Al sur de la frontera, al oeste del sol (4 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Al sur de la frontera, al oeste del sol
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—¿Querías eso para mí?

—¡Oh, no! No exactamente —dije—. Sólo sentía curiosidad por ver cómo eran. Pero, oye, si tienes que ponerte así, perdona. No pasa nada. Puedo devolverlos. O tirarlos.

Estábamos sentados, uno al lado del otro, en un pequeño banco de piedra en un rincón de la azotea. Parecía que iba a empezar a llover de un momento a otro y la azotea estaba desierta. En los alrededores reinaba un silencio absoluto. Era la primera vez que veía la azotea tan silenciosa.

La escuela se hallaba en lo alto de una colina y, desde la azotea, se divisaba una panorámica de la ciudad y del puerto. En cierta ocasión cogimos diez discos viejos de la sala del club de radiodifusión y los tiramos desde allí arriba. Volaron describiendo una hermosa parábola. Cabalgando sobre el viento, como si hubieran cobrado vida por unos instantes, se dirigieron volando alegremente hacia el puerto. Pero, al final, uno perdió alas y, desequilibrado, cayó sin elegancia en una pista de tenis y asustó a unas chicas de primer curso que aprendían a manejar las raquetas. Eso nos causó, después, bastantes problemas. Había ocurrido hacía más de un año y yo, ahora, en aquel mismo lugar, estaba sufriendo un severo interrogatorio a manos de mi novia acerca de unos condones. Alcé la mirada hacia el cielo. Un milano describía despacio un bello círculo. «Ser pájaro», imaginé, «debe de ser fantástico. A ellos les basta con volar. Al menos, no tienen que preocuparse por la anticoncepción.»

—¿Tú me quieres de verdad? —me preguntó en voz baja.

—Pues claro —respondí—. Claro que te quiero.

Me miró de frente apretando los labios con fuerza. Sostuvo la mirada tanto tiempo que empecé a sentirme incómodo.

—Yo también te quiero —dijo un poco después.

«Pero», pensé.

—Pero —siguió tal como yo había previsto—, no vayas tan deprisa.

Asentí.

—No me atosigues. Yo tengo mi propio ritmo. No soy tan espabilada. Necesito mi tiempo para hacer las cosas. ¿Podrás esperar?

Volví a asentir en silencio.

—¿Me lo prometes? —preguntó.

—Te lo prometo.

—¿Y no me harás daño?

—No te haré daño.

Izumi bajó los ojos y se quedó mirando los zapatos. Eran unos mocasines negros corrientes. Al lado de los míos, se veían tan pequeños que parecían de juguete.

—Tengo miedo —dijo—. Últimamente, no sé por qué, me siento a veces como un caracol sin caparazón.

—Yo también tengo miedo. No sé por qué, pero a veces me siento como una rana sin membranas entre los dedos.

Alzó la vista y me miró. Esbozó una pequeña sonrisa.

Luego, sin mediar palabra, nos dirigimos a la parte umbría del edificio, nos abrazamos y nos besamos. Éramos un caracol que había perdido el caparazón y una rana que había perdido las membranas. La apreté con fuerza contra mi pecho. Nuestras lenguas se tocaron con suavidad. Acaricié sus senos por encima de la blusa. No se resistió. Sólo cerró los ojos, suspiró. Sus pechos no eran muy grandes, se amoldaban a la perfección a la palma de mi mano. Como si hubieran sido hechos para eso. Ella apoyó la palma de la mano sobre mi corazón. Su tacto se fundió con mis latidos. «Es diferente de Shimamoto», pensé. «No me da lo que Shimamoto me daba. Pero es mía y quiere ofrecerme todo lo que puede. ¿Cómo podría hacerle daño?»

Entonces no lo sabía. No sabía que era capaz de herir a alguien tan hondamente que jamás se repusiera. A veces, hay personas que pueden herir a los demás por el mero hecho de existir.

3

Izumi y yo seguimos saliendo juntos más de un año. Nos veíamos una vez a la semana e íbamos al cine, a estudiar a la biblioteca o, si no teníamos nada que hacer, paseábamos sin rumbo. Pero, en lo que se refiere al sexo, no llegamos hasta el final. En ocasiones, cuando mis padres salían, la llamaba y ella venía a casa. Nos abrazábamos sobre la cama. Eso ocurría unas dos veces al mes. Pero, aunque estuviésemos solos, ella jamás se desnudaba. Decía que no sabíamos cuándo iban a volver, ¿qué pasaría si nos encontraban desnudos? En ese punto, Izumi era muy precavida. No es que fuera apocada. Pero la idea de verse envuelta en una situación indecorosa la superaba. Así que yo siempre tenía que abrazarla vestida, introducir los dedos entre la ropa interior y acariciarla como buenamente podía.

—No corras —me decía cada vez que yo ponía cara de decepción—. Aún no estoy preparada. Espera un poco más. Por favor.

A decir verdad, yo no tenía ninguna prisa. Sólo estaba, y no poco, confuso y decepcionado por varias razones. Ella me gustaba, por supuesto, y le estaba agradecido por ser mi novia. Si no la hubiera conocido, mi adolescencia habría sido mucho más aburrida y descolorida.

Era una chica honesta y agradable que caía bien a la mayoría de la gente. Pero difícilmente podía decirse que nuestros gustos coincidieran. Creo que ella apenas entendía los libros que yo leía o la música que escuchaba. Por eso mismo no podíamos hablar de todo lo que pertenecía a ese ámbito desde una posición de igualdad. En este sentido, la relación entre Izumi y yo era muy distinta a mi relación con Shimamoto.

Sin embargo, cuando me sentaba a su lado y le rozaba los dedos, una calidez natural me colmaba el corazón. A ella podía decirle con relativa facilidad cosas que no podía decirle a nadie más. Me gustaba besarle los párpados y los labios. También me gustaba levantarle el pelo y besar sus pequeñas orejas. Cuando lo hacía, ella soltaba una risita sofocada. Incluso hoy, al recordarla, imagino una plácida mañana de domingo. Un domingo tranquilo, despejado, recién estrenado. Un domingo sin deberes, libre para satisfacer cualquier capricho. A menudo, ella me hacía sentir como esas mañanas de domingo.

También tenía defectos, por supuesto. Era un poco cabezota en lo que respecta a un determinado tipo de cosas y no faltaría a la verdad si dijera que tenía poca imaginación. Le costaba dar un paso más allá del mundo que le pertenecía, donde había vivido siempre. Jamás se había apasionado por algo hasta el punto de olvidarse de comer y dormir. Amaba y respetaba a sus padres. Sus opiniones —claro que ahora comprendo que es algo muy corriente en una chica de dieciséis o diecisiete años— eran insulsas y carentes de profundidad. A mí me aburrían a veces. Pero jamás oí que criticara a nadie. Tampoco fanfarroneaba nunca. A mí me quería y era muy considerada conmigo. Se tomaba en serio cuanto le decía y me alentaba siempre. Yo solía hablarle de mi futuro. De lo que quería hacer, de cómo quería ser. No eran, en su mayoría, más que los típicos sueños irrealizables propios de los chicos de esa edad. Pero ella me escuchaba con interés. Y me animaba. «Seguro que serás una persona maravillosa. Hay algo magnífico dentro de ti», aseguraba. Y lo decía en serio.

Era la única persona que me había hablado de esa forma en toda mi vida.

Además, abrazarla —aunque fuera por encima de la ropa— me producía una sensación maravillosa. Lo que me confundía y decepcionaba era que, por más tiempo que pasara, no lograba descubrir en su interior algo hecho especialmente para mí. Podía enumerar sus virtudes. Y la lista era mucho más larga que la de sus defectos. Quizá fuera incluso más larga que la de mis propias cualidades. Pero a ella, definitivamente, le faltaba algo. Si yo hubiera descubierto ese «algo» en su interior, tal vez hubiera conseguido acostarme con ella. No habría tenido que seguir reprimiéndome una y otra vez. Creo que, invirtiendo el tiempo necesario, la habría persuadido de la necesidad de acostarse conmigo. Pero ni siquiera yo estaba muy convencido. Yo no era más que un chico alocado de diecisiete o dieciocho años con la cabeza llena de deseo sexual y de curiosidad. Pero era capaz de entender que si ella no deseaba hacer el amor, yo no podía forzarla, debía esperar a que llegara el momento oportuno.

Pero sí vi desnuda a Izumi. Una sola vez. «Ya no soporto más abrazarte por encima de la ropa», le dije abiertamente. «Si tú no quieres hacer el amor, no lo hagamos. Pero me muero de ganas de verte desnuda. Quiero abrazarte sin que lleves nada puesto. Lo necesito. No puedo resistirlo más.»

Tras pensárselo un poco, Izumi dijo que de acuerdo, si así lo deseaba. «Pero, prométemelo, ¿eh?», añadió con semblante muy serio. «Prométeme una sola cosa. No me hagas hacer lo que no quiero hacer.»

Vino a mi casa un día de fiesta. Un domingo de noviembre hermoso y despejado aunque un poco frío. Mis padres habían ido a visitar a unos familiares. Se celebraba una ceremonia religiosa en honor a algún pariente de mi padre. En realidad, yo también habría tenido que asistir, pero me excusé diciendo que debía preparar unos exámenes y me quedé en casa. Iban a regresar tarde por la noche. Izumi llegó después de mediodía. Nos abrazamos encima de mi cama. Empecé a desnudarla. Ella cerró los ojos y me dejó hacer sin decir palabra. Pero a mí me costaba. Encima de que no soy demasiado hábil con las manos, las ropas de las chicas resultan, además, muy complicadas. Total que, a medias, Izumi se resignó, abrió los ojos y se desnudó ella misma. Llevaba unas pequeñas bragas azul celeste. Y un sujetador a juego. Debía de habérselos comprado ella misma para la ocasión. La ropa interior que le había visto hasta entonces era la típica que las madres suelen comprarles a sus hijas adolescentes. Luego me quité yo la ropa.

La abracé desnuda, le besé el cuello y los pechos. Pude acariciar su piel tersa y aspirar su aroma. Era fantástico abrazarnos estrechamente los dos desnudos. Estaba loco de deseos de penetrarla. Pero ella me contuvo con firmeza.

—Perdona, ¿eh? —dijo.

A cambio, tomó mi pene entre sus labios y empezó a lamerlo. Era la primera vez que lo hacía. En cuanto su lengua hubo pasado unas cuantas veces por encima del glande, eyaculé de inmediato, sin tiempo a pensar en nada.

Después, la mantuve entre mis brazos. Acaricié despacio cada centímetro de su piel. Contemplé su cuerpo iluminado por la luz otoñal que penetraba por la ventana, la besé por todas partes. Fue una tarde realmente maravillosa. Desnudos, nos abrazamos con fuerza innumerables veces. Yo eyaculé varias veces. Cada vez que lo hacía, ella iba al lavabo a enjuagarse la boca.

—¡Qué sensación más rara! —decía riendo.

Llevaba saliendo con ella poco más de un año, pero aquéllas fueron las horas más felices que habíamos pasado juntos. Desnudos, no teníamos nada que ocultar, pensaba yo. Me daba la impresión de que la comprendía mejor que antes y de que a ella debía de sucederle lo mismo. Necesitábamos una acumulación no sólo de palabras y promesas, sino de pequeños hechos concretos que, superponiéndose cuidadosamente los unos sobre los otros, nos hicieran avanzar paso a paso. «Lo que ella desea, en definitiva, no es más que eso», pensé.

Izumi permaneció largo tiempo inmóvil con la cabeza reclinada sobre mi pecho como si estuviera escuchando los latidos de mi corazón. Le acaricié el pelo. Teníamos diecisiete años, estábamos sanos, a punto de convertirnos en personas adultas. Y eso era, sin duda, magnífico.

Pero, alrededor de las cuatro, cuando Izumi se disponía a vestirse para regresar a casa, sonó el timbre de la puerta. Al principio, no le presté atención. No sabía quién podía ser, y, si no contestaba, acabaría yéndose. Pero el timbre siguió sonando tenaz. Me sentí fatal.

—¿No habrán vuelto tus padres? —preguntó Izumi, blanca como el papel. Saltó de la cama y empezó a recoger su ropa precipitadamente.

—No, mujer. No es posible que hayan regresado tan pronto. Y, además, no llamarían a la puerta. Tienen llave.

—¡Mis zapatos! —dijo.

—¿Zapatos?

—He dejado mis zapatos en el recibidor.

Me vestí, bajé y, tras esconder los zapatos de Izumi en el mueble zapatero, abrí la puerta. Era mi tía. La hermana menor de mi madre, soltera, vivía sólo a una hora en tren de casa y a veces venía a visitarnos.

—¿Pero qué estabas haciendo? Llevo horas llamando a la puerta —dijo.

—Estaba escuchando música con los auriculares puestos. Por eso no te oía —repuse—. Papá y mamá no están. Han ido a una ceremonia religiosa. No volverán hasta la noche. Pensaba que ya lo sabías.

—Sí, ya lo sé. Pero tenía cosas que hacer por aquí cerca y, como me han dicho que estabas en casa estudiando, he pensado que podría venir a hacerte la cena. Ya tengo la compra y todo.

—No te molestes. La cena puedo preparármela yo. No soy ningún crío —dije.

—Pero si ya he ido a comprar, qué más da. Yo te hago la cena y tú, mientras, estudias tranquilo.

«¡Horror!», pensé. Me sentí morir. Izumi no podría marcharse. En casa, para ir al recibidor, hay que cruzar la sala de estar y, para salir por el portal, hay que pasar por delante de la ventana de la cocina. Claro que podía presentársela diciendo que era una amiga que había venido a verme. Pero se suponía que estaba estudiando aplicadamente para un examen. Tendría problemas si se descubría que había invitado a una chica a casa. Además, era imposible pedirle a mi tía que guardara el secreto. No era mala persona, pero no sabía mantener la boca cerrada.

Mi tía entró en la cocina y empezó a ordenar las cosas que había traído. Mientras tanto, yo cogí los zapatos de Izumi y subí al piso de arriba. Ya estaba completamente vestida. Le expliqué la situación.

Izumi palideció.

—¿Y yo qué hago? ¿Qué pasará si no puedo salir de aquí? Tengo que volver a casa antes de la cena. Si no, ¡la que se va a armar!

—¡Tú, tranquila! Ya lo arreglaremos. Todo saldrá bien, no te preocupes —le dije para tranquilizarla. Pero ni yo mismo sabía qué hacer. No tenía ni la más remota idea.

—Y además he perdido una pieza de mi liga. La he estado buscando por todas partes. ¿No la habrás visto?

—¿De tu liga? —repetí.

—Sí, es una cosa pequeña. Metálica, de este tamaño.

Miré por el suelo de la habitación, por encima de la cama. Pero no vi nada que se le pareciera.

—¡Qué le vamos a hacer! Tendrás que volver a casa sin medias. Me sabe mal —dije.

Cuando bajé a mirar a la cocina, mi tía estaba cortando las verduras sobre la tabla. «Falta aceite para la ensalada», me dijo. «¿Por qué no vas a comprar?» No tenía ninguna razón para negarme, así que monté en la bicicleta y me acerqué a una tienda del barrio. Empezaba a caer la noche. Mi preocupación crecía por momentos. Ya era hora de que Izumi saliera de casa. Algo se me tenía que ocurrir antes de que regresaran mis padres.

—Me parece que la única solución es que te vayas a escondidas mientras mi tía está en el lavabo —le dije a Izumi.

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