Authors: Cayla Kluver
—No olvidaré nada de lo que ha pasado entre nosotros, Alera, pero tienes que seguir tu camino. No me defiendas, no intentes ayudarme. Ya no soy el que era. Ahora soy tu enemigo.
Sin duda, mi rostro mostró el horror que sentí en esos momentos. Entonces todo a mi alrededor se me hizo oscuro. No veía nada, no oía nada. Era incapaz de respirar, como si mis pulmones no pudieran llenarse de aire. Me sentí profundamente sola y perdida. Halais se acercó a mí y me pasó el brazo por la cintura; no me resistí. Dejé que me llevara hacia Cannan, y el capitán levantó la mano, la señal para que sus hombres volvieran a apuntar con las flechas. El mareo se me pasó un poco y volví a distinguir la forma de la casa. Vi que Destari empujaba a Narian por el hombro para que avanzara, pero el joven no se movió. Me di cuenta de que los hombros que tenía a mi alrededor estaban tensos, deseosos de disparar las flechas.
Sin embargo, el capitán no les dio permiso para disparar.
En lugar de ello, preguntó al joven de diecisiete años que lo miraba desafiante:
—¿Vas a rendirte, chico?
—¿Vas a soltarme, capitán, por el bien de tus tropas?
Cannan lo observó con expresión crítica y luego dio la respuesta que todos esperaban.
—No te vamos a soltar.
—Siento oír eso.
—Acércate por tu propia voluntad o…
—Y también siento esto.
Hubo una explosión de fuego que rápidamente formó un muero que nos separaba de Destari y de Narnian. Los caballos relincharon y se desbocaron, en unos casos llevándose a sus jinetes con ellos y en otros tirándolos al suelo. Halias me empujó hacia atrás para alejarme del fuego. El caballo de Cannan se encabritó, alarmado, pero al final Cannan consiguió no alejarse de la zona. Los hombres gritaban, se quitaban las capas para ahogar las llamas; yo apreté la cara contra el pecho de Halias para esconderme de ese estrépito.
—¿Dónde está? –preguntó Cannan con voz fiera y terrorífica a sus soldados—. ¡Encontradlo! Buscad en el bosque, no puede estar muy lejos.
Levanté la cabeza y vi que el muro de fuego había desaparecido y que todo había quedado a oscuras y con olor a humo. Los hombres se apresuraron a cumplir las órdenes de Cannan, espoleados por la evidente frustración de su capitán. Mientras Cannan miraba hacia la parte delantera de la casa vi que su expresión mostraba otra emoción: preocupación. ¿Dónde estaba Destari?
Puesto que su caballo se había tranquilizado bastante, Cannan desmontó, cogió una antorcha de uno de sus hombres y se dirigió hacia la puerta principal de la casa de Koranis en busca de su segundo oficial. Me separé de Halais para seguirlo, preocupada también, y mi vigilante no tuvo otra opción que seguirme.
El capitán no tardó mucho en ver a Destari, que se encontraba tumbado en el suelo a unos metros de distancia con la espada apoyada en la pared de la casa. Desde esa distancia, tenía la postura de un muñeco roto, pero me quité esa idea de la cabeza y corrí hasta mi guardaespaldas.
Cannan ya se había arrodillado a su lado. Destari había aparado su mano, ensangrentada, del estómago. Incluso con la poca luz que había pude ver la gran mancha oscura que se expandía por todo su jubón.
—¿Es muy mala la herida? –preguntó el capitán.
—Podría ser peor –contestó Destari, con una mueca.
Apoyó la cabeza en la pared de la casa, el rostro pálido y empapado de sudor, y volvió a apretarse la herida con la mano—. Es…, he intentado evitar que escapara. Creí que estaba… pero siempre lleva un arma.
Se me aceleró el corazón, pues sabía de quién era el arma que Narian había utilizado. Me esforcé en apartar la culpa que casi me obligaba a confesar, pues a pesar de que Destari estaba herido, me alegraba que Narian hubiera escapado.
—Haré que uno de los hombres se ocupe de ti.
Cannan se puso en pie e hizo una señal a un soldado que se encontraba cerca. Cuando el hombre se acercó, el capitán lo mandó en busca de algo que pudiera ayudar a tratar las heridas de mi guardaespaldas. Luego volvió a dirigir la atención a Destari.
—¿Puedes montar?
—Puedo llegar a la ciudad.
—Bien.
—Debo reconocer, señor, que podría haberme matado.
—Cannan observó a su guardia de elite un momento, pero no dijo nada. Luego se dirigió a su caballo y volvió a montar. Dio órdenes a unos soldados para que fueran hasta el puente y ordenaran a las patrullas de la frontera que buscaran a Narian, aunque no tenía mucha confianza en que sus órdenes surtieran efecto.
Halais y yo permanecimos con Destari hasta que alguien trajo vendas y ungüentos. Luego fuimos hasta donde estaba Cannan y oí las palabras que un solado le dirigía en ese momento.
—Señor, no hay rastro de él. Hemos buscado en el bosque tanto como hemos podido, pero no podemos encontrar su rastro en la oscuridad. Quizás podamos encontrarlo si regresamos por la mañana…
—Mañana será demasiado tarde –dijo el capitán, cortante—. Ve a buscar a los demás, diles que regresaremos a la ciudad.
En cuanto hubieron vendado a Destari para que pudiera realizar el trayecto a caballo y lo ayudaron a montar, partimos. Yo cabalgaba delante de Halias, en su caballo, sin protestar. Me sentía agotada y me dolía la cabeza del esfuerzo de intentar comprender todo lo que había sucedido. Pero lo peor de todo era el profundo dolor que las últimas palabras de Narian me habían provocado en lo más hondo del corazón.
AL DIABLO LA DISCRECIÓN
La ciudad estaba muy tranquila cuando cruzamos las puertas de hierro que protegían la entrada. La avenida también permanecía completamente vacía. Poco antes de que llegáramos a palacio, Cannan despidió a sus tropas para que pudieran regresar a su acuartelamiento. Luego ordenó a uno de sus hombres que llevara a Destari a la enfermería. Los otros guardias de elite continuaron con nosotros. Me pareció que el capitán intentaba evitar llamar la atención. Por primera vez desde que había abandonado el palacio esa tarde, pensé en Steldor y me di cuenta de que probablemente no sabía nada de esa acción militar. Destari, desde luego, no se lo habría dicho, sabiendo la posición en que me colocaba a mí, y pensé que lo mismo era aplicable a Cannan. Estaba claro que si Steldor se enteraba, tendrían problemas.
Por desgracia, los problemas nos esperaban, pues Steldor, Galen, Casimir y dos guardias de palacio se encontraban en el vestíbulo principal cuando llegamos. En cuanto las puertas se abrieron, los ojos de Steldor se dirigieron hacia mí con una expresión de frustración, enojo y preocupación a la vez. Vi que los guardias eran los que acostumbraban a vigilar en las entradas de palacio, y deduje que Cannan debió de haberlos alejado de su puesto para que Destari me pudiera sacar de palacio sin que se dieran cuenta. Al ver a esos cinco hombres juntos era fácil deducir de qué habían estado hablando y qué debían de haber averiguado.
Steldor, seguido por Galen, avanzó hacia su padre. La expresión de preocupación había desaparecido de su rostro.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó.
Los guardias de elite que se dirigían hacia sus habitaciones del ala este se detuvieron, repentinamente alertas.
—No es el lugar —repuso Cannan en tono cortés—. En mi gabinete.
Steldor lo fulminó con la mirada. No tenía ninguna intención de obedecer. Pero Galen lo cogió del brazo para darle un ligero empujón en esa dirección. Antes de que Cannan los siguiera, le dio una orden a Halias:
—Lleva a Alera a sus aposentos.
Steldor se detuvo en seco y se giró hacia su padre para contrarrestar su orden.
—No, llévala al gabinete.
Cannan miró a su hijo con expresión tranquila y seria, pero éste le devolvió una mirada furiosa y se mostró decidido:
—Es evidente que está involucrada en esto, sea lo que sea. Así que si vamos a hablar, va a venir todo el mundo.
Al cabo de un tenso momento, Cannan asintió y Halias condujo a Steldor y a Galen hacia delante. Con cierta inquietud me di cuenta de que les hacía una señal a Casimir y a los guardias que antes se iban a marchar para que vinieran también.
Cuando estuvimos todos en la estancia, el capitán se situó detrás del escritorio, pero permaneció de pie. Steldor se puso frente a él, y el resto de nosotros nos colocamos alrededor de las paredes de la habitación, como dejando inconscientemente cierto espacio a padre e hijo..
—¿Y bien? —preguntó Steldor con aire beligerante.
—Teníamos la oportunidad de capturar a Narian. Evidentemente, no ha salido como habíamos planeado.
—¿Porque no habéis capturado a Narian? ¿O porque yo me he enterado?
El capitán respiró profundamente con una actitud que parecía de resignación.
—No lo comprenderás ni lo aceptarás, pero era importante que…
—Oh, lo comprendo perfectamente. Era importante que el Rey no se enterara de que utilizabais a la Reina como cebo. Ése ha sido su papel en todo esto, ¿no?
Por primera vez desde que lo conocía, Cannan no supo qué contestar, incapaz de mentir directamente a su hijo, pero renuente a decir la verdad y culparme. Ese segundo de indecisión fue suficiente para poner a Steldor en alerta. Éste miró a su padre, y yo recé para que no juntara las piezas del puzle. Si lo hacía, no sabía qué me podía suceder.
—Ella iba a encontrarse con él —declaró por fin en tono abatido, pues se había dado cuenta—. Ella iba a encontrarse con él por decisión propia, y vosotros aprovechasteis su idiotez.
Lo único que me quedaba por esperar era que Steldor mantuviera la atención dirigida hacia Cannan, en el hecho de que él hubiera ocultado cuál era la situación. Yo tenía la boca seca e intentaba no respirar siquiera; deseaba que la Tierra me tragara. La única seguridad era sentir a mi lado a Halias, sólido y tranquilizador, a punto para protegerme si mi esposo perdía el control.
Steldor cerró los ojos en un intento de controlar sus emociones. Puso ambas manos encima de la mesa del capitán y bajó la cabeza, pero todo su cuerpo estaba tenso. El silencio era espeso, pero parecía fácil de romper, frágil, amenazador.
—¿Cómo? —preguntó por fin—. ¿Cómo se acordó ese encuentro? ¿Cuándo hablaste con él? ¿Durante la negociación?
Me di cuenta de que se dirigía a mí, pero yo estaba demasiado asustada para contestar, pues tenía miedo de hacerle perder el control. A cada segundo que pasaba, su enojo aumentaba.
—N-Narian… —respiré profundamente deseando disimular el temblor de la voz.
Al ver mi dificultad, Cannan habló en mi lugar.
—De alguna forma, Narian consiguió entrar en palacio después de la negociación, mientras nosotros estábamos discutiendo en el vestíbulo principal. Él y Alera hablaron en tus aposentos.
La respuesta de Cannan me sobresaltó, pues no había esperado que hablara con tanta franqueza, dado el estado de ánimo de su hijo. Steldor no levantó la cabeza ni cambió de postura, pero el esfuerzo por controlar la furia hacía que todo su cuerpo temblara. Estaba peligrosamente a punto de pasar una frontera, y yo temía descubrir qué había más allá.
—En mis aposentos. Él ha estado en mis aposentos, y ella no dio la alarma. Él estuvo aquí, en palacio, y ella no llamó a la guardia, ni siquiera hizo el más mínimo ruido.
Parecía que no se dirigiera a nadie en particular, como si simplemente intentara aceptar lo que había sucedido. Prorrumpió en carcajadas, pero en ellas no había la más mínima alegría. Luego, se volvió hacia mí. Me acerqué un poco a Halias al ver que en sus ojos oscuros se escondía una furia más que inquietante.
—¿Lo besaste? —preguntó. La risa había desaparecido por completo.
Tartamudeé, sin saber a qué conclusiones podía llagar él si yo dejaba esa cuestión abierta.
—¿Lo besaste? —repitió Steldor con voz atronadora, y yo me encogí.
Me di cuenta de que en su mirada faltaba algo, ese algo que, en el fondo, era un recordatorio de que me quería, y de repente comprendí por qué Cannan había traído a tantos guardias con él. Sabía que, al no contestar, me pondría en un peligro mayor, pero también sabía que Steldor detectaría una mentira. Recé para que Halias y los demás fueran capaces de detenerlo si hacía falta.
—No… y sí. Es decir él me besó —dije, insegura e incapaz ya de disimular el temblor en la voz.
—Y tú lo rechazaste, ¿no es así?
—Bueno, no, quiero decir…, es decir… —Me quedé sin palabras y me ruboricé—. Pero ahora ya no importa…
—Importará cada día hasta que llegue el momento de que te vayas al Infierno por adúltera, pequeña…
—¡Steldor! —ladró Cannan, deteniendo a su hijo antes de que hablara más de la cuenta—. ¡Refrénate!
Sin embargo, Steldor no lo escuchaba. Con gesto furioso, lanzó al suelo todos los objetos que había encima de la mesa del capitán; luego cogió la silla de madera que tenía más cerca y la rompió contra el suelo de piedra con tanta fuerza que las astillas de madera salieron volando. Después lanzó una de as patas rotas contra uno de los armarios donde su padre guardaba las armas, y el cristal de la puerta se rompió. Me quedé sin respiración y me apreté contra la pared mientras Halias me protegía con su cuerpo. Casimir y los otros guardias de elite estaban en alerta. Pero Cannan se limitó a cruzar los brazos y a dar un paso hacia atrás mientras miraba estoicamente cómo su hijo destrozaba la habitación. Dudé de que Steldor fuera consciente de lo que estaba haciendo: ahora estaba rompiendo las estanterías, los libros caían al suelo y se oían ruidos de cristales rotos. Finalmente, el resto de los armarios de las armas también acabaron destrozados.
Por fin, el estropicio llegó a su fin y la habitación quedó en un silencio que parecía vibrar. Saqué la cabeza de mi escondite detrás de Halias y vi que Steldor estaba de pie delante del escritorio de Cannan. Respiraba agitadamente, y su cuerpo todavía expresaba furia, como si el único motivo de que se hubiera detenido fuera que se había quedado sin cosas que romper. El capitán lo escudriñó con atención, impasible y decididamente impávido.
—¿Has terminado? —le preguntó en un tono que dejaba claro que todavía estaba al mando de la situación, a pesar del alboroto—. Si no, tus aposentos te están esperando.
Padre e hijo se miraron a los ojos, y aunque Steldor todavía estaba tenso, se notaba que el agotamiento físico y emocional lo vencía. Para mi alivio vi que ya no estaba tan rabioso, aunque no estaba segura de estar a salvo si me acercaba demasiado a él. Cannan hizo un levísimo gesto de cabeza a Halias para que me llevara fuera de la pieza, y el guardia de elite, sin decir palabra, me cogió del brazo y me llevó hacia la puerta que quedaba a nuestra derecha y que daba a la sala de la guardia y, de allí, al vestíbulo principal. Dejé que me llevara escaleras arriba, hasta mis aposentos, sin decir palabra. Cuando llegamos, me dejó sola. Yo sabía que deseaba preguntarme si Narian había dicho algo sobre Miranna, pero se mordió la lengua y tomó su posición en el pasillo, respetando mi cansancio. Fui rápidamente a mi dormitorio y me senté en el borde de la cama, intentando encontrarle el sentido a todo lo que había sucedido. Estaba aterrorizada ante la faceta que acababa de descubrir en mi esposo. Todo el mundo sabía que tenía un carácter violento, pero nunca me hubiera imaginado que fuera capaz de tal comportamiento. ¿Cómo podría impedir una explosión similar la próxima vez que me encontrara con él? En el gabinete de Cannan no me había hecho daño, pero ¿y si estábamos solos? ¿Qué haría, entonces? A pesar del cansancio, no podía tumbarme, pues estaba demasiado agitada y asustada para dormir.