptiva a la idea de que pudiera haber algo grande que hacer con su vida. Hablaba sobre contratos para trabajar como modelo, o acerca de hacerse comentarista deportiva, o sobre una docena de vidas que Tom sabía que no la harían feliz. Aun así, él no pensaba renunciar. Era cuestión de paciencia, conseguir que un cometa redujera su velocidad a la de la vida.

Other books

Smoke by Toye Lawson Brown
Lucky Break by Deborah Coonts
The Savage City by T. J. English
Dastardly Deeds by Evans, Ilsa
Haven's Blight by James Axler
Isabella's Heiress by N.P. Griffiths
Island 731 by Jeremy Robinson
Keeping Kennedy by Debra Webb
Ruthless by Shelia M. Goss
Where Rivers Part by Kellie Coates Gilbert