Authors: Cayla Kluver
Quería que Miranna me contara sus experiencias en Cokyria, pero se mostró poco comunicativa en todos los temas que propuse. Narian me había dicho que Miranna estaba en el templo de la Alta Sacerdotisa, y fue allí donde London la había encontrado, pero a pesar de que la habían tratado de forma civilizada, no era la misma. Por supuesto, el rapto tenía que haberla traumatizado, sin contar que otras experiencias podía haber sufrido. Su continuo silencio me hacía pensar con temor en qué podría haberle pasado entre el momento en que llegó a Cokyria y el momento en que Narian llegó a un acuerdo con el Gran Señor para protegerla. ¿Cómo la habrían tratado durante ese tiempo? Si ella no me lo decía, nunca sabría qué había tenido que soportar y, por tanto, no tendría ni idea de cómo ayudarla. La quería, por encima de todo, pero temía que mi hermana, inocente y vivaz, no volviera a ser la misma, y ese pensamiento me llenaba de una tristeza infinita.
Cuando cayó la noche me sentía demasiado inquieta para dormir, pero Miranna no parecía hacer otra cosa. London también estaba intranquilo: no dejaba de caminar arriba y abajo y, de vez en cuando, avivaba el fuego para protegernos del frío. Cuando quería descansar un rato, se apoyaba en una de las paredes y cruzaba los brazos sobre el pecho. Había pasado demasiado tiempo. London ya había sospechado que algo podía haber salido mal cuando solamente habían pasado doce horas: pero a las veinticuatro, era seguro. Steldor y Galen tenían problemas.
Allí, tumbada al lado de mi hermana, deseaba acribillar a London con preguntas absurdas. ¿Estaban muertos? ¿Los habían capturado los cokyrianos? ¿Encontraría Davan algún rastro de ellos? Pero me mordí la lengua, pues sabía que no se mostraría muy receptivo a esas preguntas impacientes, ni tampoco podría darme respuestas. Así que cerré los ojos para dormir, como mi hermana, pero mi sueño fue inquieto y me estuve despertando casi a cada hora. Soñaba con muerte y dolor: London había recibido una herida terrible, los soldados cokyrianos cortaban nuestras gargantas, Cannan estaba cubierto de sangre. Y por encima de todas estas imágenes, el rostro del hombre que era mi esposo y a quien nunca había amado.
ESCAPADAS
Al amanecer la luz del sol volvió a filtrarse dentro de la cueva. Enseguida me di cuenta de que London no estaba; pensé que habría salido a vigilar otra vez. Mientras me desperezaba para quitarme la rigidez de la espalda oí unas voces, e inmediatamente olvidé todos mis dolores y me puse en pie. Escuché un momento con atención y rápidamente salí por la grieta de la cueva.
—El túnel ya no se puede utilizar. Conseguimos escapar, pero nos siguieron miles de ellos por el rastro de la sangre hasta que Davan nos encontró y despistó a los cokyrianos. Creo que lo consiguió. En cualquier caso, no nos dieron alcance.
Aparté las ramas de los árboles de la entrada y salí a plena luz del día. Sabía que era el capitán quien hablaba. Cuando los ojos se me acostumbraron a la luz vi que Galen, con las ropas destrozadas y aspecto agotado, sujetaba las riendas de un caballo zaino. London y Cannan se encontraban detrás de él, a ambos lados del animal, y estaban sacando los pies de alguien de los estribos. Antes de verle el rostro supe que era Steldor. Cuando lo hubieron desatado, cayó hacia su padre, que lo sujetó por debajo de los brazos mientras London lo cogía por los pies.
—Galen, deshazte del caballo —ordenó Cannan.
Cuando el sargento de armas lo hizo, vi que el animal tenía toda la pata delantera manchada de sangre y que había dejado un charco en el suelo. London y Cannan se acercaron a mí con Steldor, que estaba casi inconsciente, y yo aparté las ramas de los árboles para que pudieran pasar. Lo llevaron dentro de nuestro refugio, hasta el fondo, donde había más luz. Los seguí. Cuando estaban a punto de dejarlo en el suelo, cogí un par de pieles y las coloqué debajo de Steldor. Luego miré a Miranna y me alegré al ver que continuaba durmiendo.
—Hemos intentado detener la hemorragia —dijo el capitán. Cannan se arrodilló a un lado de Steldor, y London, en el otro. Apartaron las dos capas que el Rey llevaba puestas: una era suya; la otra, de su padre—. Pero teníamos que continuar hacia delante. No sé cuánta sangre habrá perdido.
London desenfundó una daga y cortó la camisa de Steldor, manchada de sangre, y dejó al descubierto el vendaje que el capitán y Gale le habían hecho por encima del estómago. Steldor tenía la herida en el costado derecho, pero eso no había evitado que la sangre se extendiera también por su pecho, por el pantalón y que hubiera empapado las gruesas capas. Al recordar la cantidad de sangre que manchaba al caballo, no pude creer que continuara con vida.
Me mantuve a unos metros de distancia de London, que cortó los vendajes con un gesto rápido. A pesar de que cerré los ojos, por la manera en que el cuerpo de London se tensó supe que la herida era grave.
—No tuvimos otra opción que vendarlo para intentar contener la hemorragia, pues no teníamos tiempo para lavarle la herida ni para cosérsela— dijo Cannan en tono lúgubre, casi de enfado—. Los teníamos demasiado cerca.
Comprendí que habían tenido que ponerle un montón de trapos bajo la venda para aplicar presión sobre la herida. Sin decir nada, London empezó a quitar todo. Steldor ahogó una exclamación y apretó la mandíbula, pero no gritó. No sabía si consolarlo o dejarlo en paz. Los dos hombres que se inclinaban sobre él me tapaban la visión, así que no veía la herida, pero la expresión de Steldor y su agitada respiración era señal de que London estaba dispuesto a quitar hasta el último hilo.
—La hoja le penetró por las costillas de abajo…— dijo el guardia de elite en voz baja—. La herida es profunda. Y el filo del cuchillo era de sierra. Si no fuera así, no le hubiera rasgado la carne de esta manera cuando se lo quitaron. —Al terminar el examen, London miró al capitán —. Tenemos que detener esta hemorragia.
Cannan se puso en pie y miró a su alrededor hasta que sus ojos tropezaron con las acusas del fuego.
—Le cauterizaremos la herida con una hoja al rojo vivo.
London negó con la cabeza.
—Será difícil ponerle la hoja plana en el interior y, además, corremos el riesgo de perforar. Pero sé qué puede funcionar.
El tono de su voz me preocupó, pues lo había dicho como si la posibilidad que se le había ocurrido no le gustara. Se puso en pie y le dio unas órdenes a Galen, que acababa de regresar.
—Ve a buscar todo lo que tengamos para tratar heridas. Necesitaremos alcohol, mucho alcohol; vendas y útiles para coser; agua y más alcohol.
Galen asintió con la cabeza y miró rápidamente a su alrededor, confuso. Le dije que me siguiera y me dirigí hacia las existencias que teníamos mientras London iba a lavarse las manos.
—Haz que beba —dijo London, lanzando a Cannan una botellita de vino.
El capitán se arrodilló en el suelo, miró el rostro atormentado de Steldor y le tocó el hombro.
—Tengo que hacerte incorporar para que puedas beber.
Steldor asintió con la cabeza. Cannan deslizó las manos por debajo de los brazos de su hijo y lo levantó con cuidado hasta que Steldor pudo apoyarse en su pecho. Luego lo ayudó a beber mientras Galen y yo cogíamos las cosas necesarias para la operación y las dejábamos al lado de Steldor, en el suelo.
—Esperaremos veinte minutos a que el vino surta efecto—dijo London que acababa de ponerse a nuestro lado—.
Además necesito un rato para hacer las pruebas. Esto tiene que hacerse con gran precisión.
London fue hasta el otro extremo de la cueva, donde había dejado sus cosas, y regresó con la bolsita que contenía la pólvora. Se colocó a cierta distancia para que Steldor no pudiera ver lo que hacía. Limpió el suelo de delante del fuego. Luego abrió la bolsita, cogió un poco de pólvora con los dedos y la depositó encima de una piedra plana. Al ver que yo lo observaba; me explicó brevemente.
—Esto es lo único que nos queda, pero es más que suficiente para cauterizar la herida. Sólo tengo que averiguar qué cantidad hay que utilizar. Debe ser suficiente para cerrar la herida, pero no tanta como para despedazarlo.
Al oírlo, Cannan se giró. Había comprendido, así que vertió una cantidad más de vino entre los labios de Steldor. Yo ya no estaba atenta a mi esposo, pues me había quedado absorta mirando lo que London hacía. Galen, que había terminado de organizar las cosas necesarias para la operación, también se había dado cuenta de cuál era la intención del capitán.
London cogió una astilla de madera encendida del fuego y la acercó al montoncito de pólvora que había depositado encima de la roca. La pólvora emitió un siseo y una llamarada, y se consumió casi inmediatamente. Así que London volvió a probar con un poco más de pólvora cada vez hasta que estuvo seguro de la cantidad necesaria que debía utilizar sin provocarle un daño innecesario a Steldor. Luego se colocó al lado de mi esposo.
—Necesito que lo sujetéis —le dijo al capitán, y este volvió a tumbar a Steldor en el suelo.
—Alcohol —pidió London a Galen, alargando la mano—. Tengo que desinfectar esto antes de empezar.
El sargento le dio la botellita de alcohol y el guardia de elite vertió una generosa cantidad de vino en la herida. Steldor se tensó y gimió. Recordé que, de niña, también me habían desinfectado de esa manera algunos pequeños cortes y rasguños, y sabía hasta qué punto podía escocer el alcohol, aunque se aplicara solo sobre un ligero arañazo.
London cogió un trozo de tele, lo sumergió en el cubo de agua que Galen había traído y limpió la sangre de la herida para poder ver mejor lo que hacía. Cuando terminó, le dio la tela manchada a Galen y cogió el saquito.
—Voy a hacerlo con mucho cuidado—le dijo a Steldor para tranquilizarle, al ver la respiración del Rey se había vuelto más agitada—. Y todavía no voy a prenderla. Solamente voy a colocarla.
Steldor esbozó una mueca mientras London depositaba con cuidado la pólvora en la herida. Cuando lo hubo hecho, se levantó y se dirigió al fuego para coger un trozo de madera encendida. Volvió arrodillarse al lado del herido e hizo un gesto con la cabeza a Cannan y a Galen.
—Sujetadlo.
Las dudas que había tenido sobre si debía consolar a Steldor o no me abandonaron de inmediato. Me arrodillé a su lado, coloqué su cabeza sobre mi regazo y empecé a acariciarle el cabello. Cannan se había puesto a la izquierda de Steldor, y Galen, a sus pies. El capitán se quitó el cinturón de piel, lo dobló y lo colocó a su hijo entre los dientes. Luego se inclinó hacia delante para sujetarle los brazos contra el suelo. Galen le agarró los pies.
—Acabad de una vez—gruño Steldor.
El guardia de elite, espoleado por las palabras de Steldor, acercó el ascua a la pólvora, que se encendió con una brillante llama, emitió un crujido y se consumió con un silbido y una nube de humo. Inmediatamente me llegó el a carne quemada. Era imposible que Steldor no gritara. Mi esposo, enloquecido, se debatió contra su padre y contra Galen, y gritó con tanta fuerza que pensé que era muy posible que, si había cokyrianos por los alrededores, lo hubieran oído y pronto nos encontraran. En parte, era una suerte que Steldor hubiera perdido tanta sangre, pues, si no hubiera estado tan débil, hubiéramos necesitado más de dos hombres para sujetarlo. Cannan parecía estar sufriendo tanto como su hijo, y me di cuenta de que yo tenía las manos mojadas a causa de mis propias lágrimas. Finalmente el Rey dejó de gritar y se quedó inconsciente.
Ni el capitán ni el sargento se movieron a pesar de que Steldor ya no ofrecía resistencia, hasta que la pólvora se consumió por completo. London esperó unos minutos después de que el fuego se hubiera extinguido y luego examinó la herida por si continuaba sangrando por algún punto. Al ver que no era así, pidió que le pasaran el vino otra vez para desinfectar de nuevo la herida, ahora ya cauterizada.
Todavía no había mirado con atención la herida de Steldor, pues tenía miedo de mi reacción. London, que lo había comprendido, me dio permiso para alejarme.
—Alera, ahora él ya no es consciente de nuestra presencia. Miranna os necesita.
Miré a Cannan, que asintió con la cabeza, y dejé, con suavidad, que Steldor reposara encima de las pieles. Entonces vi la cabeza de lobo que mi esposo llevaba colgada del cuello como amuleto. Estaba muy manchada de sangre. Yo sabía cuánto significaba ese talismán para él, así que quise guardárselo.
—¿Puedo cogerlo? — pregunté a Cannan.
—Es vuestro esposo, así que es vuestro si queréis cogerlo.
Asentí con la cabeza y le quité el talismán. Eché un último vistazo al hermoso rostro de Steldor, me puse en pie y fui a lavar el amuleto. Luego me lo colgué del cuello.
Miranna se había despertado mientras atendíamos a Steldor, y ahora estaba sentada. A pesar de que los gritos habían cesado, todavía se tapaba los oídos con las manos. Me acerqué a ella y la atendí lo mejor que pude, pues ella no parecía tener ninguna intención de hablar. Mientras tanto, London cosió, la herida de mi esposo. Cuando hubo terminado y él y Cannan hubieron limpiado los restos de sangre y de tierra, Galen se levantó para ir a buscar una camisa y ropa de cama limpia. Después de vendarle el estómago de nuevo, los hombres colocaron a Steldor encima de unas pieles limpias al lado del fuego y lo cubrieron con una manta para que estuviera lo más cómodo posible.
Mientras London, Cannan y Galen se lavaban y se quitaban las ropas sucias de sangre y de tierra, yo preparé más gachas. Luego se reunieron ante el fuego y se las comieron sin decir una palabra. Para mi sorpresa, a Galen le fallaron las piernas, y me pregunté si mis habilidades como cocinera eran tan escasas que ese mejunje lo había puesto enfermo.
—Duerme un poco, sargento— ordenó Cannan, sujetándolo por el brazo para evitar que se cayera.
Me tranquilicé, pues me di cuenta de que, en realidad, el mal que afligía a Galen era producto del cansancio. El asintió con la cabeza y se esforzó por permanecer despierto lo suficiente para extender unas pieles al lado de una de las paredes, cerca de donde Davan se había acostado antes y a unos tres metros de Steldor. Cuando se tumbó ya estaba prácticamente dormido, y supe que estaríamos sin él un tiempo muy largo.
Ahora que habíamos recuperado la calma, London hizo un gesto a Cannan para que lo acompañara a la entrada. Miré a mi hermana, que estaba sentada en su cama con un cuenco de gachas, y los seguí. Los dos hombres se dieron cuenta de mi presencia, pero por suerte ninguno de ellos me dijo que me alejara. London apoyó en la pared, cruzó los brazos sobre el pecho y planteó la misma pregunta que yo me había estado haciendo.