Read A tres metros sobre el cielo Online
Authors: Federico Moccia
Tags: #Infantil y juvenil, Romántico
Silvia Festa necesita su tercera interrogación que, además, le corresponde. Procurando que no la vean, trata de llamar la atención de Babi.
—Lo siento, no sé qué decirte. Yo también creo que debería preguntarte a ti.
—¿Qué quieres decir? ¿Que la Giacci se ha equivocado?
—Puede. Pero ya sabes cómo es. Mejor no decírselo.
—Sí, pero si no se lo decimos no me admitirán en los exámenes.
Babi abre los brazos.
—No sé qué hacer.
Lo siente de veras. Empieza el interrogatorio. Silvia se agita nerviosa en su pupitre. No sabe cómo comportarse. Al final, se decide a intervenir. La Giacci la ve.
—Sí, Festa, ¿qué pasa?
—Disculpe, profesora. No quiero molestarla. Pero creo que a mí me falta la tercera interrogación.
Festa sonríe intentando que pase inadvertido el hecho de que, de ese modo, la está acusando de haberse equivocado. La Giacci resopla.
—Veamos.
Coge dos cuadernos para comprobarlo. Casi parece que esté jugando a las batallas navales, sólo que sobre su lista.
—Festa… Festa… Aquí está: le pregunté el dieciocho de marzo y, naturalmente, tiene una nota negativa. ¿Satisfecha? Es más —controla las otras notas—, no sé si será admitida a los exámenes.
Un triste «gracias» sale de la boca de Silvia. Prácticamente, la han hundido. La Giacci retoma su interrogatorio con aire altanero. Babi controla su cuaderno. Dieciocho de marzo. De hecho, la fecha en la que interrogó a Servanti. No hay duda. La Giacci se debe de haber equivocado. Pero ¿cómo puede probarlo? Es su palabra contra la de la profesora. Significaría otra comunicación. Pobre Festa, qué mala suerte. De este modo se juega realmente el año. Abre las hojas de las otras materias. Dieciocho de marzo. Es un jueves. Controla también el resto de las lecciones. Qué extraño, aquel día a Festa no le preguntaron en las otras asignaturas. Puede que sea una casualidad, pero también es posible que no. Se inclina sobre el pupitre.
—Silvia.
—¿Qué pasa?
Festa parece destrozada. No es para menos, pobrecita.
—¿Me pasas tu cuaderno?
—¿Por qué?
—Quiero ver una cosa.
—¿El qué?
—Luego te lo digo… Pásamelo, venga.
Por un momento, una triste luz de esperanza se enciende en los ojos de Silvia. Le pasa el cuaderno. Babi lo abre. Va hasta las últimas páginas. Silvia la mira esperanzada. Babi sonríe. Se gira hacia ella y le devuelve el cuaderno.
—¡Tienes suerte!
Silvia esboza una sonrisa. No parece muy convencida.
Babi levanta repentinamente la mano.
—Perdone, profesora…
La Giacci se vuelve hacia ella.
—¿Qué pasa, Gervasi? ¿A ti tampoco te he preguntado? ¡Hoy estáis realmente pesadas, eh, muchachas…! Venga, ¿qué pasa?
Babi se levanta. Permanece por un instante en silencio. Los ojos de la clase están clavados en ella. Sobre todo los de Silvia. Babi mira a Pallina. También ella, como las otras, espera curiosa. Le sonríe. En el fondo, es justo hacerlo. La Giacci ha puesto adrede el ejercicio de Pallina entre aquellos que habían recibido un siete.
—Le quería decir, profesora, que se ha equivocado.
Un murmullo general recorre la clase. Las alumnas se revuelven. Babi mantiene la calma.
La Giacci enrojece de rabia pero no pierde el control.
—¡Silencio! ¿Ah, sí, Gervasi, y se puede saber en qué?
—Usted no puede haberle preguntado a Silvia Festa el dieciocho de marzo.
—¿Cómo que no? está escrito aquí, en mi lista. ¿Lo quiere ver? Aquí está, dieciocho de marzo, un menos para Silvia Festa. Empiezo a pensar que a usted le gustan las comunicaciones.
—Esa nota es de Francesca Servanti. Se equivocó usted al escribirla y se la puso a Festa.
La Giacci parece explotar de rabia.
—¿Ah, sí? Bueno, ya sé que usted lo marca todo en su diario. Pero es su palabra contra la mía. Y si yo digo que ese día le pregunté a Festa, eso quiere decir que es así y basta.
—Yo, en cambio, le digo que no. Se ha equivocado usted. El dieciocho de marzo no puede haber interrogado a Silvia Festa.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Porque ese día Silvia Festa estaba ausente.
La Giacci palidece. Coge la lista general y empieza a hojearla hacia atrás, fuera de sí. Veinte, diecinueve, dieciocho de marzo. Controla frenética las ausencias. Benucci, Marini, ahí está. La Giacci se encoge en su silla. Apenas puede creer lo que ve. Festa. Ese apellido escrito por su propia mano, impreso con letras de fuego. Su vergüenza. Su error. Es suficiente. La Giacci mira a Babi. Está destrozada. Babi se sienta lentamente. El resto de sus compañeras se vuelve a turnos hacia ella. Un susurro general se va alzando poco a poco en la clase.
—¡Bien hecho, Babi, bien hecho!
Babi finge no oírlas. Pero aquel gradual murmullo llega a oídos de la Giacci; esas palabras se clavan en ella como terribles agujas de hielo, frías, punzantes, como el peso de aquella derrota. Hacer el ridículo de esa manera delante de la clase. Y, por si fuera poco, aquellas frases graves que apenas alcanza a pronunciar, que no hacen sino recalcar el error.
—Servanti vaya a su sitio. Venga aquí, Festa.
Babi baja la mirada sobre el pupitre. Se ha hecho justicia. Luego levanta la cara poco a poco. Mira a Pallina. Sus miradas se cruzan y mil palabras vuelan silenciosas entre aquellos dos pupitres. A partir de hoy la Giacci se puede equivocar. La legendaria regla de oro hecha añicos. Cae, resquebrajándose en mil pedazos como un frágil cristal que se ha deslizado de las manos de una criada joven e inexperta. Pero Babi no ve a ninguna patrona enojada. Dondequiera que mire, sólo ve los ojos felices de sus compañeras, orgullosas y divertidas por su valentía. Acto seguido mira más lejos. La Giacci no le quita ojo. Su mirada, carente de expresión, tiene la dureza de una piedra gris sobre la cual han esculpido con dificultad la palabra odio. Por un momento, Babi lamenta no haberse equivocado.
Mediodía. Step, vestido con un suéter y un par de pantalones cortos, entra en la cocina para desayunar.
—Buenos días, Maria.
—Buenos días.
Maria deja de inmediato de lavar los platos. Sabe que a Step le molesta el ruido recién levantado. Step saca del fuego la cafetera y el cacito de la leche y se sienta en la mesa justo en el momento en que empieza a sonar el timbre. Parece enloquecido. Step se lleva la mano a la frente.
—Pero quién co…
Maria corre hacia la puerta con pasitos veloces.
—¿Quién es?
—¡Soy Pollo! ¿Me abre, por favor?
Maria, recordando el día anterior, se vuelve hacia Step con aire interrogativo. Step asiente con la cabeza. Maria abre la puerta. Pollo entra corriendo. Se detiene delante de Step, mientras este se sirve un café.
—¡Oh, Step, no sabes qué mito! ¡Fabuloso, guay!
Step enarca las cejas.
—¿Me has traído los sándwiches?
—No, no te los traigo más, visto que no los sabes apreciar. Mira.
Le enseña
Il Messaggero
.
—El periódico lo tengo ya —levanta de la mesa
La Repubblica
—, me lo ha traído Maria. Por cierto, ni siquiera la has saludado.
Pollo se vuelve hacia ella impaciente.
—Buenos días, Maria. —Acto seguido, abre el periódico y lo pone sobre la mesa—. ¿Has visto? ¡Mira qué foto tan impresionante! Un mito… Sales en el periódico…
Step pone la mano sobre la página de las noticias de Roma. Es cierto. Ahí está. En la moto, con Babi detrás, haciendo el caballito delante de los fotógrafos. Perfectamente reconocibles: menos mal que los han fotografiado por delante. La matrícula no se ve; de no ser así, estarían metidos en un buen lío. Todo un artículo. Las carreras, los nombres de algunos detenidos, la sorpresa de la policía, la descripción de su huida…
—¿Has leído? ¡Eres un mito, Step! ¡Ahora eres famoso! Coño, ojalá hubieran escrito sobre mí un artículo así.
Step le sonríe.
—Tú no sabes hacer el caballito como yo. La verdad es que es una bonita foto. ¿Has visto lo bien que ha salido Babi?
Pollo asiente a su pesar. Babi no es lo que se dice su ideal de mujer. Step levanta el periódico con las dos manos y contempla extasiado la fotografía.
—¡Desde luego, no se puede negar que mi moto es preciosa! —exclama mientras se pregunta si Babi habrá visto ya aquella foto. Seguro que no—. Pollo, me tienes que acompañar a un sitio. Ten, bebe un poco de café mientras me ducho.
Step se marcha. Pollo ocupa su asiento. Mira la foto. Empieza a releer el artículo. Coge la taza y se la lleva a la boca. ¡Qué asco! Es cierto: Step toma el café sin azúcar. La voz de su amigo le llega desde la ducha, atenuada por el ruido del agua.
—¿A qué hora cierran las tiendas?
Pollo echa la tercera cucharita de azúcar en el café. Después mira el reloj.
—En menos de una hora.
—Joder, tenemos que darnos prisa.
Pollo prueba el café. Ahora sí que está bueno. Se enciende un cigarrillo. Step aparece en la puerta. Lleva puesto un albornoz y se frota enérgicamente el pelo con una toalla pequeña. Se acerca a Pollo y mira de nuevo la foto.
—¿Qué efecto hace ser el amigo de un mito?
—Bah, no exageres.
Step le coge la taza de las manos y bebe un sorbo de café.
—¡Qué porquería! ¿Cómo puedes bebértelo tan dulce? ¡Es terrible! ¡Ahora entiendo por qué estás tan gordo! ¿Cuántas cucharitas has echado?
—Yo no estoy gordo. Sólo lo parezco.
—Oh, Pollo, ahora que tienes novia tienes que volver al gimnasio, fumar menos, hacer dieta. ¡Mira que si no ésa te deja! Las mujeres son tremendas, te abandonas un poco y estás acabado. Ahora, además, después de esta foto, como mínimo tendrás que salir también tú en el periódico.
—Mira que yo ya he salido en el periódico, y antes que tú, además. Con los irreductibles. Tengo un primer plano de miedo con una banda en la frente y los brazos en alto, como un auténtico «jefe de la curva».
—No entiendes nada, el hincha ya no está de moda. Lo que va hoy es el matón, el gamberro… Lo ves, de hecho han escrito el artículo sobre mí. ¿Crees que puedo pedir algo de dinero a
Il Messaggero
? Abuso de imagen, ¿no?
Step va a vestirse. Pollo acaba de beberse el café. Luego se levanta y se pasa la mano por la barriga. Step tiene razón. A partir del lunes volverá al gimnasio. A saber por qué la gente dejará todo para los lunes.
Pollo está en la avenida Angelico, sentado sobre su moto parada y apoyada sobre el soporte lateral. Step monta al vuelo detrás de él.
—Vamos ya… Ve despacio, Pollo, que lo he puesto entre los dos.
—¿Cuánto te ha costado?
—Veintidós euros.
—Caramba. ¿Adónde tenemos que ir ahora?
—A la plaza Jacini.
—¿Para qué?
—Babi vive allí.
—¡Vaya! ¿Y no la habías visto nunca?
—Jamás.
—Qué extraña es la vida, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Bueno, primero no la ves nunca y luego empiezas a toparte con ella todos los días.
—Sí, extraña.
—Aún más extraña si después de empezar a verla todos los días le haces incluso regalitos.
Step da una palmada fuerte en el cuello desnudo de Pollo.
—¡Ay!
—¿Has acabado? Pareces uno de esos taxistas coñazos que no dejan de hablar mientras te llevan a un sitio y te hacen un montón de preguntas. Sólo te falta la radio emitiendo graznidos para ser idéntico.
Pollo se pone a conducir alegremente e imita la radio de los taxistas.
—Csss plaza Jacini para Pollo 40, plaza Jacini para Pollo 40.
Step le da otra palmada. Luego empieza a abofetearlo con la palma de la mano abierta en la cara, en las mejillas, en la frente. Pollo sigue imitando la radio del taxi a grito pelado.
—Plaza Jacini a Pollo 40, plaza Jacini a Pollo 40.
Sin dejar de reírse y gritar, avanzan en zigzag en medio del tráfico obligando a frenar a los coches con los que se van cruzando. Se aproximan a un verdadero taxi. Pollo chilla dentro de la ventanilla:
—¡Plaza Jacini a Pollo 40!
El taxista se sobresalta pero no dice nada. La moto se aleja. El taxista alza la mano señalándolos y sacudiendo la cabeza. Se entiende perfectamente que su ídolo, como mucho, puede ser Sordi, De Niro no, desde luego. Step y Pollo pasan junto a una policía. Casi llegan a rozarla, sonriéndole, tocándole el borde de la falda. Pollo le saca incluso la lengua. Ella ni siquiera hace ademán de anotar la matrícula. ¿Qué podría escribir sobre la multa? El código de la circulación no castiga los intentos de ligue, aunque sean tan groseros como aquellos.
—¡Plaza Jacini a Pollo 40, hemos llegado!
La moto de Pollo frena con estruendo delante de la barra del edificio de Babi.
Step saluda al portero, quien le devuelve el saludo y lo deja pasar. La moto sube por la pendiente. El portero mira a aquellos dos energúmenos ligeramente perplejo. Pollo se vuelve hacia Step.
—Por lo visto ya has estado aquí, el portero te ha reconocido.
—Nunca. Los porteros son todos iguales, basta con que los saludes para que te dejen pasar. Párate y espera aquí.
Step baja de la moto.
Pollo da gas y la apaga.
—Date prisa, la cosa esa del pago sigue en marcha…
—El taxímetro.
—Vale, comoquiera que se llame. Muévete. Si no me voy.
Step encuentra el nombre en el telefonillo y llama.
—¿Quién es?
—Tengo que entregar un paquete para Babi.
—Primer piso.
Step sube. Una criada gorda lo espera en la puerta.
—Buenos días, tenga, he de dejar esto para Babi. Tenga cuidado, que se estropea.
Una voz llega hasta ellos desde el final del pasillo.
—¿Quién es, Rina?
—Un chico que trae una cosa para Babi.
Raffaella se acerca mirando al muchacho que hay en la puerta. Ancho de hombros, pelo corto, esa sonrisa. Lo ha visto antes, pero no recuerda dónde.
—Buenos días, señora. ¿Cómo está? He traído esto para Babi, es una tontería. ¿Se lo puede dar cuando vuelva del colegio?
Raffaella sigue sonriendo. Luego, de golpe, cae en la cuenta. Deja de sonreír.
—Tú eres el que golpeó al señor Accado. Eres Stefano Mancini.
Step se queda sorprendido.
—No sabía que fuera tan famoso.
—De hecho no lo eres. Eres solo un sinvergüenza. ¿Tus padres saben lo que ha pasado?