Alera (29 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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—El capitán de la guardia nos ha mandado salir –dijo Destari a los calcetines que se encontraban apostados a cada lado de la puerta.

Para mi alivio, éstos se apresuraron a hacer una señal a los guardias que se encontraban en los torres para que subieran a las puertas de hierro. Los centinelas no se habían atrevido a cuestionar al segundo oficial ni a su acompañante, y de repente me sentí agradecida de que Destari no me hubiera dejado hacer el trayecto sola. No estaba segura de que esos guardias hubieran obedecido tan rápidamente a su reina, pues no conocía qué tipo de órdenes seguían; en cualquier caso, estaba absolutamente segura de que habrían informado a Cannan de mis actividades.

Cruzamos los campos bajo la suave luz agrisada del final de la tarde. El frío había aumentado ahora que habíamos acelerado del paso, y me arrebujé con la copa y la capucha mientras me dejaba conducir siguiendo el paso constante de la montura de Destari. Cuando llegamos a la propiedad de Koranis, ya estaba demasiado oscuro para distinguir lo que teníamos alrededor.

Me di cuenta de que no había ningún otro caballo ante la casa, y sentí una repentina aprensión. ¿Habíamos llegado antes que Narian? ¿O quizás él nos estaba esperando detrás de la primera hilera de árboles para ver si no había mantenido mi promesa de acudir sola a la cita? Y si ése era el caso, ¿se encontraría ya de camino hacia el campamento cokyriano, decepcionado por mi incapacidad de mantener una promesa? Ese último pensamiento me hizo desear llamarlo en voz alta, pero contuve la necesidad de hacerlo. Desmonté y caminé hacia la casa de Destari.

La puerta principal no estaba cerrada, y recordé lo que London había hecho el día en que me encontró allí, hacía tan sólo unos meses. Casi sonreí al pensar la expresión que pondría Koranis si se enteraba de la vidente vulnerabilidad de su casa. Pero Destari hizo que el bueno humor me abandonara rápidamente. El guardaspaldas entró en la casa delante de mí con la espada desenfudada, listo para enfrentarse a un ataque. Al ver que no sucedía nada, se relajo un poco.

—Esperaba que alguien te acompañaría.

La voz de Narin, procedente del oscuro interior de la casa, sobresaltó a Destari, que rápidamente alargó el brazo para impedir que yo avanzara.

La silueta de Narian era casi invisible. Entonces encendió una lámpara que sujetaba con una mano y lo vimos, vestido de negro, y con una capucha que le cubría el cabello rubio y que le permitía ocultarse entre las sobras. Sin decir nada más, con un gestó nos indicó que pasáramos por la puerta que daba al comedor de la casa. Yo hice ademán de empezar a caminar, pero mi guardaespaldas volvió a detenerme poniéndome una mano en el hombro, pues no quería darle la espalda a nuestro enemigo. Narian se encogió de hombros rápidamente y entró delante de nosotros para demostrar sus buenas intenciones. Colocó la lámpara encima de la pulida superficie de la mesa y se sentó a uno de sus extremos. Destari y yo nos colocamos frente a él.

—Estoy seguro de que tienes preguntas que hacerme –dijo Narian, directo, mientras se quitaba la capucha de la cabeza.

—¿Mirianna? –solté inmediatamente.

—Está bien –respondió él, bajando un poco los ojos.

Abandoné los últimos restos de miedo que me habían atenazado hasta ese momento ante esa débil garantía de que mi hermana estaba viva. Sentí que por fin podía soltar el aire que había estado aguantando desde que había desaparecido. Luego percibí la expresión de dolor que había en los ojos de Narian y me di cuenta de que había más cosas.

—¿Qué sucede? ¿Qué pasa? ¿Dónde está ella?

—No debes temer por su seguridad. Se encuentra en el templo de la Alta Sacerdotisa, y la están tratando de manera muy parecida a como me trataron a mí mientras fui prisionero aquí en Hytanica.

—Pero eso no tiene sentido –respondí, frunciendo el ceño al recodar cuál era la estrategia del enemigo—. ¿Por qué la tratan tan bien? ¿Para qué propósito debe servirles, todavía?

—Ya les está sirviendo para su propósito. Si recibe un trato tan bueno es por mí.

Fruncí el ceño, confundida. Mire a Destari y al ver su expresión de dolorosa comprensión todavía me preocupé más.

Al ver que yo no lo comprendía, Narian me lo explicó.

—He aceptado cumplir las órdenes del Gran Señor para asegurarme de que no le hacen ningún daño a Miranna. Si no obedezco, la matarán.

Sentí un vació en el estómago y fue como si todas mis fuerzas me abandonaran. El Gran Señor la mataría. Y la única menara en que Narian podía evitarme el dolor de perder una hermana era atacando y destruyendo mi reino. Me alegré de que Narian no me preguntara qué quería que hiciera, pues ¿qué respuesta podría darle? Hubiera sido egoísta y poco sensato pedirle que salvara a Mianna, pero la idea de sacrificarla para la causa resultaba intolerable.

Los ojos se llenaron de lágrimas, pues no había nada que se pudiera hacer. Mantendrían a Miranna con vida siempre y cuando Narian obedeciera sus órdenes. Y los que resultaba irónico era pensar que cuando ella regresara con nosotros, cuando todo eso terminara, ¿a qué estaría regresando? Volvería a un reino derrotado, a una tierra natal devastada. Miranna abandonaría las garras del enemigo para caer en las garras del enemigo.

—¿Por qué nos dejaste? –me lamenté, aunque sabía que eso ya no importaba—. Si te hubieras quedado en Hytanica, tanto tú como Miranna estaríais a salvo.

—Nunca hubo ninguna garantía de mi seguridad, en ninguna parte –contestó Narian en tono resignado, como si ya hiciera mucho tiempo que había aceptado ese destino—. Me marché de Hytanica porque sabía que el capitán, al conocer la leyenda, me haría matar, para no arriesgarse a que yo pudiera regresar a Cokyria. Él sabía mejor que yo que el Gran Señor nunca dejaría de buscarme, que era inevitable que me reclamara. Pero en esos momentos creía que podría escapar a mi destino. Así que hui a las montañas y me escondí allí hasta que los cokyrianos me obligaron a regresar. Ahora sé que no hay escapatoria. Nunca seré libre hasta que cumpla lo que tengo que hacer.

«Siempre hay elección», me había dicho Narian una vez. Y él había hecho la suya: proteger a mi hermana.

Destaria permanecía en silencio a mi lado. No se había movido ni había dicho anda durante mi conversación con Narian. Parecía estar todavía en alerta.

—¿Y London? –pregunté en voz baja—. ¿Está ahora bajo el cuidado de tu «señor»?

—No –respondió Narian, haciendo caso omiso del tono de mi voz.

Lo observé, pero vi que su atención se dirigía ahora a Destari. Éste, que yo hubiera visto, ni siquiera había movido un músculo.

—La Alta Sacerdotisa se llevó a London al templo. El Gran Señor no está informado de su presencia en Cokyria.

—¿Por qué? –pregunté, desconcertada.

—No lo sé. La Alta Sacerdotisa ordenó que nadie se lo comunicará.

Narian volvió a dirigir la mirada hacía Destari, lo cual hizo que yo volviera a observar al segundo oficial. En medio del silencio, oímos un ruido procedente del exterior, un susurro de hojas, una ramita que se rompía. Me sobresalté y miré a mi alrededor instintivamente, aunque la habitación en que nos entrábamos no tenía ventanas. Me tranquilicé y volví a recostarme en la silla, pero Narian y Destaria se habían puesto en tensión. Los dos hombres se miraban a los ojos: Narian calculaba, Destari no dejaba translucir nada. Me di cuenta de que algo no iba bien. No podía imaginar qué era, ni formulé la pregunta, pero la actitud de ambos me hacía sentir intranquilidad.

—¿A cuántos has traído contigo?

El tono controlado y seguro de Narian cortó el tenso silencio como un cuchillo. Destari no respondió, pero su mano derecha apretó la empuñadura a su daga. Desesperada, respondí en su lugar, negándome a aceptar el mensaje que su cuerpo me comunicaba.

—No ha venido nadie con nosotros –me apresuré a decir, mirando a mi guardaespaldas para que confirmara mis palabras, pero ni él ni Narian prestaron atención—. Estamos solos –insistí—. Tal como prometí…

Entonces oímos otro leve ruido procedente de fuera: podía haber sido el resoplido de un caballo.

—¿Destari? –pregunté, incrédula.

—Si vienes por propia voluntad, no te harán daño –dijo el guardia de elite a Narian, que soltó un resoplido que tanto podía ser una carcajada como un suspiro—. La casa está rodeada. Si intentas escapar, el capitán ha dado carta blanca a los hombres para que te detengan de la forma que consideren necesaria.

—¡No! –grité, poniéndome en pie y volviéndome hacia mi guardaespaldas—. Me juraste lealtad; me prometiste que no se lo dirías a Cannan ni a nadie; tú estabas bajo mis órdenes…

—Yo nunca juré nada. ¿Órdenes? No pensabais con claridad, Alera…

—¡No me llames Alera! Soy tu reina, y tú solamente eres un traidor.

Por toda respuesta, Destari se puso en pie; yo aunque sentía que mi enojo estaba justificado, no me atreví a enfrentarme a la indignación de sus ojos.

—Por el bien de tus hombres, será mejor que me dejes marchar.

Esta vez Destari dirigió la furia de su mirada hacía Narian y no hacía mí. No parecía apreciar el sentido del humor de la afirmación del joven.

—Te superamos en número, Narian. Nuna conseguirás salir de aquí con vida si intentas cualquier cosa.

—La sangre de Hytanica será vertida –advirtió Narian— Si no ahora, en el futuro. Es elección vuestra decidir que se vierta bajo mis manos o bajo el del Gran Señor. Él disfrutará con ello, lo prolongará, matará a tantos como pueda. Y no solamente soldados, sino a todo aquel que se halle en su camino. Pero si soy yo quien se encuentra al mando de sus tropas haré todo lo que esté en mis manos para que las muertes sean las mínimas.

—Entrégame las armas y te llevaré fuera –repuso Destari, brusco, sin hacer caso de las palabras del joven.

Al cabo de un momento, Narian se encogió de hombros y se puso en pie con las manos levantadas, como tranquilizando a Destari.

—Desármame, entonces.

—Deja tus armas en el suelo –ordenó Destari desenfundando la espada y apuntando con ella al joven.

Narian hizo lo que le decían. Desenvainó la espada y la daga y las depositó encima de la mesa.

—Ahora el cinturón.

Narian obedeció de nuevo. Se desabrochó el cinturón y también lo dejó encima de la superficie de madera de la mesa, junto con los dardos envenenados y el saquito lleno de pólvora. Luego, con actitud contenida, observó a Destari, que todavía no había dejado su arma.

—Y las botas –gruñó el segundo oficial con impaciencia.

—Con todo respeto, no voy a quitarme las botas, señor.

—Las botas o los cuchillos –repuso Destari, cortante.

Con un suspiro que bien hubiera podido ser de exasperación, Narian se sacó dos dagas de filo de sierra de las fundas escondidas en los talones y las suelas de las botas y las dejo al lado del resto de las armas que había encima de la mesa. Destari hizo un pequeño gesto con la espada y Narian se sacó también la daga que llevaba atada a una de las botas.

—Ahora, levántate las mangas de la camisa.

Narian obedeció de nuevo y se sacó la daga que llevaba sujeta en el antebrazo derecho. Cuando el joven terminó, terminó, Destari pareció satisfecho. Bajó la espada e hizo una señal a su cautivo para que se dirigiera hacia la puerta que quedaba a su izquierda.

—Te lo advierto otra vez –dijo Narian mientras paseaba por delante de la mesa—. Tus hombres estarán en peligro si intentas detenerme.

—No hables –lo cortó Destari—. Alera, alteza, id delante de nosotros, abrid la puerta principal despacio. Luego quedaos atrás, fuera de la línea de fuego.

Asentí con la cabeza, pero intentaba desesperadamente pensar en alguna solución. No podía permitir que mi estupidez fuera la causa de la muerte de Narian, y lo iban a matar, de eso estaba segura. Además, permitir que Narian se marchara era la única forma de asegurar la seguridad de Miranna. ¿Había Destari olvidado eso? Abrí la puerta despacio, pero salí deliberadamente antes que ellos y me coloqué bajo la potente luz de media docena de antorchas. Cuando la vista se me adaptó a la nueva luz, vi que había treinta o cuarenta hombres a caballo que apuntaban con sus arcos y sus fechas directamente hacia mí. Sabía que yo no era su blanco, pero a pesar de ello sentí un escalofrío de miedo, pues esas afiladas puntas desgarrarían la carne de Narian si éste hacía cualquier movimiento falso.

—Por favor –dije, casi atragantándome y dirigiéndome a Cannan, que se encontraba al frente de los hombres.

El capitán no tenía ningún arco entre las manos, pero a pesar de ello era una figura imponente, encima de su caballo grande y musculoso. Su expresión era seria y mantenía una mano levantada para que sus hombres no dispararan.

—Bajad las armas –gritó al verme, pues yo me había colocado en una posición muy peligrosa, y sus hombres obedecieron.

—Por favor –repetí—. Dejadlo marchar.

—Alera, venid aquí –ordenó Cannan cuando Destari y Narian aparecieron.

Destari se había colocado a mi derecha y sujetaba a Narian con fuerza por el brazo izquierdo. Yo, terca, negué con la cabeza. Aunque no sabía qué conseguiría con ello, tenía cierta esperanza de que Cannan dudara en desobedecer a su reina, o que el desconcierto que yo estaba provocando le diera una oportunidad a Narian de escapar.

—Está desarmado –dijo Destari a gritos.

Cannan asintió con la cabeza.

—Alera, debéis alejaros de aquí.

Al ver que no me movía, el capitán hizo una señal a Halias, que se encontraba justo enfrente de donde yo estaba. Halias desmontó con intención de venir a buscarme, pero yo me coloque detrás de Destari y al lado de Narian, y lo cogí firmemente del brazo derecho.

—Hay cosas que no sabes –le dije a Cannan en voz alta y fuerte, a pesar de mi angustia. Miré desesperadamente a Destari, buscando su apoyo, pero él se limitó a mirarme con cierta comprensión y a menear la cabeza.

—Alera, basta.

Fue la voz de Narian lo que finalmente hizo que abandonara mi obstinación. Me quedé inmóvil, esperando. El me miró con calma, y empezó a mover el brazo para lo soltara. Entonces se apartó un poco de mí y noté que me quitaba la daga que yo llevaba sujeta en el antebrazo izquierdo. Con un rápido gesto, se la escondió en la cintura del pantalón.

—Cannan tiene razón –continuó Narian en tono sensato y con voz baja, pues quería que solamente yo lo oyera— Debes ir con Halias.

Lo miré, desconcertada, y vi que Destari, el único que lo había oído, lo miraba con agradecimiento.

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