Read A tres metros sobre el cielo Online
Authors: Federico Moccia
Tags: #Infantil y juvenil, Romántico
—Está bien, pero venga usted de todos modos, venga.
—No veo por qué tengo que ir hasta ahí para decirle la misma cosa. No estoy preparada. Perdone pero no he podido estudiar. Póngame una mala nota.
—Perfectamente de acuerdo, entonces le pongo un dos, ¿está contenta?
—¡Casi tanto como Catinelli cuando no pasa sus traducciones!
Toda la clase se echa a reír. La Giacci da un golpe con la mano sobre la lista.
—¡Silencio! Gervasi, tráigame el cuaderno: quiero ver si también se pone contenta con la comunicación que tendrá que hacer firmar en casa. Y sobre todo, cuénteme lo contenta que se pone su madre.
Babi le lleva el cuaderno a la profesora quien escribe algo apresuradamente y con rabia. Luego lo cierra y se lo devuelve.
—Mañana lo quiero ver firmado.
Babi piensa que hay cosas peores en la vida, pero tal vez sea mejor no dar demasiada publicidad a este pensamiento. Vuelve en silencio a su sitio. Silvia Festa consigue un cinco. Es hasta demasiado para lo escueto de sus respuestas. Aunque tal vez aquel sea el premio a sus excusas. También en éstas, sin embargo, tienen que mejorar. Con todas aquellas desgracias, su madre va a acabar por morirse un día de verdad.
Pallina vuelve a su asiento con un bonito cuatro que de noble tiene bien poco. Gianetti consigue arrancar por un pelo el aprobado. La Giacci, al ponerle la nota, le dedica incluso un proverbio latino. Gianetti hace una extraña mueca disculpándose por no saber bien qué decir. En realidad no entiende una palabra. Más tarde, su compañera de pupitre, Catinelli, se lo traduce. Es la macabra historia de un tuerto que vive feliz en un lugar lleno de ciegos. Babi abre el diario. Va hasta el final, a las últimas páginas. Junto a la lista alfabética de sus compañeras ha metido las hojas donde marca todas aquellas que son interrogadas. Mete los últimos puntos en la hoja de latín a Gianetti, Lombardi y Festa. Con la de Silvia termina la segunda vuelta de interrogaciones. Babi pone también un punto junto a su nombre. La primera interrogada de la nueva vuelta. Nada mal empezar con un dos. Menos mal que las otras notas son altas. La media matemática debe darle todavía un seis. Cierra el cuaderno. Una compañera de la fila de al lado le lanza un mensaje sobre el pupitre. Babi lo esconde de inmediato. La Giacci está eligiendo el nuevo texto para la semana siguiente. Babi lo lee: «¡Muy bien! Estoy orgullosa, de tener una amiga como tú. Eres una jefa. P.» Babi sonríe, entiende enseguida a quién corresponde aquella P. Se vuelve hacia Pallina y la mira. Es demasiado simpática. Mete el mensaje dentro del diario. Luego, repentinamente, recuerda la comunicación. Se apresura a leerla:
Querida señora Gervasi:
Su hija ha venido a la lección de latín sin haberla preparado en lo más mínimo. Como si esto no bastase, al ser interrogada me ha contestado en modo impertinente. Deseo que usted esté al corriente de semejante comportamiento. Reciba un cordial saludo,
Profesora A. Giacci.
Babi cierra el cuaderno. Mira a la maestra. Es realmente una gilipollas. Acto seguido piensa en su madre. ¡Una nota así! Probablemente la castigará. Organizará una historia inacabable. Y quién sabe qué otra cosa más. Una cosa es segura. Su madre no le dirá nunca: «Muy bien, Babi, eres una jefa.»
Un perro lobo corre veloz por la playa con un palo en la boca. Agrupa las patas y enseguida las lanza de nuevo, casi rozando la arena, levantando salpicaduras de ella. Llega hasta Step. Se deja quitar el palo de la boca babeando un poco. Luego se acuclilla, con la cabeza doblada entre las patas anteriores, unidas, extendidas junto al suelo. Step finge tirar el palo a la derecha. El perro da un salto, pero luego se da cuenta que no serviría de nada. Step finge de nuevo.
Al final lanza el palo lejos, en el agua. El perro parte. Se arroja al mar de inmediato. Con la cabeza levantada avanza entre alguna que otra ola pequeña y una leve corriente. El trozo de madera flota un poco más allá. Step se sienta a mirar. Es un día precioso. Todavía no hay nadie. Repentinamente, un fuerte ruido. Una gran luz. El perro desaparece. El agua también, el mar, las montañas lejanas, las colinas a la derecha, la arena.
—¿Qué puñetas pasa?
Step se da la vuelta en la cama, tapándose la cara con el almohadón.
—¿A qué coño viene esta invasión?
Pollo, después de haber levantado la persiana, abre la ventana.
—¡Madre mía, menuda peste! Será mejor que abramos un poco. Ten, te he traído unos sándwiches.
Pollo le tira la bolsa verde de Euclide sobre la cama. Step se incorpora y se estira un poco.
—¿Quién te ha abierto? ¿Maria?
—Sí, está haciendo el café.
—Pero ¿qué hora es?
—Las diez.
Step se levanta de la cama.
—Maldita sea, ¿no podías dejarme dormir un poco más?
Step se dirige al baño. Levanta la tapa del váter que golpea las baldosas con un ruido seco. En la otra habitación, Pollo abre
Il Corriere dello Sport
y alza un poco la voz.
—Me tienes que acompañar a recoger la moto al garaje de Sergio. Me ha llamado para decirme que ya está lista. Oh, ¿has visto que el Lazio ha confirmado a Stam, el defensa del Manchester? Es genial, Jaap.
Pollo se pone a leer un artículo, luego al oír que Step no da muestras de acabar:
—Eh, pero ¿qué pasa? ¿Te has bebido un río?
Step tira de la cadena. Vuelve a la habitación, coge el paquete de Euclide.
—Sólo te justifica haberme traído esto.
Acto seguido, se dirige a la cocina, seguido de Pollo. La cafetera aún humeante está posada sobre un platito de madera. Cerca hay un cacito con leche caliente y, en el habitual brik azul claro, algo más de leche fría, del tipo entera.
Maria, la mujer de la limpieza, es una señora menuda de unos cincuenta años. Sale del cuarto contiguo, donde apenas ha acabado de planchar.
—¿Ve a éste, Maria? —Step indica a Pollo—. Haga lo que haga o diga lo que diga, no debe entrar en esta casa antes de las once. —Maria lo mira un poco preocupada.
—Le he dicho que usted quería dormir. Pero ¿sabe lo que me ha contestado? Que si no le abría tiraba abajo la puerta.
Step mira a Pollo.
—¿Le has dicho eso a Maria?
—Bueno, la verdad…
Pollo sonríe. Step finge que se enfada.
—¿Le has dicho eso? ¿Amenazas a Maria…? —Step agarra al vuelo el cuello robusto de Pollo y se lo mete bajo el brazo, inmovilizándole la cabeza—. Te comportas como un nazi en mi casa y ahora pagarás por ello. —Coge el jarro de leche hirviendo y se lo acerca a la cara.
Pollo advierte el calor y grita exagerando.
—Ay, Step, quema… Venga, coño, que me haces daño.
Step aprieta un poco más.
—Ah, dices también palabrotas, entonces es que estás loco. Discúlpate enseguida con Maria. Venga, pídele disculpas.
Maria mira preocupada la escena. Step acerca un poco más el jarro a la cara de Pollo.
—Ay, me has quemado. Perdone, Maria, perdone. —Maria se siente culpable de todo lo que está pasando.
—Déjelo, Stefano. Me he equivocado. No ha dicho que tiraba abajo la puerta. Le he entendido mal. Ha dicho que pasaría más tarde, eso es. Sí, ahora me acuerdo, ha dicho justo eso.
Step deja a Pollo. Los dos amigos se miran. Luego estallan en carcajadas. Maria los mira sin entender muy bien lo que pasa. Pasado un momento, Step recupera la compostura.
—Está bien, Maria. Gracias. Es que a este tipo le vendría muy bien una lección. Puede irse. Verá que a partir de hoy se porta mejor.
Maria mira disgustada a Pollo. Con una mirada trata de hacerle entender que le gustaría que las cosas no hubieran llegado tan lejos. Luego coge la ropa recién planchada y se la lleva. Step, divertido, la contempla mientras se aleja. A continuación, se vuelve hacia Pollo.
—¿Eres idiota? Venga, ¿me aterrorizas a la mujer de la limpieza?
—Pero es que no me quería abrir.
—Vale, pero tú se lo puedes pedir por favor, ¿no? ¿Qué haces, le dices que tiras la puerta abajo? La próxima vez te quemo de verdad esa cara que tienes.
—Entonces déjame las llaves, ¿no?
—Sí, y así, cuando no esté en casa, me la limpias.
—¿Estás bromeando? ¿De verdad piensas que sería capaz de hacer una cosa así?
—No, puede que no. Pero, ante la duda, mejor no darte la posibilidad.
—Qué canalla eres, devuélveme enseguida los sándwiches.
Step sonríe y hace desaparecer inmediatamente uno devorándolo. Pollo abre el periódico y simula estar enojado. Step se sirve café, añadiéndole un poco de leche caliente y después un poco de leche fría. A continuación, mira a Pollo.
—¿Quieres un poco de café?
—Sí, gracias —le contesta con fingida indiferencia. Todavía no está dispuesto a ceder del todo. Step le sirve un poco en una taza.
—Venga, me ducho y te acompaño a recoger la moto.
Pollo bebe un poco de café.
—Hay sólo un pequeño problema: Me faltan doscientos euros.
—Pero ¿cómo es posible, con todo lo que robaste ayer por la noche?
—Tenía un montón de deudas. He tenido que pagar la comida, la tintorería y, además, tenía que devolverle dinero a Furio, el de las quinielas.
—¿Y por qué coño apuestas si no tienes nunca un euro?
—Pues por eso, trato de tener un golpe de suerte. En cualquier caso, he dejado ciento cincuenta euros para la moto. Pero Sergio me ha llamado y me ha dicho que ha tenido que cambiar también el otro pistón, los rodamientos y todo lo demás. Luego cambio del aceite completo y otras cosas que no recuerdo. Moraleja: cuatrocientos euros. Joder, necesito la moto. Esta noche hay carreras, espero sacar un buen pico. ¿Tú qué haces?, ¿vienes?
—No lo sé. Pero antes, tenemos que encontrar doscientos euros.
—Ya. Si no, no vamos a ninguna parte.
—Tú no vas a ninguna parte.
Step le sonríe y después se dirige a la habitación de Paolo, su hermano. Empieza a hurgar en las chaquetas. Abre los cajones del armario. Luego pasa a la mesita. Pollo lo mira desde la puerta. Controla a su alrededor. Step se da cuenta.
—¿Qué coño haces ahí plantado? ¿Has venido a mi casa a hacer el vago? Ven, échame una mano.
Pollo no se hace de rogar. Se dirige al otro lado de la cama. Abre el cajón de la otra mesita de noche.
—Un tipo prudente, tu hermano, ¿eh?
Pollo mira a Step. Lleva en la mano una caja de preservativos Settebello y una sonrisa tonta en la cara.
—¡Prudentísimo! Es tan prudente que ni siquiera deja medio euro suelto.
—Bueno, y hace bien. Después de todas las veces que lo hemos saqueado…
Pollo se mete tres preservativos en el bolsillo antes de volver a poner en su sitio la caja. A pesar de todo, es un optimista. Step sigue buscando un posible escondite.
—No hay nada que hacer; aquí no hay ni un céntimo. Y yo no tengo ni siquiera un euro para prestarte.
Por la puerta pasa Maria con algunas camisetas y sudaderas de Step en la mano derecha y las camisas de Paolo perfectamente planchadas en la izquierda.
Pollo la señala con la cabeza.
—¿Y a ella? ¿Podemos pedírselos?
—¡Déjala! Le debo todavía el dinero de los periódicos de la semana pasada.
—¿Qué hacemos entonces?
—Estoy pensando. El Siciliano y el resto están peor que nosotros, así que con ellos no se puede contar. Mi madre está fuera.
—¿Dónde?
—En Canarias, creo, o en las Seychelles. De todos modos, aunque estuviera aquí no le podríamos pedir nada.
Pollo asiente. Está al corriente de la relación que hay entre Step y su madre.
—¿Y tu padre? ¿No te los podría prestar?
Step coge una camiseta recién planchada y la coloca sobre la cama donde ha preparado ya un par de calzoncillos negros y un par de pantalones vaqueros.
—Sí, hoy voy a comer con él. Me llamó ayer para decirme que quería hablar conmigo. Tanto, ya sé lo que me va a decir. Me preguntará qué tengo intención de hacer con la universidad y todo lo demás. Y yo, ¿qué crees que puedo hacer entonces? En lugar de contestarle le digo: «papá, dame doscientos euros que tengo que recoger la moto de Pollo», ¿eh? Creo que es mejor que no. ¡Maria! —La mujer se asoma a la puerta—. Perdone, ¿dónde está la cazadora azul?
—¿Cuál, Stefano?
—La que es igual que la verde militar, sólo que azul oscura, me la compré el otro día. Se parece a las que llevan los policías.
—Ah, ya sé, la he puesto en el recibidor, en el armario de su hermano. Pensaba que era de él.
Step sonríe. Paolo con una cazadora así. Sería todo un número. Él y sus trajes de chaqueta… Sale al pasillo y abre el armario. Ahí está su chupa. Es la única entre todas las de cuadros y trajes de chaqueta grises.
Step aprovecha y, de paso, los registra también sin encontrar nada. Después regresa a la habitación. Pollo está sentado en la cama. Tiene la cartera abierta sobre las rodillas. Repasa sus finanzas esperando un milagro que no se ha producido. La cierra desconsolado.
—¿Entonces?
—Alégrate. He encontrado la solución.
Pollo mira esperanzado a su amigo.
—¿Cuál es?
—El dinero nos lo dará mi hermano.
—¿Y por qué debería dárnoslo?
—Porque yo le haré chantaje.
Pollo parece más tranquilo.
—¡Ah, claro!
Por otro lado, para él chantajear a un hermano es la cosa más normal del mundo. Por un momento lamenta ser hijo único.
Paolo, el hermano de Step, está en su despacho. Vestido elegantemente, sentado en un escritorio que no le desmerece, controla algunos expedientes del señor Forte, uno de los clientes más importantes de la financiera. Paolo ha estudiado en la Bocconi. Diplomado con matrícula de honor, volvió de Milán y encontró de inmediato un magnífico puesto como asesor fiscal. No por nada, es un bocconiano. La verdad es que fue su padre quien, bien relacionado, lo recomendó en su momento, pero lo cierto es que el hecho de que aún conserve el puesto y la estima es todo mérito suyo. Aunque también hay que reconocer que en aquella financiera no han despedido nunca a nadie.
Una joven secretaria con una camisa de seda color crema, —tal vez demasiado transparente para aquel mundo de impuestos y desgravaciones fiscales donde la transparencia no está precisamente al orden del día—, entra en el despacho de Paolo.
—¿Señor?