Read A punta de espada Online

Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (30 page)

BOOK: A punta de espada
14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿A qué —dijo Alec—venía todo eso?

Richard se encogió de hombros.

—Se habrán inventado alguna historia sobre ti, probablemente. Siempre lo hacen.

—Bichejos. Me pregunto a cuál de ellas se le ocurrió esa letra.

—Todas las niñas la cantan —dijo Richard, sorprendido—. Lo hacían donde me crié.

—Hmf. No creo que mi hermana la cantara. Aunque, claro está, madre no aprobaba la poesía.

Era posiblemente la primera vez que mencionaba a su familia. Estaba tenso; el asunto en el local de Rosalie lo había impresionado. Por supuesto, pensó Richard: Alec no estaba acostumbrado a que lo persiguieran. Y no había forma de tranquilizarlo: se podría convertir en algo muy feo, si lo dejaban. Imponía restricciones a las que Alec no estaba acostumbrado. De hecho, probablemente Alec tenía razón al insistir en evitar el local de Rosalie tras el aviso. No tenía sentido buscar problemas. Pero a Richard no le gustaba tener que aguantarlo. A Alec, menos paciente que el espadachín, las nuevas restricciones iban a gustarle todavía menos.

Pararon en el local de Martha para tomar una cerveza. A menos que los informadores estuvieran haciendo horas extras, nadie lo buscaría allí todavía. Cuando entraron se produjo una explosión de movimiento que terminó con grupos fuertemente cerrados haciendo todo lo posible por ignorarlos. De Vier no se sintió particularmente molesto; resultaba casi un grato respiro del alboroto que provocaba siempre a su paso. Los dos hombres bebieron deprisa y se marcharon.

—Mejorará al caer la noche —le dijo Richard, camino de casa—. Todo el mundo está más tranquilo entonces, se ven menos desconocidos.

—Eso es vida para ti —dijo Alec—; salir sólo de noche, como un murciélago.

Richard lo miró con curiosidad.

—No creo que lleguemos a eso.

El rápido golpeteo de unos pasos a sus espaldas puso fin a la discusión.

—Escóndete —dijo Richard, con una mano en la espada—. En ese portal.

Por una vez, Alec hizo lo que le decía. Anochecía ya bajo los ceñudos aleros de las casas apiñadas. Su perseguidor dobló la esquina demasiado deprisa como para tener la menor posibilidad de plantar cara al espadachín que lo esperaba preparado.

La pequeña figura blanca resbaló al detenerse.

—¡Santa Lucía! —juró Willie Dedosligeros—. Maese De Vier, por el amor de Dios, aparta eso y métete en ese portal.

—Ahí está Alec.

—Está bien —interpuso el zaguán—, pasaremos un momento agradable. ¿Qué diablos te ha entrado, Willie —inquirió Alec, saliendo de su refugio—, para ir corriendo por ahí como un armiño detrás de un conejo?

—Lo siento —jadeó Willie. Les indicó que se hicieran a un lado; lo que tenía que decir no era adecuado para la mitad de la calle—. No vayáis por ahí. Han cortado la calleja de Max el Ciego; están vigilando el Cruce del Delfín.

—¿Cuántos?

—Tres. Matones de la ciudad, con espadas, que buscan la recompensa.

—¿Hay una recompensa?

—Por ti todavía no. Sólo lo de siempre; para que se detenga a los sospechosos. Pero estos muchachos piensan que eres tú... Puede que sean amigos de esos dos que mataste la semana pasada.

Richard suspiró con cansancio.

—Será mejor que los elimine.

—¡No, espera! —exclamó Willie—. No lo hagas.

—¿Por qué no?

—Ya me han pagado. Supuse que sería fácil darles esquinazo. Pero si escapa alguno, estaré en un aprieto...

De Vier suspiró, pasándose una mano por el pelo.

—Willie... está bien. Sólo porque eres tú. Me mantendré alejado del Cruce del Delfín.

Alec le pagó sin necesidad de que se lo recordara.

***

La casa parecía tranquila. Se levantaba en un callejón sin salida donde nadie en su sano juicio querría enfrentarse a De Vier. No obstante, subió el primero las escaleras, buscando indicios de intrusos temerarios. No había nadie, ni siquiera un vecino.

—Dios —resopló Alec, dejándose caer en su viejo diván—. ¿No deberíamos mirar bajo las camas?

Richard respondió a la verdadera pregunta.

—No creo que vengan aquí. Aunque encuentren a alguien que les muestre el camino, a nadie le gusta atacar a un espadachín en su terreno.

—Entiendo. —Alec se quedó sentado pensativamente, dando vueltas a los anillos de sus dedos. Transcurrido un momento se levantó y encontró el tratado de Naturaleza con las cubiertas de cuero burdeos y la mitad de las páginas arrancadas. Lo hojeó mientras Richard practicaba unos estiramientos y empezaba a entrenarse. El gato gris vino y se sentó en el regazo de Alec, intentando interponer la cabeza entre sus ojos y la página. Él le rascó la barbilla, y al final cerró el libro de golpe con irritación y volvió a dejarlo encima de la repisa de la chimenea, cambiándolo por su gastado texto de filosofía. Al cabo dejó de pretender que leía y observó al espadachín ejercitando constantemente su cuerpo con una serie de paradas, extensiones y retrocesos tan rápidos e intrincados que la vista de Alec no podía distinguirlos elementos por separado. Tan sólo podía percibir su perfección, un baile compuesto de movimientos letales que no tenían por propósito entretener.

Por un momento Alec pareció dormitar, como el gato que tenía en su regazo, observando al espadachín con los ojos entrecerrados. Sólo su mano se movía, recorriendo lánguidamente el lomo del gato, hundiéndose en el lustroso pelaje para tantear la cordillera de sus huesos. El gato ronroneaba; Alec le puso los dedos en la garganta y los dejó allí.

El frenesí de los movimientos de Richard se había reducido a un ritmo deliberado. Era el juego preferido del gato, pero los dedos de Alec lo tenían demasiado sedado como para mostrar interés. El cuerpo de Richard obedecía a sus tortuosas demandas, y Alec observaba.

—Sabes —dijo en tono familiar Alec—, les encantaría que te ocurriera algo.

—¿Hh? —Sonó como un gruñido.

—A tus amigos. Por fin podrían lanzarse sobre mí.

—Tendrías que irte. —Richard soltó su espada y empezó a relajar los músculos—. No te seguirían fuera de la Ribera.

—Si estuvieras muerto —concluyó bruscamente Alec el pensamiento.

Su rabia sorprendió a Richard.

—Bueno, sí.

La voz de Alec sonaba baja, casi ronca a causa de la furia contenida.

—No parece que te preocupe especialmente.

—Bueno, soy espadachín. —Se encogió de hombros, gesto nada fácil tocando el suelo con la cabeza—. Si sigo activo, no duraré mucho más allá de los treinta. Algún día aparecerá alguien mejor.

—No te importa. —Alec seguía pintorescamente retrepado, exhibiendo sus largas extremidades; pero la rigidez de sus manos crispadas sobre la desgastada tapicería lo delataba.

—No pasa nada —dijo Richard—; así son las cosas.

—Entonces —articuló con cristalina claridad Alec—, ¿para qué diablos practicas tanto?

Richard recogió su espada.

—Porque quiero ser bueno. —La levantó por encima de la cabeza y atacó la pared como haría con un oponente que hubiera descubierto su guardia frontal.

—¿Para poder darles una buena pelea antes de que te maten?

Richard giró y volvió a atacar desde arriba, con la muñeca arqueada como un halcón cayendo en picado.

—Mm—hm.

—Para —dijo con voz muy queda Alec—. Déjalo.

—Ahora no, Alec, estoy...

—¡Te he dicho que pares! —Alec se irguió cuan alto era, imponente y anguloso en su cólera. Tenía los ojos verdes como esmeraldas descubiertas en un cofre. Richard dejó la espada en el suelo y la mandó a un rincón de una patada. Cuando levantó la cabeza vio la mano alzada, supo que Alec iba a golpearlo y se quedó quieto cuando la palma le cruzó la cara.

—Cobarde —dijo fríamente Alec. Respiraba pesadamente y tenía las mejillas encendidas—. ¿A qué estás esperando?

—Alec —dijo Richard. Le escocía la cara—. ¿Quieres que te pegue?

—No te atreverías. —Alec volvió a levantar la mano, pero esta vez Richard la atrapó, sujetando la muñeca del muchacho, que era mucho más frágil que la suya. Alec la torció hacia el lado equivocado, consiguiendo que Richard le hiciera daño—. No valgo como desafío —siseó entre dientes—, es eso, ¿verdad? Te haría quedar mal. No disfrutarías.

—Basta —dijo Richard—, ya está bien. —Sabía que estaba sujetando demasiado fuerte a Alec; tenía miedo de soltarlo.

—No, no basta —decía el hombre en sus manos—. Está bien para ti... siempre está bien para ti, pero no para mí. Habla conmigo, Richard... Si te asusta emplear las manos, entonces habla conmigo.

—No puedo —dijo Richard—. No como tú lo haces. Alec, por favor... sabes que no quiero hacer esto. Déjalo.

—«Por favor» —dijo Alec, luchando todavía con su brazo como si estuviera listo para empezar a golpearlo de nuevo—, eso es nuevo viniendo de ti. Me parece que me gusta. Dilo otra vez.

Las manos de Richard se abrieron de pronto; se apartó bruscamente del otro hombre.

—A ver —gritó—, ¿qué quieres de mí?

Alec esbozó su salvaje sonrisa.

—Estás molesto —dijo.

Richard podía sentir cómo temblaba. Lágrimas de rabia ardían aún en sus ojos, pero por lo menos podía ver de nuevo, la habitación estaba perdiendo su tinte rojo.

—Sí —consiguió decir.

—Ven aquí —dijo Alec. Su voz era larga y fría, como pendientes de nieve—. Ven conmigo.

Cruzó el cuarto. Alec levantó la barbilla y lo besó.

—Estás llorando, Richard —dijo Alec—. Estás llorando.

Las lágrimas quemaban en sus ojos como el ácido. Hacían que sintiera el rostro en carne viva. Alec lo bajó al suelo. Al principio fue brusco, y luego amable.

***

Al final, era Alec el que no podía llorar.

—Quiero hacerlo —dijo, acurrucado en el pecho de Richard, clavándole los dedos como si estuviera resbalando por una pared de roca—. Quiero hacerlo, pero no puedo.

—En realidad no quieres —dijo Richard, rodeando con la mano la cabeza de Alec—. Hace que moquees. Hace que se te enrojezcan los ojos.

Alec soltó una risa estrangulada y lo abrazó con más fuerza. Probó a sorber por la nariz y jadeó con una convulsión repentina de alguna emoción: tristeza, quizá frustración.

—No sirve de nada. No puedo.

—No importa —dijo Richard, acariciándolo—. Ya aprenderás.

—Si llego a saber que eras tan experto te habría pedido que me enseñaras hace tiempo.

—Me ofrecí para enseñarte esgrima. Me parecía más útil.

—A mí no —dijo automáticamente Alec—. ¿Sabías además que ahora estabas hablando? Sonaba como si estuvieras recitando poesía.

Richard sonrió.

—No me he dado cuenta. Es posible.

—No sabía que conocieras ninguna poesía.

Richard sabía que tendría que estar enfadado. Alec acababa de poner su mundo patas arriba: había perdido los estribos, había perdido el control, se había comportado como no sabía que pudiera comportarse. Pero Alec lo había sostenido en su caída, había disfrutado con ella. Y ahora se sentía estupendamente, mientras no pensara demasiado en ello. No había necesidad de pensar. No quería volver a moverse jamás; no quería que la cabeza de Alec se apartara del hueco de su hombro, ni que se disolviera el calor de sus piernas entrelazadas.

—Conozco algunos poemas —respondió—. Mi madre solía recitármelos. Cosas viejas, en su mayoría. Algo acerca del viento, y sobre el rostro de alguien.

Con el tiempo empezó a rejuvenecer.
Le fueron arrancados los años del rostro
como hojas barridas por el viento...
Al final, consiguió que las demás parecieran imposibles.

—Ése es uno muy viejo —explicó—, sobre un hombre que fue raptado por la Reina de las Hadas.

—No lo había escuchado nunca. —Alec se acurrucó bajo su barbilla, adormilado por las palabras—. Recítamelo.

Richard lo pensó un minuto, intentando rememorar el principio, acariciando el pelo de Alec:

Nunca hacía frío bajo la colina, nunca era oscuro.
Mas la luz no era luz para ver. Era engañosa:
Él intentaba recordar el sol,
recordar cuando se acordaba de la luna.
Pensaba...

La mano de Alec estaba sobre sus labios.

—¡Te tienes que ir! —Se le quebró la voz—. ¡No permitirán que escapes de ésta, no se atreverán! ¡Los conozco, Richard!

Richard rodeó con más fuerza los hombros de Alec, intentando consolarlo sin palabras, aliviar la tensión del espíritu angustiado.

Pero el contacto no era suficiente.

—Richard, los conozco... ¡No permitirán que vivas! —Volvió el rostro hacia el pecho de Richard, su cuerpo se contrajo de nuevo en un espasmo helado que no era fruto del llanto sino de la furia.

Sin saber qué decir, Richard se concentró de nuevo en las palabras que Huían todavía por su mente como el agua:

Se sucedían los días, sin que mediara la noche entre ellos:
los banquetes y toda suerte de deleites
lo rodeaban como los perros con el corazón de su presa...

—Tengo frío —dijo Alec de improviso.

Conocía esa voz arbitraria: para él era tan cálida y familiar como el pan.

—Bueno, es que estamos en el suelo —respondió.

—Deberíamos ir a la cama. —Alec se incorporó sobre un codo para observar—: Tu ropa está hecha un desastre.

—Eso se puede arreglar. —Richard se quitó la camisa con facilidad y ayudó a Alec a levantarse.

—Parece que hayas estado en una pelea —dijo complacientemente Alec.

—Qué sabrás tú de eso. Parece —dijo—que alguien haya intentando arrancarme la ropa.

—Alguien habrá sido.

Esa noche pasaron calor, sin separarse nunca el tiempo necesario para tener frío. Hablaron durante horas en la oscuridad; y cuando las palabras se hicieron insuficientes, guardaron silencio. Al final se quedaron dormidos, indefensamente envuelto cada uno en los brazos del otro.

En algún momento de la mañana, cuando la luz era todavía gris, Richard sintió que Alec se bajaba de la cama a su lado. Ni siquiera abrió los ojos; meramente suspiró y se dio la vuelta, estirándose en el lugar que había ocupado la calidez de Alec.

Cuando Richard despertó por completo, ya era pleno día. Se levantó y abrió los postigos. El sol veteó el suelo con largos barrotes lechosos. Richard se desperezó, sintiendo aún las glorias de la noche en todo su cuerpo. No le dolía nada: aun el recuerdo de las lágrimas y el dolor producían ahora tan sólo un pálido fulgor, la destilación de alcoholes puros en licor.

Alec ya estaba levantado y vestido, desaparecidas sus ropas de lo alto del arcón. Richard no olió comida; quizá hubiera salido a comprar algo. O puede que estuviera sentado en el recibidor, leyendo. Richard pensó que, mirándolo bien, sería buena idea que comieran algo y volvieran a la cama.

BOOK: A punta de espada
14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Zombies in Love by Fleischer, Nora
A Crazy Case of Robots by Kenneth Oppel
Salt Sugar Fat by Michael Moss
Desire (#2) by Cox, Carrie
The Quiet Twin by Dan Vyleta