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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (14 page)

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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En fin, debe de ser por eso, por esa musiquilla de fondo que me ha acompañado desde la infancia, por lo que todos mis problemas y todas mis historias y todos mis sentimientos siempre acaban asociados a una canción.

El primer disco que me compré, por supuesto que me acuerdo, era Oceans of Fantasy, de Boney M. Tenía yo diez años. Gonzalo puso el grito en el cielo y me calificó de hortera para arriba. Dos años después, coincidiendo con mi conversión a la modernidad, empecé a comprarme discos de la Human League y Spandau Ballet, que a Gonzalo tampoco le decían demasiado. Me avergonce enormemente de mi primera elección y escondí el disco de Boney M en el fondo de un armarlo. Qué inseguridad de adolescente... Ahora, después de que los años me han enseñado a hacer valer mi instinto más allá de modas pasajeras y de críticos sesudos y de opiniones ajenas, cuando reivindico con orgullo aquella primera elección, no tengo ni idea de dónde acabó aquel disco de portada delirante, con los Boney M ataviados de Neptuno y sus nercidas. Supongo que Gonzalo acabó vendiéndolo en el rastro, o lo cambió por un disco de rock and roll «auténtico», de aquéllos con mucha guitarra y mucha distorsión.

Pero mi auténtico primer flechazo, mi primer grupo idolatrado, fueron los Kinks. Tenía yo trece años y un solo disco (recopilatorio, eso sí) del grupo, que me había regalado Gonzalo cuando se fue a vivir a Donosti con mi tía Carmen, dejándome más sola que un bebé en un bosque. Escuché aquel disco, su regalo de despedida, una y otra vez, y otra vez, y otra vez, hasta que casi me lo sabía de memoria. Con aquellos acordes en los oídos y el pecho extenuado de tanto esperar en vano, cerraba los ojos y atravesaba de punta a punta el vasto territorio de la nostalgia. No se puede llorar con los ojos cerrados. Con los ojos cerrados una no puede ver que un cuarto esta vacío, que han desaparecido los discos y los cómics. Al tiempo se me abrían los hilvanes de la mente y las notas se colaban para bailar con mis neuronas. Y aunque no entendía casi una palabra de las letras, me daba la impresión de que Ray Davies sintonizaba perfectamente con mi estado de ánimo y entendía perfectamente lo que me pasaba por la cabeza, o eso creía yo, simplemente a través de lo que me transmitía la música y el tono de su voz. Llegué a tal punto de devoción que me juré que si tenía hijas las llamaría Lola y Victoria, como dos canciones de los Kinks. Todavía puedo tocar a la guitarra Lola, Lo-lo-lo-lo-looo-la con cierta gracia.

Cuando por fin entendí las letras, y cuando tuve dinero para comprarme todos los discos editados, no me desilusioné. No entendía cómo a la gente podía entrarle semejante perra con los Beatles —que al fin y al cabo son unos sosos cuando van de románticos y unos pelmas cuando van de místicos ni con los Rolling Stones —tanto satanismo y tanto sexo salvaje para acabar casándose con una maru de cara de caballo y pinta de recién salida de un culebrón— cuando existían los Kinks, que tenían las mejores melodías y las letras más ácidas e inteligentes. Me encantan sus descripciones irónicas y su escepticismo, y me encantan, sobre todo, sus canciones de amor, ebrias de entusiasmo y vida.

Podría cerrar los ojos cuando escribo, y aun así fluirían las palabras; no tengo tema, sólo un ritmo. Y volviendo al principio, cuando explicaba que siempre acabo identificando mi estado de ánimo con una canción determinada, resulta que todos estos días me he levantado tarareando el mismo tema, que no oigo desde hace por lo menos dos años y que no puedo escuchar porque se me ha estropeado el tocadiscos y sólo puedo poner cedés, y por tanto me parece que no es casualidad que la repita una y otra vez. Es una canción de los Kinks que probablemente conocéis, de la que sólo recuerdo la primera estrofa, y que empezaba así:
Thank You for the days / those endless days, those precious days you gave me / I'm thinking of the days won'tforget a single day, believe me...

Pienso en Iain y en que no olvidaré un solo día, créeme.

M

de melancolía y mustia

Gran parte de mi vida, por no decir toda, me la paso encerrada en un despacho, tecleando sin parar. Cada día produzco más y más información. Ha llegado un punto en que mi memoria está duplicada, y la memoria exteriorizada en archivos y bases de datos supera a la almacenada en mi cerebro biológico.

Una gran cantidad de información está guardada en mi computadora. Para acceder a ella hace falta teclear una clave de acceso que sólo yo conozco. Otra parte, menos confidencial, se archiva en disquettes, guardados bajo llave. Los disquettes y la memoria RAM contienen cifras y datos precisos, archivados por orden alfabético en carpetas y subarchivos fácilmente localizables. Esta información procesada en dígitos binarios conforma mi identidad laboral, la que me identifica frente al mundo.

Luego está mi otra memoria. Dentro de mi cabeza navegan recuerdos difusos almacenados sin orden ni categorías. Recuperarlos no es fácil. Un día cualquiera afloran a la superficie conjurados por un aroma, un sabor, un perfil familiar entrevisto en la calle. Imágenes olvidadas, nombres que ya no recordaba, dolores que creía enterrados. A partir de ellos, supongo, se construye mi verdadera identidad, mi vida propia. ¿Acaso la tengo?

El otro día, por ejemplo, al ir a comprar el periódico, me fijé en una niña que debía de tener doce años. Expresión ensimismada, ojos dulces, melena descuidada. ¿A quién me recordó... ? A una compañera de clase con la que apenas hablaba.

Días de colegio.

Pienso en el colegio y me viene a la cabeza cómo me creció el pecho de pronto, casi de la noche a la mañana. Recién cumplidos los doce años, la Valkiria me compro mi primer sujetador. Marca Belcor, modelo Maldenform, talla 80, color rosa salmón. Me venía un poco grande y fue necesario ajustarlo. Fui la primera de mi clase en usar sujetador.

Rosa Gaena, doce años, cociente de inteligencia 155, contorno de pecho 80, 166 centímetros de estatura. Las cifras de la Mujer Biónica.

Aquel invento de la ortopedia femenina me convirtió, en contra de lo que habría podido suponerse, en el hazmerreír de la clase. No sólo las otras niñas no respetaban mi recién adquirida condición de mujer con pechos y todo, sino que me martírizaban estirando del tirante trasero, elástico, para que se me clavase en la espalda al soltarlo.

Qué cruz.

Y, también casi de un día para otro, todas las niñas de la clase se pusieron a hablar de chicos. No había otro tema. Cada una tenía el chico que le gustaba —un vecino, un primo, el hermano de una amiga o uno con el que coincidían en el autobús— y se dedicaban a escribir su nombre en la carpeta de los apuntes, en las cubiertas de los libros, en la cartera y en el pupitre.

Y yo la más alta de todas, la de las mejores notas, la única que usaba sujetador, no tenía a «mi chico». No tenía nombre que escribir en las carpetas ni en las cubiertas de los libros. A Gonzalo, el único, el importante, el irremplazable, no podía citarlo, porque era mi primo hermano, y no podía casarme con él a no ser que el Papa lo autorizara expresamente.

Eso lo sabía yo muy bien, por algo sacaba siempre sobresaliente en religión.

Como en todo.

Por si fuera poco, Gonzalo no me hacía ningún caso, y yo siempre he sido muy orgullosa. Antes morir que reconocer que estaba enamorada de un primo borde que me despreciaba abiertamente.

Me habría gustado contar con un nombre que escribir en los cuadernos, pero no conocía a ningún chico de mi edad —ni siquiera uno un poco mayor, que también habría valido— con el que tuviera la ocasión de mantener una conversación de más de cinco frases seguidas.

Había un par de vecinos que podrían haber servido, pero uno tenía la cara llena de granos y al otro le sacaba yo por lo menos cinco centímetros, así que no me quedó más remedio, a mi pesar, que descartarlos como posibles candidatos a convertirse en protagonistas de mis sueños adolescentes.

Sin embargo, estaba rodeada de chicas.

Sólo en mi clase había treinta y cinco. Y en todo el colegio, casi mil. Aunque las de los otros grupos casi no contaban.

En la hora de matemáticas era tradición que, de una en una, las niñas saliesen a la pizarra para resolver, delante de todas las demás, los problemas que la profesora había dictado la tarde anterior como «tarea para casa».

Por lo tanto, cada día le correspondía a cinco pobres infortunadas pasar por ese calvario y aguantar diez minutos de tortura psicológica, viéndoselas y deseándoselas para averiguar cuál podía ser la raíz cuadrada de 324.

Como la profesora era una auténtica sádica, jamás sacaba a la pizarra a alguien a quien se le dieran bien las matemáticas. Es decir, una niña capaz de salir a la pizarra, resolver el problemilla en escasos tres minutos y acto seguido regresar a su sitio con expresión de felicidad.

Muy al contrario, las víctimas elegidas eran niñas con una media tradicional de insuficiente o aprobado pelado. Así se garantizaba que se equivocasen al menos cinco veces antes de conseguir resolver la ecuación, la raíz cuadrada o el quebrado correspondiente, para gran diversión y regocijo de profesora —principalmente— y alumnas.

Esto quería decir que a mí —sobresaliente de toda la vida nunca se me llamaba a la pizarra, lo que suponía, por una parte, que podía pasar mis tardes entregada a la feliz lectura de Emilio Salgari en lugar de a la resolución de farragosos problemas aritméticos, sin la menor ansiedad o cargo de conciencia, y, por otra, el privilegio de poder dedicarme durante las clases de matemáticas a examinar detenidamente a mis pobres condiscípulas sin que sobre mí pendiera, cual espada de Damocles, la posibilidad de ser la próxima en ser llamada a la pizarra.

Durante diez minutos las condenadas a pizarra permanecían en una tarima elevada y debían volverse unas cuantas veces, mirando ora a la pizarra, ora a la profesora, ora al respetable público, en busca de ayuda. Yo podía, pues, evaluar con tranquilidad factores como la longitud y el color de la melena, la estrechez de los tobillos, la gracia de los movimientos o la calidad de la sonrisa.

Ya entonces tenía yo unos gustos muy definidos.

No me gustaban las bellezas oficiales de la clase, un círculo restringido de cuatro niñas (Verónica a la cabeza, Leticia, Laura y Nines) que, vete a saber por qué, también eran las listas oficiales y compartían una serie de características que las convertían, a ojos de las demás, en privilegiadas: tipo de bailarina, lacia melena trigueña, ojos claros y estilo impecable.

Y más valía que no me gustaran, porque a ésas, en cualquier caso, nunca las sacaban a la pizarra.

Por el contrario, sentía debilidad por una morenita que aparentaba exactamente sus doce años, y ni uno más, que no hablaba de chicos, ni de casi nada, que se pasaba las horas del recreo vagando sola por las pistas de tenis y que se ruborizaba instantáneamente cuando la profesora sádica descubría, delante de toda la clase, su innata incapacidad para las matemáticas.

Ella no pertenecía a aquel mundo.

Ella resultaba inclasificable dentro de las estrechas categorías que podían definirse en aquel limitado universo de uniformes y encerados. No pertenecía al grupo de las ratitas grises y poco agraciadas que se esforzaban como podían en sacar el curso adelante a pesar de sus escasas luces. Pero tampoco era una de las listas gatitas que se empeñaban en hacer evidente su recién adquirida condición de lolitas.

Ella era otra cosa.

Yo no tenía muy claro si era excesivamente inteligente o retrasada mental, pero resultaba evidente que la integración con sus condiscípulas le inspiraba la indiferencia más total. Podía pasarse horas enteras sentada en su pupitre, mirando por la ventana, sin prestar atención a nadie.

Me sentía fascinada. Me parecía que aquella niña era guapa. Más aún, bella. La belleza, lo esencial, es invisible a los ojos, dijo el zorro.

No lo era, desde luego, según el canon de belleza que imperaba en aquel colegio. No tenía ojos azules ni boquita de piñón. Pero era muy distinta de las otras, para bien.

Y eso se veía a la legua.

Verónica, Leticia, Laura y Nines, con aquello de que eran las guapas indiscutidas, eran también las únicas que «salían» oficialmente con un chico. Algún pelele del colegio de al lado que las esperaba a la salida de clase en la parada del autobús (nunca a la puerta del colegio, pues las monjas no lo habrían permitido), y que se ofrecía a llevarles los libros, igualito igualito que en las películas yanquis de los cincuenta.

Éstas eran las chicas que en clase de dibujo fantaseaban, entre risitas contenidas, sobre cómo debía de ser darle un beso «de verdad» a un chico, o sea, un beso con lengua y todo.

Pero yo recibí mi primer beso de verdad antes que ellas.

¿Por qué yo, a los doce años y siete meses, me dejé magrear impunemente los pequeños senos comprimidos dentro de mi sujetador marca Belcor, modelo Maidenform, talla 80, color rosa salmón, que me venía grande y hubo que ajustar, por un adolescente granujiento con pelusilla sobre el labio inferior?

Porque nadie me había explicado nunca de qué iba aquello de los besos con lengua y los magreos, a excepción de los gorjeos cantarines y poco reveladores de Verónica, Leticia, Laura y Nines en las clases de dibujo.

Porque no había conocido más educación sexual que la proveniente de un libro para niños titulado De dónde venimos que la tía Carmen había tenido a bien regalarme al cumplir los ocho años. Un libro en el que espermatozoides animados con cara de pillines corrían en busca de un óvulo rosa, caracterizado como una matrona rechoncha de cara amable y repintada y expresión de expectante felicidad.

Porque no acababa de entender qué se proponía el caracráter cuando empezó a meter la mano por debajo del sujetador marca Belcor, modelo Maldenform, talla 80, color rosa salmón, que me venía grande y hubo que ajustar, mientras bailábamos las lentas.

Porque había oído hablar de lo de los besos con lengua, pero jamás había oído hablar de los magreos, ni sospechaba remotamente que los pechos femeninos pudieran ser un punto de atracción erótica.

Porque el comportamiento del caracráter me pareció raro, pero en ningún momento reprobable, y le dejé hacer suponiendo, con razón, que él sabría mejor que yo lo que correspondía hacer cuando se bailaban lentas.

Porque en las películas que yo había visto, y que constituían mi única fuente de información sexual a excepción de los relatos de Verónica, Leticia, Laura y Nines (fuentes no autorizadas y poco fiables), el apasionado beso final de los protagonistas desaparecía en un fundido en negro. Así que yo no tenía ninguna razón para creer que después del beso apasionado el chico no juguetease con los pezones de la chica.

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