Authors: Cayla Kluver
Me apreté contra la barandilla para pasar entre la gente. Me sentía un poco mareada, y me hubiera caído al suelo si no fuera porque no había espacio suficiente. El calor de cientos de personas apretadas en ese espacio era opresivo. Solté un gemido, aunque nadie podía oírme, y me pregunté cómo me había separado de Destari, y si él habría estado buscándome o si se habría visto arrastrado por otro problema generado por esa situación. Cerré los ojos un momento. Al abrirlos vi que Steldor estaba a mi lado y que se disponía a apartarme de la masa de personas. Me acerqué a él trastabillando y me cogí con fuerza de su mano. Él se abrió paso por las escaleras hasta la primera planta gracias a su complexión fuerte y a su altura, pues ya nadie prestaba atención a su categoría de Rey. Juntos nos abrimos paso hacia el salón del Trono, que ahora se utilizaba como sala de entrenamiento y equipamiento de los nuevos soldados. Mientras avanzábamos, vi que una mujer embarazada caía al suelo y que un hombre, olvidando el respeto debido a la ley, cogía uno de los preciosos objetos de mi casa y se lo metía al bolsillo. Otro hombre se lanzó contra Steldor, y éste lo agarro por el cuello y lo tumbo a un lado sin dejar ni un momento mi mano. Por fin entramos en la sala de los Reyes y corrimos hasta el gabinete de Cannan, donde el capitán y los guardias de alto rango se habían reunido.
—La he encontrado —anunció Steldor, que dio un portazo al entrar. El ruido de fuera quedó apagado.
—Bien —repuso Cannan desde su escritorio mientras nos hacía un gesto para que nos sentáramos—. ¿Y Galen?
—No lo he visto. Pero estará en alguna parte. Nos encontrará.
Justo en ese momento, el sargento de armas entró en la estancia. Steldor me apartó a tiempo de la puerta para que no chocáramos. Me senté en una silla, aliviada. Galen jadeaba y estaba sudoroso, al igual que el resto de los hombres que tenía alrededor.
—Lo de ahí fuera es una locura, señor. Se matan los unos a los otros, ya no necesitamos a los cokyrianos para eso.
—Estamos haciendo lo posible por mantener el orden —repuso Cannan, sin explicar cómo—. Mientras, ahora que tanto el Rey como la Reina están aquí, tenemos que tomar algunas decisiones.
—¿Hay que hacer alguna cosa más para nuestra defensa, señor? —preguntó Casimir, uno de los seis oficiales que se encontraban en la habitación.
Cannan se puso de pie y contestó sin miramientos.
—Estamos atrapados, amigos. El enemigo ha tomado la ciudad, y dentro de muy poco tiempo habrán tomado el palacio también…
—Ya han tomado el palacio. —Mi guardaespaldas, el único oficial segundo que hasta ese momento había estado ausente, había entrado en la habitación sin que nadie se diera cuenta. Todos observaron su expresión sombría sin hacer ningún comentario—. Están en el patio. Los soldados que estaban defendiendo los muros o bien han muestro, o bien han entregado las armas. Se ha terminado.
Cannan apretó la mandíbula casi imperceptiblemente, pero no demostró ninguna otra reacción.
—¿Están intentando abrir las puertas?
—No, señor— repuso Destari, que se frotaba la nuca como si la tuviera tensa—. Están de celebración. Están esperando.
Cannan lo comprendió enseguida, y nos conto la conclusión a la que había llegado.
—Él va a venir.
Destari asintió con la cabeza. Todo el mundo adoptó una expresión impávida, excepto yo, que me sentía atenazada por el terror. Steldor se acercó a mi silla y yo lo cogí de la mano, como si ésa fuera la única manera de no volverme loca.
—Narian ha partido hacia Cokyria —dijo Destari finalmente, con el tono de un hombre que no ha tenido más opción que aceptar su destino—. El asedio ha terminado, y el Gran Señor quiere ver con sus propios ojos nuestra derrota.
Así que ya estaba: por fin todo había terminado.
Esa noche disfrutamos de una calma agradable. A la gente no se le había dicho lo que estaba sucediendo, lo cual era considerado y además evitaba que el pánico destruyera el frágil orden que Cannan había conseguido instaurar. Permanecí en la estancia del capitán mientras los hombres iban y venían, incluido él mismo, pues ése era el único sitio en el que podía estar sin temer constantemente por mi seguridad. Steldor me acompaño hasta la pequeña habitación que se encontraba en la parte posterior del despacho de su padre y me aconsejó que me tumbara en el camastro para dormir un poco. La habitación estaba oscura y desordenada, pero era tranquila, pues el ruido de palacio no llegaba hasta allí.
Caí en un sueño ligero y extraño durante el cual, casi durmiendo, oía voces y retazos de conversación procedentes del gabinete, cosas que no me apetecía comprender. Pero finalmente me di cuenta de que hablaban de sacar a los reyes de palacio. Había un túnel que todavía se podía utilizar y que conducía al norte, fuera de la ciudad. Permanecí en mi improvisada cama, con los ojos fijos en el techo oscuro, escuchando.
—Sólo disponemos de unas cuantas horas —dijo Cannan en voz baja, pero no tanto como para no oírlo—. Que ambos os quedéis aquí no es una opción viable.
—Al otro lado del muro norte, en el bosque, había enfrentamientos, señor. —Reconocí que era Casimir quien hablaba, y pensé que seguramente el capitán estaba en la estancia con Steldor, con él y probablemente con unos cuantos más—. ¿Creéis que es viable sacar a la familia real por donde es posible que todavía haya tropas cokyrianas?
—Dispón unos cuantos exploradores para que reconozcan la zona —repuso Cannan—. Necesitamos saber a qué nos enfrentamos. Pero, en última instancia, no tendremos otra opción que aceptar los riesgos que se nos presenten.
Oí que una puerta se abría y se cerraba, y supuse que Casimir había salido.
—Señor, nuestros planes de destruir…—Era la voz de Destari, que mi esposo interrumpió inmediatamente.
—No voy a marcharme — dijo Steldor, brusco.
Cannan respondió con firmeza y sin contemplaciones:
—El reino ha caído, Steldor. Lo único que quizá todavía podamos hacer sea protegerte a ti y a Alera.
—Llévate a Alera y a sus padres, pero yo no me voy a marchar.
Oí el chirrido de una silla contra el suelo, y supe que el capitán se había puesto de pie.
—Cuando el Gran Señor llegue, te matará. ¿Lo comprendes? Y no será una muerte digna ni rápida.
—¿Y qué tiene de digno huir? —La voz de Steldor era más fuerte, lo cual delataba la emoción que sentía—. Dices que soy el Rey y que tienes que protegerme, pero si me voy, ¿de dónde seré rey? No habrá ningún reino al cual volver.
Hubo un silencio, y casi fui capaz de ver a padre e hijo mirándose. Luego, Steldor, tan decidido como su padre, llego a su propia conclusión.
—Moriré con mi gente.
Se hizo otro silencio. Luego, Cannan termino con el tema:
—Lo hablaremos cuando regresen los exploradores. Destari, ¿cuál es tu informe?
Recordé que el guardia de elite estaba hablando cuando Steldor empezó a discutir con su padre.
—Señor, estaba pensando en nuestra estrategia. Si hubiera forma de que unos cuantos hombres alcanzaran el objetivo, ahora sería el momento.
—Tienes razón —repuso Cannan, y oí que volvía a sentarse—. De todos modos, mandar a unos hombres fuera en este momento sería muy arriesgado. El palacio está rodeado y la ciudad está llena de soldados enemigos. Aunque me gustaría amargarles la victoria a los cokyrianos, tengo que destinar a mis hombres y a mis oficiales a otros asuntos. No puedo enviar soldados a una misión tan peligrosa si no es absolutamente necesario.
—Sí, señor.
Entonces se oyó un ligero barullo en el pasillo, y el ruido de la puerta que se abría y se cerraba por segunda vez, y supuse que el guardia había ido a efectuar sus comprobaciones. Nadie dijo nada, lo cual me hizo pensar que sólo quedaban Steldor y su padre. Al ver que el silencio se prolongaba, salí de la cama y, descalza, fui hasta la puerta. La abrí sólo un poco para mirar dentro del despacho. Steldor se había sentado en el sillón que quedaba más alejado, había apoyado la cabeza en el respaldo y tenía los ojos abiertos, a pesar de cuanto necesitaba descansar. Cannan se encontraba sentado ante su escritorio, tal como había imaginado, y miraba a su hijo. Yo no podía saber qué estaba pensando, en que estaría pensando una persona responsable de la seguridad de tanta gente.
—Deberías dormir —dijo el capitán finalmente, pero Steldor no contestó.
Cannan no volvió a decirle nada, pero yo esperé con paciencia a que Steldor dijera algo. Cuando por fin lo hizo, el tono de su voz era forzado.
—Padre, ¿que nos va a ocurrir?
Cannan tardo un instante en responder. Desde donde estaba, vi que apretaba la mandíbula. Luego contesto con toda la sinceridad de la que fue capaz.
—Cuando el Gran Señor llegue, exigirá nuestra rendición, y sus condiciones no serán piadosas. Torturará y matará a los líderes de Hytanica. A ti, si te quedas; a Alera, si esta aquí.
Quizás utilice a Adrik y a Elissia para dar ejemplo. Después de eso…, no lo sé.
Al oír a Cannan se me acelero el corazón, y tuve miedo de que el terror que sentía hiciera que estallara, lo cual sería una muerte menos dolorosa y más amable que la tortura. Vi que Steldor respiraba con agitación mientras reflexionaba sobre las palabras de su padre. Luego volvió la cabeza a un lado y ni Cannan ni yo pudimos verle el rostro.
—¿Y a ti…?
El resto de la pregunta quedó sin ser pronunciada, pero Cannan comprendió. Esperó a que su hijo lo mirara, y en cuanto Steldor lo hizo, supe que, a partir de ese momento, el joven rey de Hytanica había dejado de ser valiente.
—Probablemente.
Esa respuesta fue tan dura para mí como para Steldor. Volví a tumbarme en la cama. Me pitaban los oídos. ¿Cuántos sufrirían una muerte lenta y dolorosa? Cannan había dicho que yo era fuerte, pero no tenía la entereza necesaria para enfrentarme a ese final. ¿Y cómo podrían mis padres? Y en verdad, ¿cómo podría nadie? Por fin comprendía el verdadero sentido de lo que se contaba sobre el Gran Señor, por fin entendía el motivo del miedo y el pánico que todos sentían solo con pronunciar su nombre.
Un Hombre Único
A la mañana siguiente me encontré sola en el gabinete, así que me aventuré a salir y correr al palacio. Aunque el ambiente ya no era de miedo, esa emoción había sido sustituida por algo que era casi peor: la desesperanza. Los niños lloraban pidiendo regresar a casa, pero sus padres no podía asegurarles que sus casas todavía estuvieran en pie, y las familias se apiñaban para pasar en brazos de sus seres queridos las últimas horas de que disponían.
Los exploradores de que Cannan había enviado a investigar el estado de la ruta de huida no habían regresado, que yo supiera. Me preguntaba si cuando lo hicieran —si es que lo hacían— mi esposo continuaría negándose a huir. Pensé en todas las personas que dejaría atrás, familia y amigos a quienes amaba. ¿Podía abandonarlos? La parte cobarde que había en mí me decía que sí, con absoluta seguridad. Pero ¿sería capaz de soportar la vida sin ellos? Esa pregunta era más difícil de responder.
Subí por la escalera principal hasta la segunda planta, que todavía vibraba de actividad, y luego me dirigí a hurtadillas hasta la puerta de mis antiguos aposentos, repletos de recuerdos de infancia y de Narian. La nostalgia por esos años pasados y el hecho de saber que quizá recorría por última los pasillos de mi casa y de mi antigua habitación me habrían hecho llorar si me lo hubiera permitido. También el pensar en Narian como el joven fuerte, valiente y cariñoso de quien me había enamorado, por un lado, y como ese oscuro ser que en esos momentos se estaba adueñando de mi tierra natal, por otro, me hubiera hecho perder la cordura.
Mis antiguos aposentos, que, extrañamente, no se habían visto inundados por la multitud, permanecían exactamente igual que antes de que me trasladara a los aposentos de los reyes. Crucé la sala y me dirigí a mi habitación. Los objetos personales que no me había llevado —papel de escribir, juguetes de infancia, libros, un viejo cepillo del cabello— estaban intactos. De repente sentí una gran necesidad de tumbarme sobre la cama e imaginarme que volvía a ser una niña y que el mundo estaba en su sitio, pero aparté esos pensamientos. Fui hasta las puertas del balcón y miré por la ventana, hacia la derecha, al patio oeste. Los árboles había perdido el follaje debido al cambio de estación. Los soldados enemigos se encontraban reunidos allí, tanto hombres como mujeres, y reían, bebían y comían los víveres que probablemente procedían de nuestras existencias del principal almacén de la ciudad. Destari tenía razón cuando dijo que los cokyrianos celebraban una fiesta.
En tiempos de paz, desde allí se podían ver los campos más allá de los muros de la ciudad. Pero en ese momento la nube de humo lo impedía y, de alguna manera, me alegré por ello, pues no deseaba ver los daños que nuestras propias tropas se habían visto obligadas a provocar en nuestras tierras para hacer frente al enemigo. De repente me di cuenta con un sobresalto de que, si hubiera subido a esa habitación unas horas antes, hubiera podido ver los cuerpos de algunos de nuestros soldados. En el patio se habían producido enfrentamientos, pero en esos momentos parecía que el enemigo se había deshecho de los cuerpos de los caídos. Las familias nunca podrían reclamarlos, y muchas personas nunca sabrían con seguridad cuál había sido el destino de sus seres amados. Suspiré profundamente y me rendí a la nostalgia. Me tumbé en la cama y cerré los ojos, como si al hacerlo pudiera liberarme de la sensación de ser una prisionera en mi propia casa. Al cabo de un rato me desperté, desorientada. Me di cuenta de que tenía la cabeza apoyada en el hombro de alguien, y poco a poco noté que me llevaban en brazados por los pasillos, que todavía estaban repletos de gente, pero que, de alguna manera, parecían menos caóticos. Sin levantar la vista supe quién me transportaba: su olor profundo y almizclado, así como la manera de andar, me eran familiares. Mientras bajábamos por la escalera principal, Steldor se dio cuenta de que me había despertado.
—Estaría enfadado contigo por haber desaparecido —dijo en tono animado—, pero estoy demasiado contento por haberte encontrado sana y salva.
Asentí con la cabeza, pues no quería salir del estado letárgico en el cual me había refugiado. Sin decir nada más, Steldor me llevo al despacho del capitán, pasó por delante de los allí reunidos y me dejó sobre el catre que Cannan me había permitido utilizar. Luego fue a reunirse con los demás hombres, y yo me quedé descansando unos instantes más. Pero cuando la somnolencia se me pasó, también se fueron las ganas de continuar sola, así que salí de la pieza y me senté en el suelo, apoyada en una pared, con las rodillas en el pecho.