A tres metros sobre el cielo (30 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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Babi empieza a aporrearle la espalda.

—Párate, párate. —En el cruce, los coches se ponen en marcha. Un muro de metal de ladrillos costosos y multicolores se alza retumbando ante ellos—. ¡Párate!

Aquel último grito, aquella llamada a la vida. Step parece despertarse de golpe. La empuñadura del gas, libre, vuelve rápidamente al cero. El motor reduce bajo su pie arrogante. Cuarta, tercera, segunda. Step aprieta con fuerza el freno de acero, casi doblándolo. La moto tiembla al frenar, mientras que las revoluciones descienden veloces. Las ruedas dejan dos líneas rectas y profundas sobre el asfalto. Un olor a quemado envuelve los pistones humeantes. Los coches avanzan tranquilos a pocos centímetros de la rueda delantera de la moto. No se han dado cuenta de nada. Sólo entonces, Step se acuerda de ella, de Babi. Ha bajado. La ve allí, apoyada contra un muro al borde de la carretera.

Unos sollozos quedos le salen del pecho, incontenibles, al igual que las pequeñas lágrimas que rayan su pálida cara. Step no sabe qué hacer. De pie, frente a ella, con los brazos abiertos, temeroso incluso de acariciarla, asustado ante la idea de que esos leves sollozos nerviosos se transformen en auténtico llanto con sólo tocarla. Lo intenta igualmente. Pero la reacción es inesperada. Babi le aparta con rudeza la mano, sus palabras son más bien gritos, quebrados por el llanto.

—¿Por qué? ¿Por qué eres así? ¿Estás loco? ¿Crees que es normal correr de ese modo?

Step no sabe qué contestarle. Mira aquellos ojos húmedos y grandes, anegados en lágrimas.

¿Cómo puede explicarle? ¿Cómo puede decirle lo que hay detrás? El corazón se le encoge. Babi lo mira. Sus ojos azules sufren e, inquisitivos, buscan en él una respuesta. Step sacude la cabeza. «No puedo, —parece repetir para sus adentros—. No puedo». Babi alza la nariz y casi como si reuniera fuerzas, ataca de nuevo.

—¿Quién era esa mujer? ¿Por qué has cambiado tan repentinamente? Me lo tienes que decir, Step. ¿Qué ha pasado entre vosotros?

Y aquella última frase, aquel gran error, aquel equívoco imposible, parece golpearlo de lleno. En un abrir y cerrar de ojos, todas sus defensas se desvanecen. La guardia que había montado a su alrededor, constante, irreductible, entrenada en silencio un día tras otro, cede inesperadamente. Su corazón se abre, en calma por primera vez. Sonríe a aquella muchacha ingenua.

—¿Quieres saber quién es esa mujer? —Babi asiente—. Es mi madre.

Treinta y cuatro

Apenas dos años antes.

Step, encerrado en su habitación, pasea intentando repasar la lección de química. Se apoya con ambas manos sobre la mesa. Hojea el cuaderno con los apuntes. Es inútil. Esas fórmulas se niegan a entrar en su cabeza.

De repente, oye cantar a Battisti en el último piso del edificio de enfrente «Mi ritorna in mente, bella come sei…».
[9]
Qué suerte tiene Battisti, yo no me acuerdo de nada y odio la química. Luego, constatando que le quieren proponer todo el disco, se levanta y abre la ventana.

—¡Eh! ¿Queréis apagar la música?

El volumen baja lentamente.

—Menudos imbéciles…

Step vuelve a sentarse y se concentra de nuevo en la química.

—Stefano…

Step se da la vuelta. Su madre está frente a él. Lleva puesto un abrigo de pieles marrón con manchas salvajes, claras y doradas. Debajo, una falda burdeos deja al descubierto sus espléndidas piernas cubiertas por unas medias transparentes que, tirantes y perfectas, desaparecen en un par de elegantes zapatos marrón oscuro.

—Voy a salir, ¿necesitas algo?

—No, gracias, mamá.

—Bueno, en ese caso, nos vemos esta noche. Si llama papá dile que he tenido que salir para llevar las cartas que él ya sabe al asesor fiscal.

—Está bien.

Su madre se acerca a él y le da un suave beso sobre la mejilla. El perfume que emana de los rizos de su melena negra llega hasta él, acariciándolo. Step piensa que se ha puesto demasiado pero prefiere no decírselo. Luego, al verla salir, comprende que ha hecho lo que debía. Es perfecta. Su madre no se puede equivocar. Ni siquiera cuando se perfuma. Lleva bajo el brazo el bolso que le regalaron él y su hermano. Paolo puso casi todo el dinero pero fue él el que lo eligió, en esa tienda de la calle Cola di Rienzo donde había visto a su madre detenerse muchas veces indecisa.

—Tú sí que eres un entendido —le susurró ella al oído colocándoselo bajo el brazo y, moviendo las caderas al andar, simuló una especie de desfile—. Bueno, ¿cómo me queda?

Todos respondieron divertidos. Pero lo que ella quería oír en realidad era la opinión del «verdadero entendido».

—Estás guapísima, mamá.

Step vuelve a su habitación. Oye cerrarse la puerta de la cocina. ¿Cuándo le regalaron aquel bolso? ¿Fue por Navidad o por su cumpleaños? Decide que, en ese momento, es mejor tratar de recordar la fórmula de química.

Más tarde. Son casi las siete. Le faltan tres páginas para acabar el programa. Entonces sucede. Battisti empieza a cantar de nuevo. En la ventana entornada del último piso del edificio de enfrente. Más alto que antes. Insistente. Provocador. Sin respeto por nada ni por nadie. Por él que está estudiando, por él que no puede ir al gimnasio. Se ha pasado.

Step coge las llaves de casa y sale corriendo dando un portazo. Cruza la calle y entra en el portal del edificio de enfrente. El ascensor está ocupado. Sube las escaleras de dos en dos. Basta, es insoportable. No tiene nada contra Battisti, al contrario. Pero oírlo de ese modo. Llega al último piso. Justo en ese momento se abre el ascensor. Sale un empleado con un paquete en la mano. Es más rápido que Step. Controla el apellido sobre la etiqueta de la puerta y llama. Step recupera el aliento a su lado. El empleado lo mira curioso. Step le devuelve la mirada sonriendo, luego observa el paquete que lleva en la mano. Sobre él está escrito: Antonini. Deben de ser los famosos pastelitos. Ellos también los compran todos los domingos. Hay de todas clases: de salmón, caviar, marisco… A su madre le encantan.

—¿Quién es?

—Antonini. Traigo los pastelitos que ha pedido, señor.

Step sonríe para sus adentros. Ha adivinado, puede que ese, para disculparse, le ofrezca uno. La puerta se abre. Aparece un chico de unos treinta años. Tiene la camisa medio desabrochada y debajo sólo lleva puestos los calzoncillos. El empleado hace ademán de entregarle el paquete pero cuando el muchacho ve a Step se tira contra la puerta tratando de cerrarla. Step no lo entiende pero, instintivamente, se arroja hacia delante. Mete el pie en medio de la puerta, bloqueándola. El empleado retrocede para mantener en equilibrio la bandeja de cartón. Al permanecer allí, con la cara apoyada contra la fría madera oscura, lo ve a través de la abertura de la puerta. Está sobre un sillón junto al abrigo de pieles. De repente, se acuerda. Su hermano y él le regalaron aquel bolso por Navidad. Y la rabia, la desesperación, el deseo de no estar allí, de no tener que dar crédito a lo que ve, redoblan sus fuerzas. Abre la puerta de golpe tirándolo al suelo. Entra en el salón furibundo. Preferiría estar ciego para no tener que ver lo que le muestran sus ojos. La puerta del dormitorio está abierta. Allí, entre las sábanas en desorden, con una cara distinta, irreconocible para él que la ha visto tantas veces, está ella. Se está encendiendo un cigarrillo con aire inocente. Sus miradas se encuentran y, en un instante, algo se rompe, se apaga para siempre. Aquel último cordón umbilical de amor que los unía se corta y ambos, sin dejar de mirarse, gritan en silencio, llorando a lágrima viva. Después él se aleja mientras ella permanece inmóvil sobre la cama, muda, consumiéndose como el cigarrillo que acaba de encenderse. Ardiendo de amor por él, de odio hacia sí misma, hacia el otro, hacia aquella situación. Step se encamina lentamente a la puerta, se detiene. Ve al empleado en el rellano, junto al ascensor, con los pastelitos en la mano, mirándolo sin articular palabra. Inesperadamente, unas manos se apoyan sobre sus hombros:

—Escucha…

Es ese tipo. ¿Qué se supone que debería escuchar? Ya no siente nada. Se ríe. El muchacho no lo entiende. Lo mira estupefacto. Step le da un puñetazo en plena cara. Y, en ese preciso momento, las palabras de Battisti, inocente culpable de aquel descubrimiento, se escuchan en el rellano, o puede que sólo sea que Step las recuerda: «Scusami tanto se puoi, signore chiedo scusa anche a lei.»
[10]

«Pero ¿de qué tengo que pedir disculpas?»

Giovanni Ambrosini se lleva las manos a la cara, llenándola de sangre. Step lo coge por la camisa y, arrancándosela, lo saca de aquella casa sucia de amor ilegal.

Lo golpea varias veces en la cabeza. El muchacho trata de escapar. Empieza a bajar las escaleras. Step lo alcanza de inmediato. Con una patada precisa lo empuja con fuerza, haciéndole tropezar. Giovanni Ambrosini rueda por las escaleras. Apenas se para, Step se abalanza de nuevo sobre él. Le da patadas en la espalda, en las piernas, mientras él se aferra dolorido a la barandilla, intentando levantarse, huir de él. Lo está destrozando. Step le tira del pelo, intentando que se suelte, pero mientras sus manos se llenan de mechones de pelo, Giovanni Ambrosini sigue allí, aferrado a la barra de hierro, gritando aterrorizado. Las puertas de los otros apartamentos se abren. Step da patadas a las manos de Giovanni y estas empiezan a sangrar. Pero no se suelta, consciente de que aquello es su única salvación. Entonces Step lo hace. Lleva la pierna hacia atrás y, con toda su fuerza, golpea su cabeza por detrás. Una patada violenta y precisa. La cara de Ambrosini se estampa contra la barandilla. Con un ruido sordo. Le destroza los pómulos. Empieza a chorrear sangre. Los huesos de la boca se rompen. Se le cae un diente y rebota en el mármol. La barandilla vibra y aquel ruido de hierro desciende las escaleras acompañado del último grito de Ambrosini que se desmaya. Step escapa, bajando apresuradamente, pasando veloz entre las caras terribles de los inquilinos curiosos, tropezando con aquellos cuerpos fláccidos que tratan en vano de detenerlo.

Vaga por la ciudad. Aquella noche no vuelve a casa. Va a dormir a casa de Pollo. Su amigo no le pregunta nada. Menos mal que su padre está fuera aquella noche, así pueden compartir la cama. Pollo siente a Step agitarse mientras duerme, sufrir incluso durante un sueño. A la mañana siguiente, Pollo hace como si nada, a pesar de que uno de los almohadones está empapado de lágrimas. Desayunan sonriendo, charlando de sus cosas, compartiendo un cigarrillo. Luego Step va al colegio y saca hasta un diez en química. Pero aun así, a partir de aquel día, su vida cambiará. Sin que nadie haya sabido nunca la razón, nada ha vuelto a ser igual.

Algo malévolo anida en él. Una bestia, un terrible animal ha hecho su guarida en lo más profundo de su corazón, listo para salir en cualquier momento, para golpear, con rabia, con maldad, hijo del sufrimiento y de un amor hecho añicos. Desde entonces, la vida en casa dejó de ser posible. Silencios y miradas furtivas. No volvió a dedicar ni siquiera una sonrisa a la persona que antes idolatraba. Luego vino el proceso. La condena. Su madre no testimonió a su favor. Su padre le riñó. Su hermano no se enteró de nada. Y nadie supo nunca lo que había pasado, aparte de ellos dos. Guardianes forzados de aquel terrible secreto. Aquel mismo año, sus padres se separaron. Step se fue a vivir con Paolo. El primer día que entró en aquella casa miró por la ventana de su habitación. Fuera había sólo un prado tranquilo. Empezó a colocar sus cosas. Sacó de la bolsa algunos suéteres y los puso al fondo del armario. De repente, tocó una sudadera. Mientras la sacaba, se le abrió entre las manos. Por un instante tuvo la impresión de que su madre estaba allí. Recordaba cuando se la había prestado, el día en que se fueron a correr juntos por una arboleda. Cuando él había aminorado el paso para estar a su lado. Y ahora, en cambio, se encontraba en aquella casa, tan lejos de ella, en todos los sentidos. Apretando con fuerza la sudadera entre las manos, se la llevó a la cara. Al oler su perfume, se echó a llorar. Luego, estúpidamente, se preguntó si aquel día debería haberle dicho que se había puesto demasiado.

Treinta y cinco

De nuevo ahora. Por la noche.

La moto corre tranquila por la orilla. Pequeñas olas rompen lentas en ella. Van y vienen, respiración regular del mar profundo y oscuro que los observa a una cierta distancia. La luna, alta en el cielo, ilumina la larga Feniglia. A lo lejos, la playa se pierde entre las manchas más oscuras de las montañas. Step apaga los faros. Siguen corriendo envueltos en la oscuridad, sobre aquella mullida alfombra mojada. Al llegar a mitad de Feniglia se paran. Caminan el uno junto al otro, rodeados por aquella paz. Babi se acerca hasta la orilla. Pequeñas olas de bordes plateados rompen antes de mojar sus All Star azules. Una ola algo más caprichosa que las demás prueba a cogerla. Babi retrocede deprisa tratando de escapar. Tropieza con Step. Sus fuertes brazos le ofrecen un refugio seguro. Ella no lo esquiva. Su sonrisa se asoma en aquella luz nocturna. Sus ojos azules, rebosantes de amor, lo miran divertidos. Él se inclina sobre ella lentamente y, estrechando su abrazo, la besa. Labios suaves y cálidos, frescos y salados, acariciados por el viento del mar. Step le pasa una mano por el pelo. Lo aparta dejando su cara al descubierto. En la mejilla teñida de plata, diminuto espejo de aquella luna que está en lo alto, se dibuja una sonrisa. Otro beso. Las nubes se pasean sosegadamente en el cielo azul nocturno. Step y Babi se han tumbado sobre la arena fría, abrazados. Sus manos, cubiertas por minúsculos granos de arena, se persiguen divertidas.

Otro beso. Luego Babi se incorpora apoyándose en los brazos. Lo mira, está bajo ella. Sus ojos ahora en calma la miran fijamente. Su piel es de color ébano, lisa y suave. Su pelo corto no teme ensuciarse. Parece pertenecer a aquella playa, tumbado en ella, con los brazos extendidos, dueño de la arena, de todo. Step, sonriendo, la atrae hacia él, dueño también de ella, acogiéndola con un beso más largo y profundo. La abraza estrechamente, respirando su dulce sabor. Ella se abandona, transportada por aquella fuerza, y, en ese momento, comprende que hasta entonces no había besado a nadie de verdad.

Ahora está sentado detrás de ella, la tiene abrazada, alojada entre sus piernas. Él, sólido respaldo, interrumpe de vez en cuando sus pensamientos para darle un beso en el cuello.

—¿En qué piensas?

Babi se vuelve hacia él mirándolo por el rabillo del ojo.

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