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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (23 page)

BOOK: A punta de espada
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Horn sacó el anillo del dedo él mismo, puesto que las cadenas no permitían que el muchacho juntara las manos. Horn no era estúpido. El joven no había querido entregarlo: el rubí debía de significar algo para De Vier.

—Redactaré la nota yo mismo —dijo—, y se la enviaré con el anillo a De Vier a la taberna de siempre. En cuanto esté hecho el trabajo, daremos el asunto por zanjado.

—¿No preferirías —inquirió Alec—enviar uno de tus anillos como gesto de formalidad?

Horn contempló con lástima el cuerpo desmañado.

—Soy un caballero —explicó—. Sabe que puede fiarse de mi palabra.

***

Dejaron partir al mensajero, y De Vier se puso furioso.

Rosalie comprendió que, pese a todas las disputas zanjadas bajo su techo, era la primera vez que lo veía enfadado. No levantó la voz, ni tampoco sus gestos parecían inusitadamente bruscos. Quienes no lo conocieran bien podrían pasar por alto incluso la palidez de su rostro, o el silencio que flotaba a su alrededor como las pausas entre truenos. Pero el agradable timbre de su voz había desaparecido; su discurso era monótono, carente de inflexiones:

—Dije cualquiera. Cualquiera que viniese preguntando por mí.

—Sólo era un mensajero —repitió Sam Bonner, con su voz más dulce. Sonaba más conciliador a cada repetición; pero era el único de los presentes con las agallas empapadas de vino necesarias para abrir la boca. Con alguien como De Vier no había forma de saber cuándo decidiría poner fin a todas las explicaciones. No obstante, el espadachín permanecía callado y tranquilo... para quien le gustara ese tipo de tranquilidad. Rodge y Willie Dedosligeros se miraron. El pequeño ladrón dio un paso adelante. Levantó la cara hacia De Vier con una seria gravedad cubriéndole los rasgos infantiles, y lo intentó de nuevo.

—Lo detuvimos, verás. Estaba intentando dejar el paquete encima de la mesa y salir corriendo, pero aquí Rodge lo detuvo. Pero no sabía nada, ves, nada de nada... Estaba asustado como un conejo, y jugueteaba con su acero; así que le quitamos la bolsa y dejamos que se fuera. Dentro
no
había gran cosa.

—Puedes apostar a que preguntamos primero —aseveró Sam—; ya sabes que lo haríamos.

—Sam... —advirtió Rodge.

—Pero no sabía nada. Recibió ese paquete de tercera mano; tercera mano, y no sabía nada.

Observaron ansiosamente cómo rompía De Vier el sello de cera. Tiró el papel al suelo. En su mano había un anillo de rubí. Se lo quedó mirando, y también ellos. Valía una fortuna. Pero eso no pareció levantarle el ánimo. Alguien le colocó una jarra de cerveza en la mano libre; la cogió pero no le prestó más atención.

—Hay algo escrito en ese papel.

Era Ginnie Vandall, que había salido a buscarlo en otra dirección.

—Sé leer —dijo ella con voz ronca.

Richard agarró el papel, la cogió del codo y la sacó al patio vacío.

Ginnie escudriñó la nota a la luz de la mañana. Por suerte estaba llena de palabras cortas. Leyó, despacio y con atención:

Hazme el Trabajo enseguida y volverá
contigo de inmediato sano y salvo.

No estaba firmada.

El sello del exterior había estado en blanco; dentro, bellamente estampado en cera escarlata, estaba el escudo que Richard había visto en las otras notas, las que habían hecho reír a Alec.

—Ah —dijo Ginnie—. Eso no está tan bien. —Tendría que negarse. Ella lo sabía. Ningún espadachín podía permitirse el lujo de dejar que lo chan—lajearan. Había perdido a su Alec... tampoco es que no fuera a irle mejor a la larga sin el desagradable erudito. Él mismo se daría cuenta dentro de unos días, cuando las aguas volvieran a su cauce. No preguntó a quién pertenecía el escudo. Alguien poderoso, que quería al mejor espadachín de la ciudad a cualquier precio—. Lo mejor será que dejes correr un par de días sin hacer nada. Le diré a Willie que deje en casa de Marie cualquier noticia para ti. Si tienes alguna cita Hugo puede...

Richard la miró como si ella no estuviera allí.

—¿De qué estás hablando? —Sus ojos tenían el color apagado de jacintos ahogados.

—A su señoría no le gustará —explicó Ginnie—. No te conviene quedarte en la ciudad.

—¿Por qué no? Voy a aceptar el encargo.

Le pasó la jarra llena y se alejó. Se volvió en el umbral, acordándose de decir:

—Gracias, Ginnie —antes de marcharse.

Por un momento ella se quedó mirando en su dirección; después giró sobre los talones y regresó lentamente a la taberna.

***

Era cierto; no podía permitirse el lujo de que lo chantajearan. Pero tampoco podía permitir que le arrebataran a alguien que estaba bajo su protección. Y ése era el problema más inmediato, sobre el que se volcó Richard de Vier.

No tenía nada en contra de lord Michael Godwin, y lo que sabía de lord Horn no le gustaba: el hombre era estúpido, carente de gracia e impaciente. Lo que significaba que había pocas posibilidades de que Richard encontrara a Alec antes de que Horn decidiese que no iba a cumplir.

Lamentablemente, no podía contar con que Horn fuera tan estúpido como para tener a Alec en su casa de la ciudad. Lástima: a Richard se le daba bien colarse en las casas. Se desenrolló ante él un conjunto de planes como mapas cristalinos; pero todos requerían tiempo, y en la nota decía «enseguida». En la Colina no había nadie que le debiera favores: Richard se cuidaba de estar libre de deudas en ambos sentidos. Había gente allí arriba que le ayudaría, si se lo pedía, por ser quien era; pero bastaba con que casi toda la Ribera supiera ya de la desaparición de Alec... no quería que la ciudad entera hablara de ello.

Arrugó la nota en su puño. Tenía que acordarse de quemarla. Esa noche retaría a Godwin, se ocuparía de él y esperaría que la duquesa o alguien quisieran a De Vier lo suficiente para protegerlo de los abogados de la familia Godwin, si hiciera falta. No tenía fe en la protección de Horn. Ocurriera lo que ocurriese después de aquello, De Vier tendría que apañárselas solo.

Capítulo 16

Salió de la Ribera mucho antes de que se pusiera el sol, vestido con su cómoda ropa marrón. Sabía que la mayoría de los nobles estaban en casa a esa hora, arreglándose para sus actividades nocturnas.

Había pocos peatones en la Colina; se cruzó tan sólo con algunos criados haciendo recados de última hora. Las carretas de los repartidores de carne y hortalizas se habían marchado con sus últimos remanentes hacía horas, dejando a los cocineros a su suerte; los carruajes de visita se bruñían en los patios. Las verjas y los muros de las haciendas orientadas al río proyectaban largas sombras púrpuras sobre las amplias calles. En las sombras, el frío de la noche ya se había instalado. Agradecía su capa larga, elegida para ocultar la espada que portaba. Debido a la humedad de la primavera, el barro rojizo de la calle todavía no se había convertido en polvo. En los cuadrados de luz entre las casas relucía dorado, esbozado por las sombras en dibujos geométricos, arbitrarios y hermosos.

La casa de los Godwin no era grande, pero estaba apartada de la calle, con una puerta convenientemente comisada. Si el lord salía en su carruaje o a caballo,, sin duda pasaría por ella. Richard se apostó en una sombra contra la pared, y esperó.

La espera le dio tiempo, por desgracia, para pensar en Alec y lord Horn. Dudaba que el erudito estuviera mordiéndose la lengua, y esperaba, pese a la vehemencia de la nota, que Alec no estuviera demasiado lastimado. Estos nobles no eran como los ribereños: estaban acostumbrados a actuar a su antojo, no entendían las señales que desaconsejaban cualquier acción por peligrosa, ni atendían al instinto que les decía que lo dejaran correr por ahora. Eso era lo primero que había salvado a Alec cuando llegó solo a la Ribera. La gente había intuido que había algo raro en él y no le había exigido que reparase sus ofensas. Pero lord Horn no pensaría de la misma manera. Y Richard ya sabía lo que pensaba Alec de Horn. El recuerdo le hizo sonreír.

De Vier se encogió de hombros y se estremeció con el frío que se había instalado en los pliegues de su capa. Ahora no podía hacer nada al respecto: tan sólo aguardar y esperar que lord Michael no tuviera demasiadas visitas. Por lo que sabía, no contaba con guardaespaldas personales; si Richard lanzaba el reto formal a lord Michael en la calle, no le quedaría más remedio que enfrentarse a De Vier allí y entonces. Pero estaba tardando mucho en salir. Richard miró al cielo. Le daría de tiempo hasta el ocaso antes de llamar a la puerta reclamando la presencia del noble. Eso era un riesgo, porque Godwin podría tener algún criado dentro que aceptara el desafío por él, que luchara en su nombre, y a lord Michael le daría tiempo de abandonar la ciudad antes de que Horn pudiera encontrar otro retador. Era un absurdo puñado de reglas, pero hacían que la muerte por duelo con un profesional no pareciera tanto un asesinato. Todo era correcto dentro de los límites del desafío formal; pero Richard dudaba de que Horn se sintiera satisfecho, y necesitaba tenerlo contento.

Había retado a otros jóvenes lores en su día, y no le ilusionaba repetir la experiencia. A menudo se preocupaban por pequeñeces como su ropa, quitándose los abrigos y doblándolos como si fueran a volver a ponérselos. Incluso a aquéllos con la suficiente presencia como para asumir una pose adecuada les temblaban las manos al sujetar la espada. El único reto de este tipo con el que había disfrutado había sido uno en el que la dama que lo empleó le pidió que se limitara a marcar a su adversario con una cicatriz característica.

Oyó pasos de improviso y levantó la cabeza. Al otro lado de la puerta se abrió un pequeño postigo, y salió un hombre. Cuando se giró para cerrar la puerta Richard reconoció en él al noble pelirrojo que había corrido tras él aquel día de invierno frente a la librería, el que le había enseñado a Alec en el teatro. Lord Michael portaba una espada. Empezó a caminar por la calle, sin mirar a su espalda, silbando.

Podría alcanzarlo fácilmente. El espacio en la calle era bueno, la luz no flaqueaba todavía. Y, maravilla de maravillas, era una espada excelente por lo que podía ver Richard: no el tipo de juguete que solían pasear los nobles. Se aprestó a moverse, y se detuvo. ¿Qué hacía este noble paseándose por ahí tan tranquilo, a pie y sin criados, con una auténtica espada de duelista encima? Quería averiguarlo; y tampoco le apetecía realmente la idea de destripar a ese hombre delante de todos sus vecinos. Richard decidió que no le haría ningún daño seguir a lord Michael hasta su destino y saciar su curiosidad. Sin precipitarse, se apartó de las sombras y comenzó a bajar la Colina en pos de su guía.

***

—Llegas tarde —observó Vincent Applethorpe, levantando la vista de la espada que estaba bruñendo con una sola mano, con la empuñadura sujeta entre las rodillas.

—Lo siento —jadeó Michael, que había subido corriendo las escaleras. Sabía que estaba siendo acusado, siquiera veladamente; y había aprendido a no intentar defenderse con baladronadas. Se limitó a explicar—: Tenía invitados, y se resistían a marcharse.

Applethorpe sonrió despacio, secretamente, para la hoja pulida.

—Descubrirás que eso pronto dejará de ser un problema. Dentro de un año o así, cuando hayas ganado tu primer duelo. Entonces la gente se volverá ansiosa por captar la más sutil de tus indirectas.

Michael sonrió a su vez, más ampliamente de lo que se proponía, al pensar en lord Bertram y lord Thomas dando un respingo, soltando sus tazas de chocolate y huyendo discretamente al verle bostezar. Le costaba imaginarse matando a alguien de verdad; y si lo hacía algún día sinceramente esperaba que la noticia no llegara a oídos de ninguna de sus amistades.

Michael se quedó sólo con la camisa y empezó a entrar en calor.

—La Tragedia está en la ciudad —comentó el maestro—. ¿Lo sabías?

—Yo... Está en el teatro de Blackwell —respondió Michael, sin comprometerse.

—No es buena idea ir a verla —dijo el maestro, volviendo a dejar la espada en el bastidor. No necesitaba realmente un pulido, pero le gustaba estar en contacto con sus armas, lo mismo que no le gustaba quedarse sentado de brazos cruzados esperando a que llegara Godwin. Ahora podía deambular, observando al joven desde todos los ángulos, atento al menor defecto—. Conviene que evites ese tipo de cosas.

—¿Es cierto lo de la maldición?

—No lo sé. Pero nunca le ha hecho ningún bien a nadie.

Eso le satisfizo: práctico, como todos los consejos de Applethorpe.

—¿Listo?

Michael cogió la espada de entrenamiento que le lanzó el maestro; posiblemente sólo una costumbre teatral de maese Applethorpe, pero también bueno para su ojo. Significaba que el maestro sería quien diera las órdenes, y su alumno debía seguir las rápidas indicaciones con precisión. Esperaba que esa noche Applethorpe volviera a batirse con él. Estaba mejorando, aprendiendo a integrar los movimientos y defensas que le habían enseñado. Era emocionante... pero ya no algo impensable, que escapaba a sus habilidades. Estaba aprendiendo a pensar y actuar al mismo tiempo.

—¡En guardia! —espetó el maestro, y lord Michael se aprestó a asumir la primera postura defensiva, tenso ya a la espera de la rápida orden siguiente. Aguardó un latido, dos, pero no escuchó nada.

—Qué extraño —dijo el maestro—; alguien está subiendo las escaleras.

***

Richard no lograba imaginar qué había traído al noble a un establo de alquiler corriente, cuando tenía todos los caballos que quisiera en casa. Lo vio entrar por una puerta lateral y oyó los rápidos pasos sobre escalones de madera. Tras unos minutos prudenciales, lo siguió.

Lo asimiló todo de un solo vistazo: el espacio despejado, las dianas, y los dos hombres, uno sin un brazo, el otro aún en guardia, ambos mirándolo fijamente, sorprendidos.

—Perdonad la interrupción —dijo—. Me llamo Richard de Vier. Traigo un desafio para lord Michael Godwin, duelo más allá de la primera sangre, hasta que se produzca un desenlace.

—Michael —dijo tranquilamente Vincent Applethorpe—, enciende las velas; pronto dejará de haber claridad suficiente.

Michael devolvió su espada al bastidor con cuidado. Podía escuchar el sonido de su respiración en los oídos, pero intentó que sonara como la voz de Applethorpe, firme y serena. Le sorprendió lo bien que podía controlar sus músculos, pese al torrente de su sangre: la yesca prendió al primer intento. Recorrió la sala, encendiendo las gruesas velas goteantes, sus llamas pálidas e indefinidas a la luz crepuscular, casi transparentes. Éste era De Vier, el desconocido que había comprado el libro de filosofía en la tienda de Felman aquel día de invierno. Recordaba que le había gustado mucho; y su amigo Thomas, en el teatro, había delatado un interés definido.
Te está mirando...
¡Dios, pensó Michael, claro que estaba mirándolo! Deseó haber tenido la oportunidad de ver pelear a De Vier, tan sólo una vez. A veces se producían accidentes, y golpes de suerte.

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