Authors: Cayla Kluver
—Está vivo, pero varias flechas lo han atravesado —me dijo Steldor en voz baja y con expresión de inseguridad respecto a cómo me iba a tomar yo la noticia—. Ha perdido gran cantidad de sangre y se encuentra débil. El médico está decidiendo si se puede intentar quitarle las flechas.
Palidecí al oírlo y, automáticamente, traté de acercarme hasta él.
—Será mejor que no lo veas —me dijo Steldor mientras me sujetaba por el brazo—. Siéntate aquí. De todas formas, London no se daría cuenta de que estás a su lado… Está inconsciente a causa del dolor y de la conmoción.
Obedecí e intenté controlar mis emociones. Si tenía la oportunidad de hablar con London, debía mostrarme fuerte por él, tal y como él siempre se había mostrado conmigo. Steldor regresó junto a los demás hombres y retomó la conversación, que se había convertido en un susurro desde que yo había llegado. Esperé, igual que los demás, a oír la decisión de Bhadran. La inmovilidad y el silencio de London hacían que esa situación me resultara irreal, como si fuera una farsa. Casi como si me hubiera leído el pensamiento, London habló con voz débil, esforzándose:
—¿Es que nadie me va a sacar esas malditas flechas del cuerpo?
Me levanté del sillón, deseando verlo, pero Steldor levantó una mano para impedírmelo. Destari acababa de colocarse al lado de London en ese momento y yo me volví a sentar a regañadientes, pero lo hice en el bode del sillón. Estaba segura de que el hecho de que se hubiera despertado era una buena señal.
—No te muevas —le dijo Destari a su amigo—. El médico va a decidir qué hay que hacer.
Cannan también se acercó a la cama, pero con una intención diferente.
—¿Qué noticias hay de Cokyria? —preguntó, directo como siempre.
—Siempre un hombre de pocas palabras —repuso London, pronunciando despacio y con gran esfuerzo—. Supongo que tiene miedo de que muera. Quiere conseguir la información cuanto antes.
London soltó una carcajada débil que se convirtió en un ataque de tos. Alarmada, me di cuenta de que al respirar emitía un ruido extraño, como si hubiera líquido en sus pulmones. Al cabo de unos momentos, cuando dejó de toser, continuó:
—Los cokyrianos están reuniendo sus tropas. Se preparan para un ataque con todas sus fuerzas. Nos superan ampliamente en número… y tienen a Narian. Él dirigirá el ataque.
—¡No! —grité si querer.
Me puse de pie y corrí hacia London. Sus palabras eran demasiado terribles para ser ciertas. Steldor me cogió en cuanto me acerqué a la cama y me atrajo hacía sí, pero no consiguió evitar que viera las heridas. London estaba tumbado sobre la espalda. Tenía el rostro pálido, sudoroso y cubierto de polvo. Le habían rasgado la camisa, pero no tenía todo el torso al descubierto. A pesar de ello, vi, entre la sangre seca y el polvo, tres flechas rotas: una en el hombro, otra en el pecho y la última en el estómago. Sobresalían de su pecho formando unos ángulos extraños. Alrededor de las flechas, la piel se veía hinchada y amoratada, y colgaba de la madera de las flechas como tela de araña.
Me quedé sin respiración y me aferré a Steldor, desesperada al ver las heridas de London. Mi esposo me abrazó con más fuerza, y yo apreté el rostro contra su hombro, pues no quería ver nada más.
—Solamente digo lo que vi —añadió London, y supe que sus palabras iban dirigidas a mí.
Cannan retomó rápidamente lo que le interesaba de todo aquello, sin hacer caso a mi reacción. —¿Cuánto falta para que estén preparados para atacarnos?
Levanté la cabeza y procuré mirar a London a la cara. Él estaba intentando cambiar de posición en la cama, pero soltó un grito y abandonó el intento. Se quedó pálido y estuvo a punto de perder el conocimiento otra vez. Al cabo de unos momentos en los que se esforzó por recuperar la respiración, respondió:
—Se estaban preparando para mover las tropas cuando me fui —dijo, con mayor dificultad que antes—. Me costó un poco marcharme sin que me siguieran. Nos queda poco más de una semana antes de que lleguen al otro lado del Recorah.
Se hizo un silencio y los militares reflexionaron sobre esas palabras. Al cabo de un momento, Cannan le hizo un gesto al médico para que se acercara a él en un aparte, pero London los detuvo:
—Dejad que diga lo que piensa. Tengo derecho a saber cuán graves son mis heridas.
Bhadran se mostró inquieto y miró a Cannan con una expresión casi de súplica. Era evidente que no deseaba dar las malas noticias al moribundo.
—London tiene razón —dijo el capitán con voz ronca—. ¿A qué conclusión has llegado?
El anciano doctor suspiró y se frotó la nuca. Por fin, nos dijo cuál era su opinión.
—Una de las flechas le ha destrozado el omóplato izquierdo, y ha perdido la capacidad de mover el brazo; la segunda le ha perforado el pulmón, por eso le cuesta respirar, y la tercera le ha provocado una gran hemorragia interna en el abdomen. Está vivo porque ninguna de las flechas le ha dado en un órgano vital. A pesar de ello, debería haber muerto desangrado, pero las heridas se han cerrado alrededor de las flechas y eso ha impedido que continuara perdiendo sangre. De todas formas, la infección está creciendo por dentro, lo que se ve por la hinchazón y la rojez de las heridas, y por la fiebre. —Bhadran miró a London con expresión profundamente triste y terminó su explicación—: Dos de las flechas no pueden ser extraídas. La única forma de sacarlas sería volver a abrir las heridas, lo cual causaría más daño y un dolor insoportable. Hacerlo no tendría sentido, porque se desangraría. El mejor consejo que puedo dar es que procuremos que esté lo más cómodo posible mientras sucumbe a la infección, al sangrado interno o al tétanos.
Se hizo un silencio. Al final, London esbozó una sonrisa torcida:
—Parece que está de acuerdo contigo, Cannan. Cree que voy a morir.
Yo no podía respirar y me di cuenta de que tenía las mejillas mojadas de lágrimas. Apreté los dientes, pues me sentía débil y patética. Sabía que no podía hacer nada. London me miró con sus ojos índigo, esforzándose por mantener la vista enfocada.
—Quiero que me saquéis estas flechas ahora —ordenó de repente con una resolución sorprendente.
El doctor lo miró con incredulidad y se volvió hacia los hombres.
—Intentad hacerle entrar en razón. Le daré algo para el dolor y para que pueda descansar, pero no soy un hombre cruel. Eso es todo lo que estoy dispuesto a hacer.
Bhadran colocó una botellita encima de la mesilla de noche, hizo una reverencia hacia a Steldor y hacia mí y se marchó. Steldor me llevó de nuevo al sillón que había al lado de la chimenea. Caminé apoyada en él, pues mis piernas se negaban a sostenerme. Me senté y me concentré en respirar despacio para aclarar la mente. Me sentí agradecida de que él se quedara a mi lado sin quitarme la mano de encima del brazo.
London iba a morir. Esas horribles heridas que los cokyrianos le habían infligido, esas heridas que yo deseaba no haber visto, le provocarían la muerte. Un profundo sentimiento de desamparo me invadió. Pronto, mis dos compañeros de la vida me habrían abandonado: primero Miranna, y luego London. Además, el hombre a quien hacía tiempo que amaba se había marchado hacía mucho y ahora iba a luchar para su despiadado señor. Quería chillar, soltar una maldición: todo mi mundo había desaparecido de forma horrible.
—Destari —dijo London, y su amigo se acercó—: Destari, si el médico no me las va a sacar, debes hacerlo tú.
El enorme guardia de elite retrocedió un poco, renuente.
—El dolor será insoportable —arguyó Destari negando con la cabeza—. London, lo siento, no puedo ser la causa de…
—El dolor bajará cuando me las hayas sacado y, a pesar de la opinión del médico, tengo intención de recuperarme —gruñó London—. No puedo…, voy a perder la conciencia pronto así que no me enteraré mucho. Necesito que hagas esto por mí.
Destari dudó un momento, debatiéndose ante el horrible dilema que se le planteaba: o bien tenía que provocar una agonía insoportable a su amigo, o bien ignorar su petición, quizá la última que le haría nunca.
—No tiene sentido esperar —dijo London, adusto—. Si tengo que morir, déjame hacerlo intentando vivir.
Destari, tenso, aceptó.
—Así sea. —Y dirigiéndose a Cannan, dijo—: Señor, necesitaré mucho alcohol y paños para parar la hemorragia. También precisaré que un par de hombres lo sujeten…, pues tendré que extirpar las puntas de las flechas. Si consigue sobrevivir a eso, necesitaré vendas y ropa de cama limpia.
—Galen y yo te ayudaremos —se ofreció Steldor. Aunque Galen lo miró con las cejas arqueadas, el sargento no puso ninguna objeción. Steldor miró a su padre y añadió—: Y deberías llevarte a Alera de la habitación.
—Yo me encargó de todo —contestó el capitán, dirigiéndose tanto a los guardias de elite como a su hijo.
Ya me había puesto de pie cuando Cannan se acercó a mí, y caminé hasta el pasillo. Al llegar a la puerta me detuve para dejar que él me precediera y enviara a Casimir a buscar todo lo que necesitaban. Cuando salí me dejé caer en el suelo, pues no me decidía a marcharme. Me apoyé en la pared, al lado del al puerta. Si regresaba a mis aposentos no sería capaz de dormir, y quería estar cerca de él cuando le llegara la hora de la muerte. Cannan me miró, comprensivo, y bajó las escaleras con Casimir para ir a buscar todo lo que le había pedido.
Al cabo de poco, Casimir regresó con una sirvienta. Entre ambos llevaban todas las cosas que Destari necesitaba. Pero solamente el guardaespaldas del Rey entró en la habitación y, luego hizo un segundo viaje a buscar otras cosas. La sirvienta se marchó apresuradamente, dejándome sola en el pasillo con Casimir y mis guardaespaldas, que permanecieron a cierta distancia para facilitarme un poco de intimidad.
Oí que London gemía y pensé que Destari debía de estar desinfectándole las heridas antes de comenzar. Luego se hizo un silencio pesado. Al cabo de un momento se oyó un grito medio ahogado y deseé que aquel silencio nunca hubiera terminado. Me abracé las rodillas contra el pecho y me mordí el labio inferior hasta que me sangró, pero conseguí resistir la tentación de meter la cabeza entre los brazos para no oír nada más. Otro grito agónico, y luego otro más, tantos que al final no era consciente de mis propios sollozos. Deseaba que ese tormento terminara, pero, cuando por fin los gritos se apagaron, el miedo me atenazó, pues no supe si Destari había interrumpido la carnicería o si London, finalmente, había sucumbido a ella.
Pasó un ahora. Los guardias y las sombras del pasillo en penumbra eran mi única compañía. Temblaba de frío, pues esa parte del palacio sólo estaba caldeada por el calor que subía de las habitaciones de abajo y yo no había pensado en coger un abrigo. Pero ese frío, en el fondo, casi me sentaba bien, pues me ayudaba a combatir el mareo.
Al final, la puerta se abrió y Galen salió al pasillo seguido de Steldor. Ambos tenían las manos, los brazos y las camisas manchadas de sangre. El sargento cruzó el pasillo con paso torpe y se apoyó con la mano en la pared de enfrente, que manchó de sangre, y se dobló hacia adelante para vomitar sobre el suelo de madera. Me puse en pie inmediatamente justo en el momento en que Galen se tapaba la boca con la mano y me di cuenta de que tenía el rostro de un extraño todo verdoso. Steldor se acercó a su amigo y le puso una mano en el hombro. Luego me miró con pesar.
—Alera, no deberías haberte quedado aquí. No hacía falta que lo oyeras.
—¿Cómo está?
Justo en ese momento Destari salió al pasillo. No tenía manchas de sangre, como los otros dos, sino que estaba tan completamente de ella que sentí náuseas; tuve que cerrar los ojos para no imitar a Galen. Cuando por fin mi estómago se hubo calmado, Destari se quitó la camisa y se limpio la sangre de los brazos y de las manos con ella. Estaba pálido, todo su cuerpo, tenso, y parecía haber olvidado que yo estaba allí. Seguramente, lo que había visto y hecho durante la última hora y media era demasiado para preocuparse por mi sensibilidad.
—Destari, ¿cómo está? —pregunté, pues él era quien mejor podía responderá mi pregunta.
El guardia de elite interrogó con la mirada a Steldor y a Galen, pero ninguno de ellos dijo nada.
Frustrada, quise abrirme paso entre ambos para entrar en la habitación de London.
Steldor me agarró por la cintura y me apartó de la puerta.
—Alera, no.
—Dentro está hecho un asco —me dijo Destari, mirándome como si acabara de regresar de los infiernos—. Por lo menos, dejadnos limpiar un poco.
Asentí con la cabeza, y Destari y Galen volvieron a entrar en la habitación. Steldor no quería dejarme sola en el pasillo, con la única compañía de unos guardaespaldas a quienes casi no conocía.
—¿Por qué no vas a buscar una sirvienta para que limpie la habitación? —sugirió finalmente, pues quería darme una ocupación—. Ahora mismo la única cosa que se puede hacer es esperar.
Me dio un beso en la mejilla y luego entró también en la estancia. Bajé por la escalera de caracol para ir a buscar a una sirvienta, y mientras tanto me di cuenta de que estaba amaneciendo. Luego regresé al pasillo delante de la habitación de London y empecé a caminar arriba y abajo mientras la sirvienta fregaba el suelo. Deseaba que hubiera alguna otra forma de ser útil. Me pareció que pasaron horas hasta que Steldor abrió la puerta y me hizo un gesto para entrara.
London estaba inconsciente en la cama, y el pecho bajaba y subía casi imperceptiblemente al ritmo de su respiración. Le habían quitado la camisa y tenía el torso envuelto en vendas casi del mismo color que su piel. También le habían cambiado la ropa de cama, y el fuego de la chimenea consumía los restos de las viejas sábanas.
Me acerqué a él. Destari puso una silla al lado de la cama para que me sentara. Toqué la frente de London y el calor que noté me sorprendió, pues por la palidez de su piel había esperado encontrarla fría. El doctor tenía razón cuando dijo que London tenía la fiebre muy alta. Le aparté unos mechones plateados de los ojos, sabiendo que, tuviera donde tuviera la mente en esos momentos, no era consciente ni de su cuerpo ni del hecho de que cuando despertara, si es que lo hacía, el dolor sería mil veces más intenso.
RESPUESTAS
Permanecí todo el día al lado de London y solamente me alejé un momento para ir a buscar unos libros a la biblioteca. Steldor y Galen se habían marchado a atender sus asuntos, y mi esposo había dado instrucciones para que me enviaran la comida a la habitación de London. Destari me hizo compañía durante todas esas horas y, de vez en cuando, removía el fuego, pero él y yo hablamos muy poco mientras esperábamos a que nuestro amigo diera alguna señal de vida aparte del sonido de su débil respiración. Al final, apoyé la cabeza en el borde del colchón y me quedé dormida con una mano encima del brazo de London mientras rezaba para que reaccionara.