Authors: Ellen Kushner
—No, no lo vi. —Que lo creyeran o no, como prefirieran. Lo cierto era que no había ido. No veía la necesidad de dejar que Karleigh se sintiera importante y había tenido prisa por regresar y zanjar sus asuntos con De Vier. Le diría a lord Halliday que Karleigh le había parecido dócil. Poco importaba ahora lo que le contara a Halliday—. Karleigh es agua pasada —dijo lord Ferris a sus pares—; locura de pleno invierno. Nadie con dos dedos de frente querrá desbancar a Creciente el mes que viene.
—Pero la norma...
—Convocaremos una reunión de emergencia y votaremos. Siempre hay alguna emergencia en alguna parte. —Risas apreciativas en referencia a los tejedores.
—Oh —dijo secamente el viejo Tielman—. De modo que ése es el plan, ¿no? ¿Una emergencia inesperada que nunca termina de solucionarse?
La temperatura cayó inesperadamente alrededor del pequeño grupo. Tielman era de la generación de Karleigh; se había criado, quizá, con las mismas historias de reyes malvados y los derechos soberanos de la nobleza. Ferris sintió que la atención caía sobre él, como un rayo de calor. Por lodo el césped se volvían las cabezas hacia el corro de hombres, aunque nadie supiera exactamente qué era lo que buscaba. Ferris no sentía el menor deseo de enzarzarse en un duelo para defender a Halliday; al mismo tiempo, no les vendría mal a los partidarios de Creciente verlo como una fuerza benévola.
—Milord —clavó su ojo bueno en el anciano—. Vuestras palabras no honran a nadie.
El Canciller del Dragón tenía peso y poder. Tenía presencia. Tielman retrocedió.
—Confío —dijo con dignidad—que milord no se sienta ofendido. Pero lo que estamos discutiendo no es cosa de risa.
—¡En tal caso deberá serlo! —intervino una voz de mujer. Era la duquesa, que, tan atenta como siempre al estado de ánimo de su compañía, se había acercado a los confines del círculo. Tomó ahora el brazo de Ferris. El viento hizo ondear las cintas verdes y plateadas que colgaban de su sombrero y su vestido—. Huelo a discusión política: ¡prohibido hacer bromas! Pero en mi fiesta vamos a divertirnos, y a contar chistes con los que pueda reírse todo el mundo. Con el día tan estupendo que hace, prestado del verano. No sé por qué vosotros, caballeros, habéis de estar siempre pendientes de una oportunidad para reñir. —Su voz disipó las últimas trazas de la tensión evanescente—. Y si tenéis que reñir, que sea por mujeres, o por cualquier otra cosa que merezca la pena...
Hablando todavía, cruzó la hierba con Ferris. Quienes estaban más cerca vieron cómo apoyaba la cabeza en él y captaron retazos de su reprimenda:
—De verdad, milord, sois igual que todos los demás...
Sin bajar la voz, dijo:
—Ven, siéntate donde yo pueda verte y tú no puedas meterte en ningún lío, y háblame de tu viaje. Supongo que no conseguirías comprar algo de lana a un precio razonable...
Ferris se dejó conducir hasta un amplio asiento a la sombra de un tilo. Con el despliegue de las faldas y volantes de la duquesa apenas sí le quedaba sitio para sentarse a su lado; pero echó hacia atrás con gesto experto la caída de sus mangas y se colocó al filo del asiento.
Era, lamentablemente, un blanco inmóvil para lord Horn. Abandonar a su anfitriona sería una grosería; así que cuando el rubio noble se les acercó paseando Ferris decidió deshacerse de él con la ayuda de Diane.
Para su desolación, la duquesa no mostraba inclinación alguna a asistirlo en esta evasión.
—¡Asper! Qué aspecto más espléndido. Deberías vestirte siempre de azul, es tu color; ¿no opinas lo mismo, Tony?
—Sin lugar a dudas. —Empezaba a dolerle la cabeza de nuevo—. Aunque siempre he pensado
que
el verde le presta cierto... aire travieso.
—¿Sí? —se pavoneó Horn—. ¿Y es la travesura algo a cultivar, milord?
Oh, Dios, gimió Ferris para sus adentros. Desesperado, dejó que su mirada se fijara en el juego de flamenco.
—¡Señora duquesa! No tenéis campeón. Permitid que defienda vuestra causa.
Diane hizo un mohín con socarronería.
—¿Flamenco, milord? ¿No es un poco aburrido para vos?
Ferris se encogió de hombros.
—Es el juego elegido. Además, mi técnica es venenosa. La aprendí de mis hermanas. Hasta con un solo ojo, apuesto a que puedo llevar vuestra bola hasta la estaca antes que esos ratones de campo.
—Qué poco galante... para los ratones de campo. Me siento halagada, naturalmente. Pero me temo que no puedes coger mi bola, Tony, está agrietada. Tendrás que representar a otra.
—Dejemos a parte el flamenco —dijo afablemente Horn—; ven a dar un paseo conmigo, querido.
—¡Oh, sí, Tony! Puedes enseñarle a Asper el jardín de las estatuas... Me parece que no ha visto mi contribución a la colección de mi difunto señor duque, aunque sé que vio los originales cuando vivía mi querido Charles. No puedo abandonar ahora a todo el mundo, claro, así que tendrás que ir tú solo. Espero que no te importe...
Derrotado e iracundo, Ferris hizo una reverencia.
—Será el mayor de los placeres para mí.
Lord Ferris mantuvo un silencio glacial mientras cruzaba los céspedes con el otro noble en dirección al jardín de las estatuas.
—Qué mujer más maravillosa —dijo Horn, complaciente ahora que había cumplido su deseo. Lord Ferris no respondió, y los dos hombres entraron en el sendero de grava bordeado de setos vivos. Los arbustos comenzaban a echar hojas, creando una pantalla verde y gris entre ellos y la fiesta al otro lado del jardín.
La primera de las esculturas asomó un dedo del pie a su línea de visión. Pertenecía a una ninfa, que bañaba inocentemente su pie en un presunto arroyo que discurría aproximadamente al nivel de sus narices. En el pedestal que había tras ella acechaba un sátiro sonriente, dispuesto a saltar, privado de su deseo por una eternidad de mármol.
Pasaron junto a ella sin hacer comentarios. Los ligeros zapatos de satén de Horn crujían rítmicamente sobre el camino de grava, adentrándose en el laberinto. El olor a savia y tierra mojada traspasaba las barreras de sus perfumes. Horn se detuvo bajo la siguiente estatua. Era una pieza clásica que representaba a un dios ya extinto en su avatar como carnero que engendraba un futuro héroe en una sacerdotisa virgen que, según este escultor en particular, se mostraba extasiada ante su buena suerte. Horn la observó vagamente un momento, cogió su bastón de marfil tallado y empezó a tantear la juntura crucial con gesto ausente, con el ritmo nervioso de quien tamborilea con las uñas.
—No funcionó —dijo, al cabo.
—Evidentemente —respondió Ferris, sin molestarse en disimular su aburrimiento.
—Ese pequeño bastardo de Godwin ha huido a alguna parte. Sabe Dios qué le diría antes a De Vier. ¡Seré un hazmerreír!
—Harías bien en preguntárselo al espadachín. Podrías pagarle un extra.
Horn soltó una maldición.
—¿Cómo diablos voy a preguntarle nada? Bastante tuve con obligarle a hacer su trabajo.
—Bueno, todavía tienes a su amigo, ¿no? Envíale...
Los ojos claros de Horn sobresalieron aún más.
—¡Pues claro que no! ¡Lo solté! Ése era el trato. No podía faltar a mi palabra. Además, era un maldito incordio.
Ferris bajó las manos y emprendió la marcha.
Cuando Horn le dio alcance se detuvo.
—Comprenderás —dijo—que ahora De Vier va a intentar matarte.
Horn levantó la barbilla, un gesto arrogante y en cierto modo atractivo, remanente de sus días de belleza.
—No se atreverá. No por su cuenta. No sin un contrato.
—De Vier no trabaja bajo contrato. Ya deberías saberlo.
—¡Pero solté al otro!
—Bueno, captúralo otra vez.
—No puedo. Los hombres que usé... están muertos. Hace dos días. Me lo ha dicho mi agente esta mañana.
Ferris se rió. Como el de un ave, su único ojo destelló fijándose en Horn.
—¿Te imaginas quién ha podido matarlos? Pobre De Vier, tan listo; seguro que esperaba que a estas alturas ya lo hubieras descubierto. No te conoce; o eso, o su fe en la humanidad es considerable.
El semblante de lord Horn había adoptado el color del queso. Evidenció de pronto su edad, arrugada y consumida.
—Esa mujer... Katherine... ¡dile que lo disuada!
—No quiero que molestes a Katherine; ya has pasado demasiado tiempo con ella.
—No puedo dejar la ciudad... Hablarían...
—Quédate, entonces, y protégete.
—No se atreverá —siseó Horn—. ¡Si me toca, lo ahorcarán!
—Sí, si lo atrapan —dijo Ferris, y añadió razonablemente—: Está loco, Asper; todos los grandes espadachines lo están. Es un trabajo endiablado. Pero tienen sus normas, igual que nosotros tenemos las nuestras. Si no hubieras decidido actuar al margen de ellas, ahora no tendrías estos problemas.
Se giró dispuesto a marcharse, ansioso por regresar a la fiesta; pero Horn le cogió la punta de la manga, y se vio obligado a detenerse so pena de desgarrar la tela.
—¡Tú! —escupió Horn—. ¡Canciller del Dragón! Menudo eres tú para hablarme de normas. ¿Quieres que les cuente a todos cómo alentaste esto?
Estabas enterado de todo gracias a esa chica tuya... La enviaste a reunirse conmigo, me dijo que no te importaría...
—Si por todos te refieres al Consejo... —Ferris intentó reprimir una ligera sonrisa—. Está bien, fui descuidado. —No lo había sido ni por asomo. Horn sólo sabía lo que a él le convenía. Pero sería contraproducente tener a Horn completamente en su contra, por si acaso salía de ésta con vida. Empezó a jugar con él, como un gato con el ratón—. Pero Asper, te ruego que recapacites. Denunciarme ante ellos implicaría exponer tu participación. No serviría de nada echar a perder mi carrera a costa de tu reputación.
La expresión de Horn era aún beligerante, aunque ligeramente desconcertada. No había captado la ironía, pero empezaba a asimilar parte de la lógica.
—No es ningún crimen lanzar a un espadachín contra un cachorro...
—Pero querrán saber por qué —dijo amablemente Ferris—. Como tú has dicho, hablarán. Y sí que es un crimen secuestrar a alguien, aunque por supuesto cuando hayas explicado tus motivos...
Horn tragó saliva convulsivamente, con la cincha cuidadosamente disimulada de su garganta moviéndose contra la tela.
—No puedo...
—No, claro que no —lo apaciguó la voz del orador. Una inesperada y provocativa imagen de la duquesa acarició la mente de Ferris. Nunca había querido acostarse con un hombre, aunque mucha gente decía que la excitación y el sentido del dominio eran mayores. A Ferris le gustaban las mujeres, sobre todo las inteligentes. Con los hombres le gustaba el ejercicio de manipularlos, no sólo a los estúpidos como Horn, sino a los astutos como Halliday, sintiendo cómo bajaban por la pendiente con él en un trineo de su invención, trazando las curvas a la velocidad dictada por él... Era un placer tan denso y complejo como hacer el amor, con efectos mucho más duraderos y gratificantes—. Adelante —dijo amablemente al ahora humillado noble—. Aumenta tu guardia, contrata un par de espadachines...
Horn se pasó una mano por la cara.
—¿No creerás que va a interponer una queja contra mí...? —Sería humillante, pero más seguro.
—¿Y dejar que la gente sepa lo que le hiciste? No, no lo creo, Asper. Quiere hacerte sudar; por eso ha matado antes a tus hombres. Supongo que lo mejor que puedes hacer es mostrarte lo más despreocupado posible. Tal vez encontrar a alguien que lo desafíe primero. Es un tanto irregular, pero mejor que verte emboscado cualquier noche, ¿no te parece? —Llegaron a otra estatua, la del dios carnero gozando de la eterna gratitud de su armero—. Ah —dijo Ferris con un despiadado sentido del humor—; ésta es nueva. Es del mismo escultor que la ninfa; el duque la encargó justo antes de su fallecimiento, así que el artista naturalmente tardó años en terminarla...
Pero Horn apenas si le dedicó un vistazo. Retorciendo nerviosamente el bastón de marfil en su palma, parecía estar mirando alrededor del jardín en busca de una vía de escape; o quizá viera espadachines apostados en los arbustos.
Ferris lo dispensó, diciendo:
—Adelante. Indaga un poco. A lo mejor sólo intenta asustarte.
—Mató a De Maris...
—Y a Lynch. Será mejor que contrates a tres. Menos mal que te lo puedes permitir. ¡Buena suerte, querido!
Cuando Horn se hubo perdido por el sendero, Ferris maldijo y dio una patada a la base de la estatua. Se sintió estúpido de inmediato, pero mejor. ¿Estaría Diane al corriente de esto? De Vier estaba a punto de convertirse en alguien difícil de tratar. Si el espadachín iba a matar a Halliday, debía hacerlo antes de asesinar a Horn y convertirse en un hombre buscado. A su pesar, Ferris decidió que lo mejor sería abandonar la fiesta cuanto antes, volver a casa y poner las cosas en marcha.
—Tengo entendido —dijo Alec—que has estado ejecutando unos cuantos asesinatos.
Habían pasado dos días de su encuentro con el Deleite. Ni Richard ni él lo habían mencionado desde entonces. Hoy hacía una tarde de primavera inusitadamente cálida. En la Colina, la duquesa de Tremontaine celebraba una fiesta en su jardín.
—Unos cuantos —dijo Richard.
—Esos dos eran unos luchadores pésimos, hasta yo me di cuenta. Está en boca de todos.
—Debería estarlo.
—Eres un héroe. Los niños te pondrán ramos de flores en las manos a tu paso. Las ancianas se arrojarán llorando en tus brazos. No te quedes quieto; las palomas pensarán que eres una estatua conmemorativa y te cagarán encima.
—Ginnie cree que me estoy buscando problemas.
Alec se encogió de hombros.
—Es sólo que no quiere que te diviertas. No entiende el espíritu del combate. Cuando no quede nadie por matar en la Ribera, tendrás que expandirte.
Richard quería acariciarle los duros bordes de sus labios. Pero fuera de la cama no hacían eso. El espadachín dijo:
—Siempre habrá alguien a quien matar en la Ribera. A propósito: esta noche salgo, en cuanto oscurezca.
—¿Otra vez? ¿Vas a matar a alguien?
—Voy a la ciudad.
—No será a ver a Ferris... —inquirió Alec.
—No; todavía no he tenido noticias suyas. No te preocupes por eso. Ya me leerás la carta cuando llegue.
—¿Quién te leyó la última, la de nuestro amigo?
—Ginnie.
Alec siseó.
—Ahora podrás ir adonde quieras —dijo Richard—, nadie va a causarte problemas. ¿Dónde te encontraré esta noche?