A tres metros sobre el cielo (28 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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La Giacci cierra la puerta, coloca el bolso de piel sobre una fría repisa de mármol blanco y se quita la chaqueta.

—Una alumna estúpida se ha atrevido a regañarme, delante de todas, ¿entiendes…? Tendrías que haber oído en qué tono…

La Giacci se dirige a la cocina. El perro la sigue trotando. Parece sinceramente interesado.

—Ella, por un miserable error, me ha arruinado, ¿me entiendes? Me ha humillado delante de toda la clase.

Abre el viejo grifo que hay en un extremo del tubo de goma amarillento a causa de los años. El agua salpica irregularmente una rejilla de plástico blanco, de contorno irregular. La han cortado a mano para hacerla entrar en la pila.

—Ella lo tiene todo: tiene una bonita casa, alguien que, en estos momentos, le está preparando la comida. Ella no se tiene que preocupar por nada. Ahora ni siquiera estará pensando en lo que ha hecho. Claro, a ella, ¿qué más le da?

De un armarito lleno de vasos diferentes entre ellos, la Giacci saca uno cualquiera y lo llena de agua. Hasta el cristal parece acusar el paso del tiempo. Bebe y regresa a la salita. El perro la sigue obediente.

—Tenías que haber visto también al resto de las alumnas. Estaban encantadas. Se reían a mis espaldas contentas de ver cómo me equivocaba… —La Giacci saca del cajón algunos ejercicios y se sienta a una mesa. Empieza a corregirlos—. Ella no debería haberlo hecho. —Y subraya en rojo repetidas veces el error de una pobre inocente—. No debería haberme puesto en ridículo delante de toda la clase.

El perro salta sobre un viejo sillón de terciopelo burdeos y se acurruca sobre el mullido almohadón, ya acostumbrado a su pequeño cuerpo.

—¿Lo entiendes? ¿Cómo puedo volver ahora a esa clase? Cada vez que ponga una nota correré el riesgo de que alguien me diga: «¿Está segura de que me la ha puesto a mí, maestra?». Y se reirán de mí, estoy segura de que se reirán.

El perro cierra los ojos. La Giacci pone un cuatro al ejercicio que está corrigiendo. Puede que aquella pobre inocente se mereciera algo más. La Giacci sigue hablando sola.
Pepito
se duerme. Un nuevo ejercicio es sacrificado. En un día más sereno, tal vez habría alcanzado el aprobado.

Mañana no será un buen día para la clase. Mientras tanto, en esa habitación, una mujer sentada a una mesa cubierta por un viejo hule ha encontrado prácticamente sola la respuesta: son las personas las que hacen que se parezcan a ellas lo que poseen. Y, por un momento, todo en aquella casa resulta más gris y más viejo. E incluso la bonita Virgen que cuelga de la pared parece perder su bondad.

Treinta y uno

Parnaso. Grupos de atractivas muchachas con los ojos perfectamente pintados, con las pestañas largas y apenas un toque de color en los labios, charlan mientras se caldean con el tibio sol de aquella tarde primaveral, sentadas alrededor de unas mesitas redondas.

—¡Maldita sea, me he manchado!

Algunas de sus compañeras sentadas a la misma mesa se ríen, otras, más pesimistas, comprueban que su camiseta no haya acabado del mismo modo. La chica con la camiseta manchada introduce la punta de una servilleta de papel en el vaso lleno de agua. Restriega con fuerza la mancha de chocolate, extendiéndola. La camiseta color marfil adquiere una tonalidad beige. La muchacha se desespera.

—¡Vaya! Estos vasos de agua traen mala suerte. Es como si los camareros nos los dieran adrede, sabiendo ya que nos vamos a manchar. ¡Perdone!

Para al vuelo al camarero.

—¿Me puede traer el quitamanchas, por favor?

La chica sujeta con las dos manos la camiseta, mostrándole la mancha mojada. El camarero no se detiene en la superficie. Hace un análisis mucho más profundo. La camiseta, ahora transparente en aquel punto mojado, se apoya sobre el sostén y deja entrever el encaje.

El camarero sonríe.

—Se lo traigo enseguida, señorita.

Profesional y mentiroso, preferiría darle otra cosa, incluso a sabiendas, frustrado, de que aquel botón desabrochado de más no está, desde luego, dedicado a él. Ninguna chica del Parnaso saldría jamás con un camarero.

Pallina, Silvia Festa y alguna que otra alumna más del Falconieri están apoyadas sobre una cadena que se extiende, sufriendo bajo su peso, de un bajo pilón de mármol a otro gemelo.

—Aquí está.

Babi tiene las mejillas encendidas. Las saluda con una sonrisa divertida, ligeramente cansada de la caminata. Pallina corre a su encuentro.

—Hola.

Se besan, afectuosas y sinceras. A diferencia de la mayor parte de los besos que circulan por las mesas del Parnaso.

—¡Qué cansancio! ¡No sabía que estuviera tan lejos!

—¿Has venido a pie?

Silvia Festa la mira sin poder dar crédito.

—Sí, me he quedado sin Vespa. —Babi mira intencionadamente a Pallina—. Y, además, tenía ganas de andar un poco. Pero me parece que he exagerado, estoy muerta. Imagino que no tendré que volver a casa del mismo modo, ¿verdad?

—No, ten. —Pallina le da un llavero—. Ahí tienes mi Vespa, a tu entera disposición.

Babi mira la gruesa P de goma azul claro que tiene entre las manos.

—¿Se sabe algo de lo que ha pasado con la mía?

—Pollo me ha dicho que nadie sabe nada. Debe de haberla cogido la policía. Dice que al cabo de un cierto tiempo te avisan.

—Imagínate si hablan con mis padres.

Babi mira al grupo de muchachos. Reconoce a Pollo y a algún que otro amigo más de Step. Un tipo con una banda en un ojo le sonríe. Babi desvía la mirada.

Algunas motos se paran por allí cerca. Babi mira esperanzada a los recién llegados. El corazón le late con fuerza. Inútilmente. Chicos anónimos, al menos para sus ojos, se encaminan hacia las mesitas saludando.

—¿A quién buscas? —El tono y la cara de Pallina no dejan lugar a dudas.

—A nadie, ¿por qué?

Babi se mete las llaves en el bolsillo sin mirarla. Está segura de que sus ojos sinceros la traicionarían.

—No, por nada, tenía la impresión de que buscabas a alguien —insiste Pallina.

—Bueno, hasta luego, chicas.

Una despedida apresurada. Sus mejillas se sonrojan de nuevo. Y esta vez no es sólo a causa del cansancio. Pallina la acompaña hasta la Vespa.

—¿Sabes cómo funciona?

Babi sonríe. Quita el seguro de la dirección y la enciende.

—¿Qué hacéis esta noche?

—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Te dignas a salir con nosotros?

—Mira que te gusta discutir. ¡Sólo te he preguntado qué hacéis!

—Bah, no lo sé. Si quieres te llamo o hago que te llamen.

Pallina la mira alusiva. Tras aquella sonrisa aparece inesperadamente su imagen: Step. Sus ojos oscuros, su piel morena, el pelo corto, las manos con marcas de sonrisas despedazadas, de narices, antes perfectas, destrozadas. «Me recuerdas a mi pececito.» La boca abierta… los ojos cerrados… «Ah, pero entonces eres una incoherente… Incoherente… Incoherente…» Como un eco. Babi siente un ramalazo de orgullo.

—No, gracias. Déjalo estar. Nos vemos mañana en el colegio. Era sólo por curiosidad.

—Como quieras…

La Vespa se la lleva rápidamente de allí antes de que aquel débil dique de orgullo sea arrasado por ese mar peligroso todavía en calma. Pallina saca el teléfono móvil del bolsillo y sonríe.

Babi mete la Vespa de Pallina en el garaje. Perfecta. Su padre jamás se dará cuenta de la diferencia. La acerca un poco más a la pared, así no podrá decirle nada. Mira el reloj. Las siete menos cuarto. ¡Caramba! Sube corriendo las escaleras. Abre apresuradamente la puerta.

—Dani, ¿ha vuelto mamá?

—No, todavía no.

—Menos mal.

Raffaella la ha castigado, Babi no puede salir en una semana y fallar justo el primer día sería pasarse un poco. Daniela la mira impaciente.

—Entonces, ¿no sabes nada de la Vespa?

—Nada. Debe de tenerla la policía.

—¿Qué? ¡Estupendo! ¿Y para qué les sirve, para perseguir a la gente?

—Me han dicho que, tarde o temprano, la policía llamará para devolvérnosla. Sólo tenemos que procurar interceptar la llamada antes de que mamá y papá…

—Ah, sencillísimo. ¿Y si llaman por la mañana?

—Estamos acabadas. Por el momento, Pallina nos ha prestado su Vespa. La he metido en el garaje para que papá no se dé cuenta cuando vuelva.

—Ah, por cierto, te ha llamado Pallina.

—¿Cuándo?

—Hace poco, mientras estabas fuera. Me ha pedido que te dijera que esta noche salen y van a Vetrine.
[8]
Que te espera, que no te des tantos aires y que vayas, que se ha enterado de todo. Luego me ha dicho algo así como el nombre de un animal. Perrito, ratoncito… Ah, sí, ha dicho que «saludara al pececito». ¿A quién se refiere?

Babi se vuelve hacia Daniela. Se siente herida, descubierta, traicionada. Pallina lo sabe.

—Nada, es sólo una broma.

Sería demasiado largo de explicar. Demasiado humillante. La rabia se apodera de ella momentáneamente, la conduce silenciosa hasta su habitación. En el atardecer que hay pintado sobre los cristales de su ventana contempla el transcurrir de aquella historia. La boca de Step, su sonrisa burlona, el momento en el que se lo cuenta todo a Pollo, su carcajada y luego la repetición de la misma historia a Pallina y quién sabe a quién más. Se ha comportado como una estúpida, tendría que habérselo contado todo a su mejor amiga. Le habría entendido, consolado. Se habría puesto de su parte, como siempre. Después, mira el póster sobre el armario. Y siente odio por un instante. Pero es sólo un instante. Lentamente, abandona las armas. «Mítica pareja.» Orgullo, dignidad, rabia, indignación. Caen deslizándose como un camisón de seda sin tirantes, por su cuerpo liso y dorado. Y ella, finalmente liberada, sale de él con facilidad, con un simple paso. Desnuda de amor se acerca a él, a su imagen.

Por un momento, parecen sonreírse. Abrazados en el sol del atardecer, cercanos, aunque diferentes. Él, de papel plastificado, ella rebosante de lúcidas emociones, finalmente claras y sinceras. Ella baja tímidamente los ojos y, sin querer, se encuentra frente al espejo. No se reconoce. Esos ojos tan sonrientes, esa piel luminosa… También la cara parece distinta. Se tira hacia atrás el pelo. Es otra. Sonríe feliz a esa que no ha sido nunca. Una muchacha enamorada. No sólo eso. Una muchacha indecisa y preocupada por lo que se pondrá esa noche.

Más tarde, después de que sus padres le hayan reñido de nuevo y hayan salido a una de sus cenas, Babi entra en la habitación de Daniela.

—Dani, yo salgo.

—¿Adónde vas?

Daniela aparece en la puerta.

—A Vetrine. —Babi saca de los cajones algunos suéteres y abre el armario de su hermana—. Oye, ¿dónde has puesto la falda negra… la nueva…?

—¡No te la dejo! ¡Si no, me tiras también esta! Ni lo sueñes.

—Venga, fue una casualidad, ¿no?

—Sí, pero puede que esta noche se produzca otra. Puede que esta vez acabes en el barro. No, no te la presto. Es la única que me sienta bien. No te la puedo dejar, en serio.

—Vale pero luego, cuando hago la
camomilla
y salgo en el periódico, tú te pavoneas con tus amigas y les dices a todas que eres mi hermana. ¡A que no les dices que no me prestas la falda!

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Ya lo creo que tiene que ver, cuando me tengas que pedir un favor…

—Está bien, en ese caso, cógela…

—No, ahora ya no la quiero…

—Ah, no, ahora la coges…

—No, no la quiero…

—¿Ah, no? Pues si no te pones mi falda para salir llamo a mamá y le digo lo que vas a hacer.

Babi se vuelve enojada hacia su hermana.

—¿Qué es lo que haces?

—Lo que has oído.

—Verás entonces lo rojas que se te ponen las mejillas…

Daniela hace una mueca divertida y las dos sueltan finalmente una carcajada.

—Ten. —Daniela pone la falda sobre la cama—. Toda tuya. Puedes revolcarte con ella en el estiércol, si te parece.

Babi coge la falda con ambas manos y la apoya sobre su tripa. Empieza a considerar lo que podría ponerse encima. Suena el teléfono. Daniela va a responder.

En su habitación, Babi sube el volumen de la radio. La música inunda la casa. Daniela aparta el auricular.

—Espera un momento, Andrea.

Cierra la puerta del pasillo, luego se pone a hablar de nuevo tranquilamente. Babi lo saca todo. El armario abierto, los cajones en el suelo. La ropa tirada sobre la cama. Indecisión. Va a la habitación de su madre. Abre el armario grande. Empieza a hurgar en él. De vez en cuando se acuerda de algo. ¿Quedará bien con la falda negra? Abre los cajones. Tiene mucho cuidado de dónde mete las manos. Las cosas tienen que volver a su sitio. Las madres siempre se dan cuenta de todo, o casi. Tampoco Raffaella ha notado lo de la Vespa. Las madres se dan cuenta de todo pero no entienden nada de motos o de Sony.

No hay que enviar nunca a una madre a comprar los vaqueros que le has visto puestos a una amiga. Te traerá siempre los que lleva el último mono de la clase.

Sonríe. ¿Un suéter de angora azul? Demasiado abrigado. ¿La blusa de seda? Demasiado elegante. ¿La chaqueta negra con el
body
debajo? Demasiado lúgubre. El
body
, sin embargo, no está mal. ¿Y si se lo pusiera debajo de la camisa? Se puede probar. Vuelve a cerrar los cajones. Se dispone a volver a su habitación. Se ha dejado el suéter rojo sobre la cama. La habrían pillado. Lo pone en su sitio. ¿Se dará cuenta? El entusiasmo es más fuerte que el miedo:

—¡Qué más da!

El castigo desaparece desintegrándose en el espejo. Babi se mira perpleja. El
body
bajo la camisa no. La falda de Dani no le pega nada. Mejor así. Pobre. La verdad es que es lo único que le sienta bien. Decide llevársela a correr con ella. Mañana. Pero ¿y ahora? Ahora, ¿qué me pongo? Se le ocurre de repente. Abre corriendo el último cajón. ¡El peto vaquero! Lo saca. Descolorido, corto y arrugado, justo como lo odia su madre; precisamente como le gustará a él. Se cambia veloz. Se pone la camisa vaquera clara, se la mete por dentro de los pantalones y después se sube los tirantes. Se sienta sobre la cama, coge los calcetines y se los pone. Después los cubre con las All Star, altas hasta el tobillo, azul oscuro, del mismo color de la cinta elástica que encuentra en el baño. Se peina tirándose el pelo hacia detrás. Dos pendientes de colores en forma de pez de los Mares del Sur. La música a todo volumen. Una línea negra le alarga los ojos. El lápiz gris los difumina intentando embellecerlos aún más. Los dientes blancos saben a menta. Un delicado brillo cubre sus labios carnosos haciendo que resulten aún más deseables. Las mejillas, sonrosadas de por sí, no necesitan que les añada nada.

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