A punta de espada (25 page)

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Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
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Estaba hundido en una silla sencilla ante el fuego; pero al oír el chasquido de la manilla de la puerta saltó como un gato. No era la puerta por la que él había entrado. Ésta era más pequeña y estaba cortada en la pared roja.

—Por favor, siéntate —dijo Diane—. ¿Te importa si te acompaño?

Sin decir nada, le indicó una silla. La duquesa se sirvió un cordial de cerezas de la colección de licoreras, y se sentó frente a él. Se había cambiado de ropa: como si quisiera demostrar que, en efecto, ésa era su casa, lucía un vaporoso vestido sencillo de suave seda azul. Sus rizos sueltos se derramaban sobre sus hombros como las crestas de las olas.

—Por favor, no te enfades mucho con Asper —dijo—. Lo irritaste enormemente la noche de mi pequeña fiesta. Es un hombre vanidoso, y orgulloso, y lascivo... No debería costarte mucho entenderlo.

Por un momento consiguió que la duquesa temiera por sus pertenencias personales. Pero sus dedos tan sólo dejaron una muesca en el jarro de peltre a su lado. Ella continuó:

—Deberías haber acudido a mí nada más sospechar que tramaba algo. —A Michael todavía le importaba lo suficiente su estima como para no querer confesar que no había sospechado nada. La duquesa exhaló un suspiro—. ¡Pobre Asper! No es demasiado sutil, ni demasiado listo. Andaba acosando a cierta jovencita de Tony... Por cierto, lord Michael, ¿mataste a De Vier?

—No. Él mató a mi maestro de esgrima.

—Entiendo.

—No soy el espadachín que pensáis, madame.

La duquesa esbozó una cautivadora sonrisa de complicidad.

—Vamos, ¿por qué dices eso?

—Jamás tendré ninguna oportunidad contra él —dijo amargamente Michael, mirando no a la bella mujer, sino a los restos del fuego—. Todo el mundo lo sabía. Applethorpe tan sólo me seguía la corriente. —Otro dolor, una astillita afilada que tenía clavada desde el desafío y que casi había olvidado con la carga del otro—. Sabía que yo jamás podría ser un espadachín.

—Una vez por generación surge un espadachín como De Vier. Tu maestro nunca te dijo que fueras tú. —Sumido en sus pensamientos, Michael no respondió. Pero la voz de la duquesa había perdido su ligereza—. Pero, para De Vier, no hay nada más. Es todo cuanto le pide a la vida, y seguramente todo cuanto recibirá de ella. No es eso lo que tú quieres; en absoluto. Es tan sólo que se aproxima más que la mayoría de las cosas.

Michael la miró, sin verla realmente. Se sentía como si le hubieran retirado la piel con un escalpelo.

—Lo que quiero...

—... yo puedo proporcionártelo —dijo Diane con voz queda.

—¡Perfecto... si he de ser Horn!

Oyó el estridente tañido del metal y comprendió que se había puesto de pie, y que había lanzado la jarra al otro lado del cuarto. La duquesa ni siquiera había pestañeado.

—Madame —dijo envaradamente—. Elegís inmiscuiros en mis asuntos. Espero que os haya resultado placentero. Creo que todos mis deseos dejaron de ser tema de conversación entre nosotros hace tiempo.

Diane se rió profundamente por lo bajo. Michael se sorprendió pensando en fresas con nata.

—Ahí lo tienes. Me pregunto si los hombres tenéis la menor idea de lo insultante que es para las mujeres cuando suponéis que lo único que podemos ofreceros es nuestro cuerpo.

—Lo siento. —Michael levantó la cabeza y la miró a los ojos—. Es tan insultante como pensar que eso es lo único que queremos.

—No te disculpes. Yo te hice pensarlo.

—Me hicisteis pensar muchas cosas este invierno.

—Sí —dijo la duquesa—. ¿Debo disculparme?

—No.

—Bien —dijo ella—. En tal caso seguiré haciéndote pensar. Sé lo que quieres. Quieres ser un hombre poderoso. Te concederé tu deseo.

El rostro de Michael se descongeló; consiguió esbozar su encantadora sonrisa.

—¿Tardaréis mucho?

—Sí. Pero no parecerá tanto.

—Quiero ser vuestro amante —dijo Michael.

—Sí —dijo la duquesa, y abrió la puerta de seda roja que daba a su cámara.

En el interior, Michael se detuvo.

—Lord Ferris —dijo.

—Ah, Ferris. —La voz de la duquesa era baja; su sonido le hizo estremecer—. En fin; Ferris debería haberme dicho que sabía que lord Horn planeaba asesinarte.

***

Se sentía flotar... como si en ningún momento tocara su cuerpo, sino que estuviera suspendido en algún espacio sin dirección cuyos mapas sólo ella poseía. Todo el orgullo, todo el temor lo habían abandonado. Aun el deseo de que no terminara jamás era devorado por el abrumador presente. Su cacareada sofisticación dio paso a algo distinto; y en ese espacio infinito se alzó y cayó al mismo tiempo en un fin del mundo de fuegos artificiales reflejados en un río insondable.

—Michael.

La yema de su dedo le tocó la oreja, pero lo único que hizo fue suspirar.

—Michael, ahora tendrás que abandonar la ciudad. Estarás fuera dos semanas, quizá tres. —Michael se giró y la besó en la boca, y sintió un rugido en sus oídos. Pero los labios de ella, si bien seguían siendo suaves, habían perdido su docilidad, y se apartó para dejar que hablara—. Me gustaría enviarte fuera del país. Hay algunas cosas que me gustaría que vieras. La gente de Chartil respeta a los hombres que saben manejar la espada, sobre todo a los nobles. ¿Irás?

Sus manos se resistían a abandonar su carne, pero respondió por encima de ellas:

—Iré.

—Tiene que ser ahora —dijo ella—. El barco zarpará dentro de tres horas con la marea del amanecer.

Eso supuso una conmoción para él, pero se dominó, acariciándole la piel por su exquisitez, por el recuerdo, sin acicatear el edulcorado anhelo que le impediría marcharse.

Sus ropas estaban preparadas en la habitación roja. Ella lo siguió hasta allí, dejando a su paso una estela de seda e instrucciones. Michael debería estar cansado, pero su cuerpo cosquilleaba. Era la misma sensación que tenía tras las lecciones... Como un mazazo, el recuerdo lo golpeó con fuerza. Agachado, sujetando la espada inservible, no dijo nada.

La duquesa estaba sentada, sonriendo, balanceando un pie níveo, viendo cómo se cubría las clavículas.

—Tengo una cosa para ti —dijo. Michael pensó en rosas, guantes y pañuelos—. Lo guardarás para mí, y nadie podrá quitártelo a menos que se lo ofrezcas. Tengo el convencimiento de que no se lo ofrecerás a nadie. Es un secreto. Mi secreto.

Completamente vestido, le besó formalmente la mano, como había hecho aquella primera tarde en casa de lady Halliday.

—Ah —dijo la duquesa—; así que tenía razón sobre ti; y tú tenías razón sobre mí. Verás, es cierto, Michael. Esos hombres que murieron, Lynch y De Maris, no estaban al servicio del duque de Karleigh. Yo contraté a Lynch... y De Maris se metió en medio. Tenía que darle una lección a Karleigh, decirle que hablaba en serio cuando él pensaba que bromeaba. Nunca me tomaba lo bastante en serio. Karleigh contrató a De Vier. Su hombre venció... pero Karleigh... Karleigh sabe que va a perder en este asunto, porque yo soy su rival. Si el duque es sabio, se quedará en el campo esta primavera.

Eso era todo cuanto pensaba decirle, dejando que dilucidara el resto por sí solo. No se sentía astuto ni triunfal, al fin y al cabo. Excitado, tal vez, y un poco asustado.

La duquesa alargó un brazo y le tocó la áspera mejilla.

—Adiós, Michael —dijo—. Si todo sale bien, regresarás pronto.

Había una puerta de servicio privada, esta vez, por la que abandonó la casa de Tremontaine; un frío paseo antes del alba, a casa para dar instrucciones y partir. Su espada volvía a colgar a su costado, una carga pesada, pero buena protección en la oscuridad.

Capítulo 18

Cuando se abrió la puerta Richard se quedó donde estaba, sentado en la silla de cara a la entrada. El gato había tolerado sus firmes caricias durante casi una hora; pero cuando se tensó su regazo bajó de un salto y corrió al encuentro del recién llegado.

—Hola, Richard —dijo Alec—. Menuda sorpresa: estás despierto, y ni siquiera es mediodía aún.

Tenía un aspecto horrible: la ropa arrugada, el rostro sin afeitar; los ojos inscritos en unos círculos oscuros de un tono verde particularmente malsano. Se quedó plantado en el centro de la habitación, rehusando sentarse, esforzándose por no tambalearse. La puerta se cerró a su espalda.

Richard dijo:

—Bueno, me acosté pronto. —Si Alec no quería que lo tocara, no iba a obligarlo. Le bastaba ver que Alec estaba en pie, y de una pieza. La cara de Alec estaba intacta, y su tono era tan ligero como siempre, aunque tenía la voz pastosa a causa del sueño.

—He oído que la pifiaste con el encargo de Horn.

—¿Dónde has oído eso?

—Me lo ha contado el pajarito en cuestión... Godwin no está muerto.

—Soy un espadachín, no un asesino. No me dijo que matara a Godwin, me dijo que lo desafiara. Eso hice. Otra persona aceptó el reto; la maté.

—Naturalmente.

—No entiendo a qué viene este escándalo; Horn debió de darse por satisfecho, o no te habría... ¡Alec! —Richard lo escudriñó más intensamente, intentando ver lo que ocultaba aquella fachada endeblemente compuesta—. ¿Te has escapado?

Pero Alec se limitó a sonreír con desdén.

—¿Escaparme? ¿Yo? No me podría escapar ni de un montón de heno. Ese tipo de cosas te las dejo a ti. No, me soltó cuando se enteró de que habías librado el duelo. En nombre del honor o algo así. Tú entiendes a estas personas mucho mejor que yo. Me parece —bostezó Alec—que no le caía bien. —Estiró los brazos por encima de la cabeza; en lo alto, las joyas proyectaban un arco iris sobre sus manos.

Richard contuvo el alíenlo con un sonido desgarrador.

—Oh. —Alec volvió a colocarse los puños en su sitio—. Me temo que he perdido uno de tus anillos. La rosa. Sus espadachines, por llamarlos de alguna manera, me lo quitaron. A lo mejor puedes enviarle una factura. ¡Dios, cómo apesta esta ropa! Hace tres días que no me cambio. Voy a hacer una pelota con estas prendas y se la tiraré a Marie por la ventana. Luego me iré a la cama. Intenté dormir en el carruaje, pero no tenía ballestas y cada vez que estaba a punto de quedarme dormido me parecía oler a algalia. Me he pasado casi todo el viaje con la cabeza fuera de la ventanilla. ¡Y luego me hicieron andar desde el puente! El puente más próximo, no el más alejado, por lo menos, pero aun así...

Todo el mundo en la Ribera sabía qué aspecto tenían las marcas de grilletes. Richard lo siguió hasta la cama, y más tarde intentó besárselas. Pero Alec apartó bruscamente las muñecas.

—¿Qué más te hizo? —preguntó broncamente Richard.

—¡Nada! ¿Qué más quieres?

—¿Te...?

—¡No me hizo nada, Richard, déjame en paz!

Pero esa noche, cuando Alec estaba borracho y excitado y más despreocupado, Richard volvió a besar las marcas y pensó en lord Horn.

***

Los asuntos del espadachín lo mantuvieron ocupado hasta tarde al día siguiente. Cuando regresó esperaba encontrar a Alec dormido: Alec había salido de la cama esa mañana al amanecer, pese a su reciente y terrible experiencia. Pero para su sorpresa ardía el fuego en la chimenea, y Alec estaba de rodillas frente a ella. Su pelo suelto, libre de trenzas y broches, le velaba el rostro como un misterio sacramental. Con su túnica negra y sus largos brazos parecía la imagen que podría tener un niño de un brujo, escudriñando los misterios del fuego. Pero estaba afanado con algo: con un sobresalto, Richard comprendió que Alec estaba arrancando las páginas de un libro, arrojándolas a las llamas cuidadosa y metódicamente. No levantó la cabeza cuando De Vier cerró la puerta, ni cuando avanzó unos cuantos pasos hacia el centro del cuarto.

Temiendo sobresaltarlo, Richard dijo:

—Alec. He vuelto.

—¿Sí? —dijo Alec con voz ausente. La página que sostenía estalló en llamas; tenía los ojos clavados en la conflagración. La iluminación le aplanaba el rostro como la máscara de un ídolo, sus ojos eran dos rendijas oscuras—. ¿Has tenido un buen día?

—Ha estado bien. ¿Qué estás quemando?

Alec dio la vuelta al lomo del libro, como si necesitara acordarse del título.


Sobre las causas de la naturaleza
—dijo—. Ya no me hace falta.

Había sido su regalo; pero Richard no hacía regalos para aferrarse a ellos. Se desperezó ante el fuego, contento de estar en casa.

—Pensaba que te llevaría más tiempo memorizar éste. Ni siquiera has desgastado las letras de las tapas todavía.

—Ya no me hace falta —repitió Alec—. Ahora lo sé todo.

Algo en el cuidado con que estaba cogiendo Alec cada una de las páginas debería haberlo alertado ya. De Vier se levantó de su silla de un salto y giró a Alec por el hombro.

—Para —dijo Alec con ligero enfado—. Me haces daño. —No ofreció resistencia a los dedos que le abrían los párpados. Miró tranquilamente a Richard con unos ojos que eran como dos esmeraldas gemelas, con sólo una mota de negro para estropearlas.

—¡Dios! —Richard afianzó su presa—. ¡Estás ebrio de Deleite!

Los labios esculpidos se curvaron.

—Por supuesto. ¿Tengo que sorprenderme? Es excelente, Richard; deberías probarlo.

De Vier retrocedió involuntariamente, aunque mantuvo su presa.

—No, no debería. Detesto lo que hace esa cosa. Te vuelve estúpido, y torpe.

—No seas remilgado. Tengo un poco aquí mismo...

—No. Alec, cómo... ¿Cuándo empezaste a hacer esto?

—En la universidad. —La droga intensificaba la languidez de su acento aristócrata—. Harry y yo, experimentando. Tomando apuntes. Podrías tomar apuntes por mí.

—No puedo —dijo Richard.

—No, es fácil. Tú escribe lo que yo te diga... Vamos a hacer un libro. Influirá en las generaciones venideras.

Richard se agarró con fuerza a su hombro.

—Dime dónde lo has conseguido. ¿Cuánto has tomado?

Alec agitó vagamente las manos.

—¿Por qué, quieres un poco?

—No, no quiero un poco. ¿Con qué frecuencia haces esto? —Había sido una estupidez por su parte no haberlo considerado antes. Pensaba que conocía a Alec, que conocía sus costumbres y sus manías, aunque no estuviera allí...

Alec lo miró complacientemente.

—No muy a menudo. No por mucho tiempo. Estoy ocupado con... otras cosas. Pareces tan preocupado, Richard. Te he guardado un poco.

—Muy amable de tu parte —dijo secamente Richard—. Tendremos que esperar a que pasen los efectos, supongo. Con otras cosas. —Rodeó cuidadosamente el cuello de su amante con el brazo, saboreó la dulzura de la droga sobre su lengua. Con la otra mano deslizó el libro entre los dedos de Alec, depositándolo lejos de la chimenea. Luego lo condujo al dormitorio.

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