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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Al sur de la frontera, al oeste del sol (7 page)

BOOK: Al sur de la frontera, al oeste del sol
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—Así que estás sano, ¿eh?

—Sí, por suerte. Ni siquiera tengo nunca resaca —dije—. Aunque de pequeño era muy debilucho y siempre estaba enfermo. Tomaba también muchos medicamentos. Como era hijo único, seguro que mis padres me protegían en exceso.

Ella asintió y se quedó unos instantes mirando el interior de su taza de café. Transcurrió bastante tiempo antes de que volviera a abrir la boca.

—No creo que farmacia sea una carrera interesante —dijo—. Supongo que habrá mil cosas más interesantes en este mundo que aprenderse de memoria la composición de un medicamento. No es tan romántica como astronomía, que es otra carrera de ciencias. Tampoco es tan dramática como medicina. Pero, con todo, posee algo más cercano, más familiar. No sé, supongo que puede decirse que está hecha a escala humana.

—Es verdad —dije. Aquella chica, cuando quería, sabía hablar. Sólo que tardaba un poco más que la mayoría en encontrar las palabras.

—¿Tienes hermanos? —le pregunté.

—Dos hermanos mayores. Pero uno ya está casado.

—Que te hayas especializado en farmacia significa que serás farmacéutica y que continuarás con el negocio familiar.

Se sonrojó de nuevo. Luego permaneció largo tiempo en silencio.

—No lo sé. Mis dos hermanos trabajan en otras cosas, así que tal vez siga yo con el negocio. Pero no hay nada decidido. Mi padre dice que si no quiero, no importa. La llevará él mientras pueda y, después, la venderá y listos. —Asentí y esperé a que prosiguiera—. Pero a mí me parece bien quedármela. Siendo coja, no me sería fácil encontrar trabajo.

Pasamos la tarde juntos hablando de este modo. Hubo muchos silencios, le costaba charlar con normalidad. Cuando le preguntaba algo, se ponía roja. Pero hablar con ella no me pareció ni aburrido ni incómodo. No es exagerado decir que disfruté de la conversación. Algo infrecuente en mí en aquella época. Después de haber estado hablando en la cafetería sentados frente a frente, con la mesa de por medio, me dio la impresión de que la conocía desde mucho tiempo atrás. Era algo ligeramente parecido a la nostalgia.

¿Quiere eso decir que sentí una fuerte atracción hacia ella? La verdad es que no. Me pareció simpática, a su lado me lo pasé muy bien. Era bonita y, tal como me había dicho mi compañero de trabajo, también una buena chica. Pero si me preguntan si logré descubrir en ella algo que fuera más allá de la enunciación de esos hechos, que hiciera estremecer mi corazón, la respuesta, por desgracia, es que no.

«Shimamoto sí poseía ese algo», pensé. Mientras estaba con aquella chica, no dejaba de pensar en mi amiga de la infancia. Está mal, pero no pude evitarlo. Sólo con pensar en Shimamoto, me estremecía con una excitación febril que parecía abrir una puerta situada en lo más hondo de mi corazón. Sin embargo, mientras paseaba con aquella bonita chica por el parque de Hibiya, no logré sentir ninguna excitación ni ningún estremecimiento parecidos. Sólo una especie de simpatía y una serena dulzura.

Su casa, es decir, la farmacia, se encontraba en Kobinata, en el distrito de Bunkyô. La acompañé hasta allí en autobús. Mientras estuvimos sentados uno al lado del otro en el autobús, apenas dijo nada.

Unos días después, mi compañero de trabajo vino y me dijo que, por lo visto, le había gustado mucho a la chica. Me propuso volver a salir los cuatro juntos el siguiente día festivo. Busqué una excusa y me negué. Volver a verla y hablar con ella no era en sí ningún problema. A decir verdad, me habría gustado. Creo que si nos hubiésemos conocido en otras circunstancias, habríamos terminado siendo muy buenos amigos. Pero se trataba de una doble cita. Y el objetivo último de estas citas era encontrar novio. Si quedaba una segunda vez con la misma chica, estaba adquiriendo cierto compromiso. Y yo no quería herir sus sentimientos de ninguna de las maneras. No podía sino rehusar. Y, por supuesto, no volví a verla.

6

Tuve una experiencia muy extraña con otra mujer coja. Yo contaba por entonces veintiocho años. Fue un acontecimiento tan raro que todavía no acabo de entenderlo ahora.

Sucedió a finales de año. Yo caminaba entre el gentío de Shibuya cuando descubrí a una mujer que cojeaba de manera idéntica a Shimamoto. Llevaba un abrigo largo rojo y un bolso de charol bajo el brazo. Un reloj plateado en forma de brazalete rodeaba su muñeca izquierda. Todo lo que veía de ella parecía caro. Yo iba andando por la otra acera, pero, de improviso, mis ojos se posaron en la mujer y crucé el semáforo corriendo. Casi sorprendía lo abarrotada de gente que estaba la zona, pero no me costó darle alcance. A causa de su pierna, no podía andar deprisa. Cojeaba de una manera increíblemente parecida a como yo recordaba que lo hacía Shimamoto. Al igual que ella, arrastraba la pierna izquierda haciéndola rotar un poco. Mientras la seguía, no me cansaba de contemplar la graciosa curvatura que describía su bonita pierna enfundada en una media. Era el tipo de elegancia que sólo nace de una técnica compleja adquirida a lo largo de meses, de años de práctica. Continué siguiéndola. No era fácil andar a su paso (es decir, a un ritmo distinto al de la mayoría de la gente). Yo ajustaba la velocidad mirando de vez en cuando algún escaparate o parándome y simulando rebuscar algo dentro de los bolsillos de mi abrigo. Ella llevaba unos guantes de piel de color negro y, con la mano que no sostenía el bolso, aguantaba una bolsa roja de unos grandes almacenes. Pese a ser un día nublado de invierno, lucía unas grandes gafas de sol. Desde atrás, lo único que podía ver era una bella melena peinada con esmero (le llegaba hasta los hombros y llevaba las puntas hacia fuera de una manera muy elegante) y la espalda de su suave y cálido abrigo. Por supuesto, yo quería descubrir si era Shimamoto. Comprobarlo no presentaba grandes dificultades. Bastaba con adelantarla, volverme y mirarla a la cara. Pero, en caso de que lo fuera, ¿qué le diría? ¿Cómo tendría que comportarme? En primer lugar, no tenía la menor seguridad de que se acordara de mí. Necesitaba tiempo para ordenar mis ideas. Debía acompasar mi respiración, aclarar mi cabeza y situarme.

Seguí tras ella, atento a no adelantarla distraído. La mujer no se volvió ni una sola vez hacia atrás, ni tampoco se detuvo. Apenas miraba hacia los lados. Parecía dirigirse con determinación a su destino. Andaba con la espalda recta y la cabeza alta, tal como solía hacer Shimamoto. Mirándola sólo de cintura para arriba, sin verle la pierna izquierda, nadie se hubiera dado cuenta de que cojeaba. La única diferencia era un paso más lento que el de la mayoría. Cuanto más la miraba, aquella manera de andar más me recordaba a Shimamoto. Se parecían como dos gotas de agua.

La mujer atravesó la muchedumbre frente a la estación de Shibuya y empezó a subir la cuesta en dirección a Aoyama. En la subida, su paso se ralentizó. Había recorrido una distancia considerable. Tanto, que no me hubiera extrañado que hubiese parado un taxi. Una distancia penosa para alguien que cojea. Pero ella seguía adelante, incansable, arrastrando la pierna. Yo caminaba detrás, manteniéndome a una distancia prudencial. Ella siguió sin volverse ni una sola vez, sin detenerse nunca. Ni siquiera miraba los escaparates. Se cambió el bolso y la bolsa de papel varias veces de mano. Pero, aparte de eso, seguía andando con la misma postura, al mismo ritmo.

Al fin, entró en un callejón alejándose de la multitud de la calle principal. Parecía conocer muy bien la zona. A un paso de las bulliciosas calles céntricas había una tranquila zona residencial. Como ahí se veían pocos transeúntes, aumenté la distancia entre nosotros dos. Debía de llevar unos cuarenta minutos siguiéndola. Ella continuó por calles poco transitadas, dobló varias esquinas y, al final, volvió a salir a la bulliciosa avenida Aoyama. Esta vez, sin embargo, apenas avanzó entre el gentío. En cuanto salió a la calle, se metió directamente, sin vacilar, como si lo hubiera decidido de antemano, en una cafetería. Un local no muy grande donde también vendían pasteles. Como medida de precaución, estuve unos diez minutos dando vueltas por allí y luego entré.

La descubrí enseguida. Dentro hacía un calor sofocante, pero ella, sentada de espaldas a la puerta, continuaba con el abrigo puesto. Yo no podía apartar la mirada de aquel abrigo rojo. Me senté a la mesa del fondo y pedí un café. Luego, tomé un periódico que tenía a mano y, mientras simulaba leerlo, la estuve observando. Ella tenía una taza de café sobre la mesa, pero, por lo que pude ver, no la tocó. De pronto sacó un cigarrillo del bolso y lo encendió con un mechero dorado, pero, aparte de eso, permaneció todo el tiempo inmóvil, sin mover un músculo, con la vista clavada en la ventana. Podía pensarse que sólo estaba descansando, pero también que se hallaba sumida en profundas cavilaciones. Yo leí el mismo artículo una vez tras otra mientras sorbía mi café.

Mucho después, se levantó de repente, como si hubiera tomado una determinación, y se dirigió hacia mi mesa. Fue una acción tan brusca que, por un instante, mi corazón casi dejó de latir. Pero no venía hacia mí. Pasó de largo, en dirección al teléfono. Metió algunas monedas y marcó.

El teléfono no estaba lejos de donde me había sentado, pero como a mi alrededor la gente hablaba a gritos y los villancicos sonaban alegres por los altavoces, no pude entender lo que decía. Estuvo hablando mucho rato. Sobre su mesa, el café se enfriaba sin que nadie lo tocase. Al pasar por mi lado, la miré a la cara de frente, pero, con todo, no podía afirmar de forma categórica que fuese Shimamoto. Iba muy maquillada y, además, las enormes gafas de sol le cubrían medio rostro. Llevaba las cejas delineadas con un trazo de lápiz y mantenía apretados los finos labios pintados de un vivo color rojo. La última vez que vi a Shimamoto, ambos teníamos doce años. Es decir, hacía de eso más de quince años. Las facciones de aquella mujer me recordaban vagamente las suyas de niña, pero podía ser otra persona. Sólo sabía que era una mujer hermosa, en la veintena, que vestía ropa cara. Y que era coja.

Allí sentado, sudaba. Mi camiseta estaba empapada. Me quité el abrigo y pedí otro café. «¿Pero qué diablos estás haciendo?», me dije. Había ido a Shibuya a comprarme un par de guantes, ya que los míos los había olvidado en algún sitio. Y en cuanto había visto a aquella mujer, me había lanzado en su persecución como un poseso. De haber obrado con el mínimo sentido común, me hubiera acercado a ella y le habría preguntado: «Disculpe, ¿no será usted la señorita Shimamoto?». Era lo más rápido. Pero no lo había hecho. La había seguido sin decirle nada. Y ahora ya no podía volverme atrás.

Después de telefonear, regresó a su mesa, volvió a sentarse dándome la espalda y se quedó inmóvil con la vista clavada en la ventana. La camarera se le acercó y le preguntó si podía retirar el café frío. No la oí, pero supuse que le diría eso. Ella la miró y asintió. Y, al parecer, pidió otro café. Un café que, como era de esperar, tampoco tocó. Yo continuaba fingiendo leer el periódico que tenía entre las manos mientras, de vez en cuando, alzaba la mirada y la observaba. Ella levantó la muñeca en varias ocasiones y miró el reloj plateado en forma de brazalete. Parecía estar esperando a alguien. «Es tu última oportunidad», me dije. Si viniera ese alguien, tal vez no podría hablarle nunca. Pero fui incapaz de levantarme. «Aún estás a tiempo», me justificaba a mí mismo. «Aún tienes tiempo. No hay por qué apresurarse.»

Pasaron unos quince o veinte minutos sin que ocurriera nada. Ella estuvo todo el tiempo mirando por la ventana. Luego, sin previo aviso, se levantó. Se puso el bolso bajo el brazo y cogió, con la otra mano, la bolsa de papel. Una vez hube comprobado que, tras pagar la cuenta, se disponía a salir, yo también me levanté precipitadamente. Pagué y la seguí. Vi su abrigo rojo avanzando entre la gente. Me dirigí hacia ella abriéndome paso a través de la multitud.

Levantó la mano para detener un taxi. Pronto se paró uno junto al bordillo haciendo parpadear la luz del intermitente. «Tienes que llamarla», pensé. «Si sube al taxi, será el final.» Pero cuando me disponía a dar un paso, alguien me sujetó por el codo con una fuerza asombrosa. No es que me hiciera daño, pero la fuerza invertida en aquel gesto me dejó sin aliento. Al darme la vuelta, me hallé frente a un hombre de mediana edad.

Sería unos cinco centímetros más bajo que yo, pero era muy musculoso. Debía de estar en mitad de la cuarentena. Llevaba un abrigo gris oscuro y una bufanda de cachemir alrededor del cuello. Ambas prendas, a simple vista, caras. Una pulcra raya le dividía el pelo y llevaba gafas de concha. Tenía la cara bronceada, al parecer por la práctica de algún deporte. Esquí, tal vez. O tenis. Recordé que el bronceado que lucía el padre de Izumi, un amante del tenis, era muy parecido. Aquel hombre debía de ser un alto cargo de alguna gran empresa, supuse. O un burócrata de alto rango. Tenía esa mirada. La mirada de una persona acostumbrada a dar órdenes a mucha gente.

—¿Tomamos un café? —me dijo en voz baja.

Seguí con los ojos a la mujer del abrigo rojo. Mientras se inclinaba para subir al taxi, me lanzó una mirada desde detrás de las gafas. Al menos, me dio la impresión de que miraba en mi dirección. Luego, la puerta del taxi se cerró y su figura desapareció de mi campo visual. Se fue y me dejó a solas con aquel extraño de mediana edad.

—No nos llevará mucho tiempo —dijo el hombre. Su tono de voz no era apremiante. A simple vista, no parecía estar ni enfadado ni excitado. Simplemente, continuaba agarrándome el codo, inmóvil e inexpresivo, igual que si estuviera sosteniéndole la puerta a alguien—. Hablaremos tomando un café —añadió.

Por supuesto, podría haberme ido. Decirle: «No me apetece tomar nada. Usted y yo tampoco tenemos nada de que hablar. Ni siquiera sé quién es usted. Tengo prisa, así que discúlpeme», o algo parecido. Pero me quedé mirándolo sin abrir la boca. Después asentí y, tal como me decía, entré en la cafetería que acababa de dejar hacía unos instantes. Quizás aquella manera de agarrarme con tanta fuerza me hizo temer algo. En ella notaba una extraña coherencia. Ni aflojaba su presión ni la aumentaba. Me asía con firmeza y precisión, igual que una máquina. ¿Cuál sería su actitud hacia mí si rehusaba su ofrecimiento? No tenía ni idea. Pero, a la vez que temor, también sentía cierta curiosidad. Me interesaba saber qué diablos iba a decirme a continuación. Quizá me aportara alguna información sobre aquella mujer. Ahora que se había ido, él era el único vínculo que me unía a ella. Además, no iba a ser violento conmigo dentro de una cafetería.

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