Alera (27 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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Cannan me saludó con una leve inclinación de cabeza. London se adelantó para hablar conmigo. Mi padre observó con el ceño fruncido más profundamente y luego se alejó siguiendo al capitán, que se había acercado a Halias y a unos hombres para hablar con ellos.

—Llegáis justo a tiempo —dijo London mientras le hacía una señal con la cabeza a Destari—. Saldremos en breve. —Sonrío y añadió—: Estaba a punto de mandar una sirvienta para que os despertara.

A pesar de que yo ya había deducido el motivo de que hubiera tantos guardias en el vestíbulo, quise asegurarme y le pregunté:

—¿Vienen todos con nosotros?

—Y también unas tropas de caballería. Si la negociación sale mal, no quiero que nos superen en número.

Por primera vez me di cuenta del verdadero peligro al que me iba a exponer, y sentí un escalofrío por todo el cuerpo. Aunque estaba asustada, también me sentía emocionada por el hecho de estar presente en un asunto político y militar, pues esas eran cosas que normalmente se reservaban a los hombres.

Cannan se acerco e, inmediatamente, Destari se puso a su lado. Halias había hecho firmes a los hombres y ahora los conducía afuera, hacia el largo camino que cruzaba el patio.

—Estamos preparados para partir, alteza —me informó el capitán.

Comprendí que ese día las formalidades se cumplirían de forma estricta. Cannan y sus segundos oficiales me escoltaron para cruzar la doble puerta, formando un triángulo a ambos lados y por detrás de mí. Cuando pasamos por delante de Steldor y Galen, Cannan le dio una palmada a su hijo en el hombro. Steldor no reaccionó al gesto de su padre, sino que mantuvo la vista clavada en mí. Yo estaba apunto de pasar al lado de la puerta cuando me llamó:

—Alera, espera. —Se acercó y me quitó la corona de la cabeza—. Esta vez no —me dijo, mirándome a los ojos—. No hace falta que seas un objeto todavía más visible. Yo te la guardaré hasta que vuelvas.

Asentí con la cabeza, agradecida, y continúe hacia delante con mis escoltas. El aire de la mañana inesperadamente frío, me entró en los pulmones; cuando llegamos a las puertas del patio, casi me quemaba. Allí nos esperaban cincuenta soldados de caballería en filas bien ordenadas. Halias y sus tropas estaban de pie al lado de sus monturas; los mozos de cuadra, que sujetaban a los caballos de las riendas, se acercaron a mí y a los tres militares superiores que iban a permanecer a mi lado durante todo el día.

Uno de los caballos había sido especialmente preparado para mí, con una elegante silla propia de una reina colocada encima de una manta que lucía los colores de Hytanica, el azul real y el dorado. El caballo era más grande de los que yo había montado hasta entonces, pero permanecía tranquilo al lado del mozo de cuadra. Tuve que saltar más de lo habitual para subir a la silla, pues sentía muchas miradas clavadas en mí y no quería parecer torpe.

Cuando todo el mundo hubo montado en los caballos, iniciamos la procesión a través de la ciudad. Éramos el centro de muchos ciudadanos, que se habían reunido a ambos lados de la avenida para despedirnos. Yo cabalgaba delante, detrás de Cannan y London, mientras que Destari y otros guardias de elite de alto rango protegían mi espalda.

Cruzamos las puertas de la ciudad en un silencio lúgubre y aumentamos un poco el paso. Volví a notar que muchos hombres me observaban, como si esperaran que me cayera del caballo. Sujete las riendas con fuerza, decidida a no desfallecer, pero tenía la sensación de que el mero hecho de que lo esperaran provocaría que sucediera. Poco después de salir de la ciudad, Halias y las tropas que estaban bajo sus ordenes de separaron de nosotros y se dirigieron hacia el este. Sin duda, iban a desempeñar algún papel en el intento de rescate de Miranna, si es que llegaban al encuentro.

Durante casi dos horas cabalgamos en dirección sur, hacia el río, a un paso constante. Yo me arrebujaba en la capa para protegerme del frío. Cuando por fin el puente apareció ante nuestra vista, el corazón se me acelero. Los cokyrianos observaban desde la orilla opuesta, a unos cien metros del río. Nos detuvimos. El ruido de las hojas de los árboles me hizo sentir más profundamente la aprensión, como si ese sonido anunciara el peligro que nos acechaba. Intenté, sin éxito, distinguir la figura de mi hermana entre las tropas enemigas, un poco menos numerosas que las nuestras. Ambos contrincantes observaban a su adversario desde uno y otro lado del ancho río Recorah; mientras, London se apresuró a situar a los arqueros a lo largo de nuestra orilla. Luego, el capitán nos hizo una señal para que avanzáramos y entráramos despacio en el estrecho puente.

Al llegar ante los cokyrianos, que formaban un sólido muro de uniformes negros, nos detuvimos, y las tropas que nos seguían nos imitaron. Un hombre y una mujer se encontraban al frente de la hilera enemiga se adelantaron con diez guardaespaldas. Reconocí a la Alta Sacerdotisa de inmediato, por su cabello rojizo, pero el hombre no me resultó familiar en aquel momento, y lo primero que pensé con pavor fue que el Gran Señor había venido con su hermana. Pero cuando el grupo se hubo acercado mas, su rostro se hizo mas nítido y el corazón me dió un vuelco. Narian estaba allí, después de todo.

Los cokyrianos desmontaron a medio camino de sus tropas y de las nuestras. Luego, uno de los guardias de la Alta Sacerdotisa se acerco a saludarnos.

—Nos hemos adelantado desarmados para hablar pacíficamente con la reina de Hytanica. Tened el honor de hacer lo mismo.

Aunque ya no podía prestar atención a mis acompañantes, si percibía el destello de la luz del sol sobre las hojas de sus espadas. Desmontamos, y doce guardias hicieron lo mismo para acompañarnos al encuentro de enemigo. Sin pronunciar una palabra, todos los hombres de nuestro grupo dieron sus armas a los hombres que quedaban detrás. Mire a London, pues me di cuenta de que no se había quitado la daga que siempre llevaba escondida en la bota. Su desconfianza respecto a nuestro enemigo me fascinó y me sentí agradecida por ello luego caminamos hacia adelante hasta que estuvimos a unos metros de los cokyrianos.

Los negociadores enemigos, que eran cuatro —entre los que se encontraban la Alta Sacerdotisa y Narian—, se separaron de su grupo y dieron unos pasos hacia nosotros. Sus capas negras y ribeteadas de rojo, ondulaban al viento. Cannan, London, Destari y yo avanzamos. Al acercarme a ese hombre cuyo tupido cabello yo había acariciado y a quien había besado mas veces de las que recordaba, me sorprendió ver hasta que punto había cambiado en solo seis meses. Había crecido y se había hecho significativamente más corpulento; ya no era un chico, y su complexión era comparable a la de mi esposo. Me pregunté que clase de entrenamiento debía de haber realizado durante ese medio año para haberse transformado hasta ese punto. A pesar de todo, sus ojos azueles y penetrantes eran los mismos. Busque compasión el ellos pero el amor que me había acostumbrado a percibir en su mirada se encontraba ausente. Solo pude ver una fría reserva que me recordaba nuestros primeros encuentros.

La presencia de Narian, aunque ya la esperaba, me afectó profundamente y no podía apartar los ojos de él. Me preguntaba si mi rostro delataba las emociones que sentía, la necesidad casi irreprimible de correr hacia él mezclada con la amargura que me provocaba saber que, tal como London había dicho, él era el enemigo, lo cual se hacia evidente por el hecho de que se encontraba frente a mi, codo con codo con la gente que había secuestrado a mi hermana.

En ese momento, al ver a Narian entre los cokyrianos, me pareció posible la terrible conclusión de Cannan según la cual había sido el quien había revelado la existencia del túnel. Una confusión devastadora me invadió. ¿Podría amar a Narian si el sentido común me decía que debía odiarlo, si incluso en ese momento deseaba encontrar su inocencia de todo eso? Me obligué a conducir los pensamientos hacia otro asunto más importante: mi hermana.

—¿Habéis traído a la princesa Miranna? —pregunto London con frialdad en cuando nos detuvimos a seis metros de los cokyrianos.

Me di cuenta de que la alta sacerdotisa, a pesar de que había sido mi presencia la que había exigido, era de mi antiguo guardaespaldas y su antiguo prisionero de quien no apartaba la mirada. Nantilam hizo un gesto con la mano y uno de sus guardias se coloco a su lado.

—No soy una ingenua —declaro Nantilam sin apartar sus ojos acusadores de London—. Si queréis recuperar a vuestra princesa, ella se encuentra en Cokyria. Pero os he traído pruebas de que se encuentra bien.

El peso de la desesperanza volvió a caer sobre mí, pues supe que ese día no seria el del rescate. Me esforcé por mantener la compostura. La única cosa que me impedía desfallecer era la presencia de la Alta sacerdotisa, a pesar de que la fuerza de la mirada de Narian me derrotaba.

—¿Qué pruebas? —pregunto London.

Por la tensa actitud de todos los hytanicos que me rodeaban, me di cuenta de que ese encuentro que acababa de empezar no iba a nuestro favor.

—Mi teniente trae una carta de la princesa Miranna para vuestra reina. A la princesa se le pidió que le hiciera saber a su hermana como estaba. Os aseguro que esta escrita de su puño y letra, y contiene detalles que demuestran que fue escrita ayer.

La teniente de Nantilam dio unos pasos hacia nosotros con un pergamino en la mano. Se hizo un silencio durante el cual London miraba con desconfianza a la Alta sacerdotisa, que esperaba a que un hytanico se adelantara también.

—Admiro vuestra precaución —dijo Nantilam finalmente, al ver que ninguno de nosotros se movía—. La de todos. Pero no sabréis nada más hasta que leáis este pergamino. Si no eres tú, London, quien lo va a venir a buscar, quizá tu amigo lo haga. —Miro rápidamente a Destari, que estaba cerca de London, y luego se dirigió a Cannan—. ¿O quizá vuestro capitán? —Finalmente, sus ojos se detuvieron en mí—. A lo mejor será vuestra reina quien se acercara, si la cobardía es todo lo que tenéis que ofrecer.

Esas palabras de desafío provocaron una gran tensión, pues yo era la única persona del grupo hytanico que no había sido ofendida. A pesar de todo, Cannan y London permanecían impávidos, y me sentí agradecida por ello. Finalmente se miraron un momento y decidieron.

Cannan dio un paso adelante, puesto que Destari tenía que permanecer a mi lado, y London, al igual que la Alta Sacerdotisa, asumió el papel de negociador. Con cada paso que daba, el capitán parecía durar mas de lo debido; mientras lo veía avanzar, mi mente se lleno de historias sobre la maldad del enemigo y supe que no todo era lo que parecía. Pero Cannan no se expondría, indefenso, ante ninguna situación insegura, a no ser que no lo quedara otra opción. Observe los rostros de los cokyrianos y me pregunte si tras esas expresiones inescrutables no se escondería un engaño. Intente convencerme de que no era así, pero cuando miré a Narian y recordé la ternura y compasión que se escondían tras su actitud distante y fría, me di cuenta de que ese enemigo podría esconder cualquier cosa.

El capitán se detuvo tres metros delante de nosotros y espero a que la soldado enemiga salvara la distancia que los separaba. Cuando lo hizo, el alargo la mano y cogió el pergamino.

—¡Cannan, apartaos! —gritó London.

El capitán retrocedió de inmediato y lo miró, alarmado. El guardia de elite dio un salto hacia delante mientras sacaba la daga que llevaba escondida en la bota y se la clavó a la teniente cokyriana en el cuello. La sangre mancho el jubón y el rostro de Cannan. La mujer soltó una exclamación y se llevo las manos al cuello con gesto desesperado antes de caer encima de Cannan. Entonces algo resonó en el suelo, a sus pies: una daga, una daga destinada al asesinato.

Cannan dejo caer a la teniente moribunda y a nuestro alrededor se desato un infierno. Los cokyrianos cargaron contra nosotros y sacaron armas que llevaban escondidas en todos los pliegues de sus ropas. El capitán le gritó a Destari. Que ya estaba mi lado, que me alejara de allí. London y otros más corrieron hacia el enemigo, a pesar de que todos los hytanicos debían de estar desarmados. Justo cuando Destari me sujetaba con fuerza para llevarme hacia los caballos vi que Cannan se sacaba una daga de una funda que llevaba atada en el brazo, y supuse que todos los demás habían hecho lo mismo.

Destari me lanzó sobre su caballo, salto a la silla detrás de mí y gritó a los guardias que acudieran a proteger a la Reina. Mire hacia atrás, hacia la refriega, y vi que Cannan y unos cuantos hombres se alejaban de la pelea y regresaban deprisa a sus monturas. Nuestros hombres galoparon hacia el puente y nuestras flechas cayeron sobre el enemigo. Busque frenéticamente a London con la vista, pues era uno de los pocos que faltaba, y por la actitud de duda de Destari supe que el hacia lo mismo.

—¡Destari! —grito Cannan al segundo oficial para hacerle reaccionar.

Justo cuando mi guardaespaldas tomo la decisión de huir, vimos que unos soldados cokyrianos sujetaban a London, que se debatía inútilmente, y se lo llevaban arrastrando hacia el reino del Gran Señor. Destari me sujetó por la cintura con un brazo, espoleo a su caballo y nos alejamos galopando en dirección contraria.

Cruce con paso débil y dando traspiés las puertas del palacio. Llevaba el pelo revuelto y tenia la ropa destrozada, lo cual asombro a los guardias posicionados ante la puerta principal. Destari me siguió. Detrás de el entraron otros hombres de nuestro grupo hablando frenéticamente entre ellos para intentar averiguar lo que había sucedido y decidir que había que hacer a partir de ese momento.

Steldor, Galen y unos cuantos de los guardias del Rey salieron de la antecámara al oír el ruido. Justo en ese momento Cannan llegaba al frente de sus tropas y sus ropas manchadas de sangre llamaron la atención de todos los que habían permanecido en el palacio. Antes de que Steldor dijera nada, Destari avanzo hacia su capitán y lo miro con una extraña expresión enloquecida en sus ojos negros.

—Hemos tenido que abandonar a London —dijo—. ¡Dejamos que los cokyrianos se lo llevaran después de que él os salvara la vida!

—¿Qué ha sucedido? —interrumpió Steldor acercándose a su padre.

—No era mi intención perder a London —replico Cannan con vehemencia.

—¡Entonces, ¿Por qué no habéis enviado a unos hombres a buscarlo?! —Destari casi gritaba de rabia e inquietud.

Steldor frunció el ceño, intentando desesperadamente deducir que había sucedido durante la negociación, aunque era evidente que algo había salido terriblemente mal.

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