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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (17 page)

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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Acabamos precisamente por eso. Por sus numeritos de celos. El día en que decidí que ya me había hartado de soportarlos. El día en que le dejé. O quizá me dejó él...

Puede que fuera mejor así... Quizá más vale acabar de forma abrupta, cortar mientras la llama aún está encendida, que llegar a ese punto en que la ternura se convierte en amabilidad, la necesidad en simple obligación. Mejor echar algo de menos que acabar echándolo de más. Prefiero la nostalgia a la rutina.

Me levanto todas las mañanas, sola, aprieto la tecla de play del loro que está al lado de la cama y escucho siempre la misma canción. Un adolescente desganado de acento mancuniano desgrana con voz perezosa el mismo estribillo una y otra vez: She cant get enough, can't get enough, can't get enough... love, por encima de una sección de vientos que ataca lentífisima el mismo riff hipnótico, y así los demás entendemos que cuando Sean dice amor en realidad quiere decir sexo. Exactamente igual que el común de los mortales. Tarareando ese estribillo y moviéndome al compás me dirijo hacia el cuarto de baño, me ducho y me lavo los dientes. La cara que miro en el espejo es la de una chica que tampoco consigue bastante amor ni bastante sexo. De hecho, nada en absoluto.

Después, me voy a trabajar. Copas y discusiones con el encargado. Subir y bajar cajas de cerveza. Esquivar a los pesados que quieren averiguar a qué hora sales. Las interminables horas que paso en el bar no cuentan. Estoy muerta. No soy yo. Soy un doble cibernético, una réplica catódica, un zombi andante, cualquier cosa. Hablo como yo, Visto como yo, miro como yo, pero no soy yo.

Y cuando vuelvo a mi casa a las seis de la mañana llego tarareando el mismo estribillo que llevo grabado a fuego en la cabeza. Me digo a mí misma que esta vez voy a controlarme y no pondré la misma canción, pero no puedo evitarlo. Llego y vuelvo a pulsar la tecla de play y vuelve a sonar el mismo compact que sonaba esta mañana, y ayer por la noche, y el día anterior.
She can't get enough, can't get enough, can't get enough... love
. Sí, señor, ésa soy yo.

Capto, por supuesto, el doble significado de la frase, no sólo sobre el amor y el sexo, sino sobre la supuesta insaciabilidad de la heroína de la canción y no concibo por qué me he obsesionado tanto, pero no puedo evitarlo. Todos los movimientos mecánicos que vienen después —preparar la cena, recoger la ropa, poner la lavadora, desmaquillarme— están dominados por el mismo estribillo, una y otra vez. Leo, como siempre, antes de acostarme, y entre cada línea se me va colando la dichosa frasecita: she can't get enough love.

Cierro los ojos e intento reconstruir en mi memoria el tacto de su cuello firme y sólido y de sus hombros perfectos, el olor de sus camisas y el timbre de su voz. Mientras sea capaz de recordar cada uno de esos detalles, sé que no habré perdido a Iain del todo. El recuerdo de esas pequeñas cosas no me entristece. Todo lo contrario, me tranquiliza. Exactamente igual que repetir una letanía. Recordarte a ti misma que tienes algo que adorar.

Por supuesto que salgo, de cuando en cuando, y bailo y flirteo y me drogo y me emborracho y reparto por aquí y por allá ramalazos de belleza, de la belleza que aún me queda. Pero de momento, nadie ha pisado mi casa. Tengo la impresión de que nadie podría compartir la banda sonora, de que nadie podría entender como yo entiendo el significado de esa frase. A veces me quedo leyendo hasta la madrugada y el compact sigue adelante, hasta el final, y todos esos saxos lánguidos se empeñan en recordarme que no tengo suficiente amor.

Uno de estos sábados, por la noche, marcaré el número de Iain. Andará por ahí con su sempiterno vaso de whisky en la mano y una rubia remilgada colgada del brazo. Saldrá el contestador y dejaré grabada la puñetera musiquita. Cuando escuche que ella nunca tiene suficiente... amor, sabrá perfectamente que se trata de mí. Él sabe que yo nunca tengo suficiente.

Ñ

de ñoñería

Tedio y tiempo empiezan por la misma letra, y las horas y los días pasan sin hacer nada, como una sucesión inacabable de hojas en el calendario. Es muy aburrido vivir cuando no tienes nada que hacer y nadie en quien apoyarte. Mi marido y mi hijo, ya lo sé, pero ya no me basta. Aquí encerrada en casa todo el día... No sé, me encantaría tener amigas. Aparte de la cuadrilla de San Sebastián, que al fin y al cabo no eran otra cosa que amistades de conveniencia, de qué me serviría a mí negarlo ahora, lo cierto es que no tengo ninguna amiga de verdad, excepto mamá, creo, no sé.

Me gustaría llevarme mejor con mis hermanas, pero no es tan fácil. ¿De qué podría hablar con ellas? Rosa todo el día con su carrera y su trabajo, y Cristina tan moderna ella... No es que yo no lo intente, yo intento ser amable y esas cosas, pero no, no es tan fácil. La sangre no une tanto como debiera, y cuando las personas no son afines, no lo son, y eso no hay forma de arreglarlo.

A veces, sin embargo, me apetece llamar a Cristina, porque creo que ella podría entenderme y podría explicarme por qué últimamente no consigo parar de llorar. Al fin y al cabo, se supone que es ella la que tenía problemas mentales, ¿no?

No sé, lo de los problemas mentales de Cristina es una historia que no conozco de primera mano, porque ocurrió después de que yo me casara, y todo lo que yo sabía era a través de mi madre, que me llamaba desesperada y harta para desahogarse: «No puedo con esta niña, es que no puedo, te lo advierto, Ana, cualquier día voy a hacer una barbaridad.» Y confiaba en mí para que le ayudase, por aquello de que yo era una mujer casada y sensata, y yo pensaba para mis adentros que qué podía hacer yo, si tenía muy claro que a Cristina no la paraba nadie, y mucho menos yo, porque yo seré muy buena chica y muy sensata y muy todo, o eso piensa mamá, pero no dispongo de la mitad de las energías de mi hermana pequeña.

Cuando Cristina nos pegó el primer susto ella tenía dieciséis años y yo acababa de casarme, como quien dice. A ella le costó una semana en la UVI y a todas nosotras un montón de lágrimas y de dolores de cabeza. Ninguna tiene muy claro por qué lo hizo. Y la historia que yo sé no la conozco de primera mano y sólo sé lo que mamá y Rosa me contaron. Que Cristina llegó borracha a las tantas de la mañana y que se encontró a mamá despierta, esperándola. Que tuvieron una de sus broncas de costumbre, porque, según mamá, cualquier persona que viviera bajo su techo (y remarcaba aquel posesivo) debía ajustarse a un horario decente, y por decente se entendía que a los dieciséis años una debía estar en casa a las diez de la noche, como habíamos estado las demás. Que Cristina se metió en su habitación pegando un portazo y que a la mañana siguiente, cuando Rosa fue a despertarla, se dio cuenta de que Cristina no se movía, no reaccionaba, de que jadeaba de forma extraña, y de que un reguero de saliva solidificada le bajaba desde la comisura de la boca hasta la curva de la mandíbula. Fue en ese momento cuando reparó en que al lado de la cama había una caja de neorides y una botella de pacharán, vacías las dos. Y ya puede agradecerle Cristina a Dios que mi hermana Rosa sea tan lista y se diese cuenta inmediatamente de lo que había hecho, porque si llego a ser yo la que se la encuentra seguro que, primero, no me habría enterado de lo que pasaba, y, segundo, que aunque me hubiera enterado no habría sabido qué hacer. Y Rosa llamó de inmediato una ambulancia, y para el hospital se fue Cristina, que tuvimos mucha suerte, decían los médicos, que la niña era muy fuerte y no sólo había sobrevivido sino que, además, la burrada que hizo no tuvo consecuencias más graves, porque podía haberle afectado la cabeza y nos habríamos quedado con una hermana medio sorda o medio ciega o yo qué sé...

Recuerdo una vez, y de esto no hace tanto, en una comida familiar, mamá estaba quejándose de la vida que lleva Cristina, trabajando en un bar y eso, cuando tiene una carrera terminada, y con muy buenas notas, además, y Cristina dijo, lo recuerdo perfectamente, que daba igual lo que ella hiciera con su vida, porque al fin y al cabo estaba viviendo de prestado. Y supongo yo que se refería a que, como había sobrevivido por casualidad, la vida que tiene se la ha regalado Dios o el azar o la suerte, pero que en cualquier caso no la considera como suya, porque la suya, la que le tocaba de verdad, se quedó allí, en la UVI, y desapareció durante los tres días que estuvo inconsciente, supongo.

Pero aquél sólo fue el primer susto, a pesar de que mamá envió a la niña a uno de los mejores psicólogos de Madrid, que nos lo había recomendado mi suegro y que le salía a mamá por un ojo de la cara, pero que no nos sirvió de nada porque después vino el resto de los numeritos, una sucesión de animaladas con las que Cristina nos sorprendía periódicamente, tan brillantes y tan previsibles como la luna llena, aunque nunca sabíamos, eso sí, cuál sería exactamente la próxima sorpresita que nos depararía la niña. En una ocasión desapareció durante cinco días y cuando por fin nos dijeron dónde estaba tuvimos que ir a recogerla a un centro de acogida de la Comunidad de Madrid, totalmente demacrada y cubierta de moratones, incapaz de recordar dónde había estado. Otra vez Rosa se la encontró inconsciente, tirada en el garaje de casa. Al principio Rosa pensó que estaba muerta, porque llegó a pellizcarla y todo y Cristina no se movía. Y vuelta a llamar a la ambulancia, y vuelta a llevar a Cristina al hospital, y resultó que lo que le pasaba a la niña es que se había metido heroína, sí, heroína, que mamá no podía ni creérselo ni yo tampoco, porque hasta entonces yo siempre había asociado lo de la heroína con esos chicos famélicos y desgreñados y sucios que intentan venderte kleenex en los semáforos, y no con una niña de dieciséis años, sana y guapa, y de buena familia, además, que por entonces aún iba al instituto. Y cada dos por tres Cristina tenía una bronca nueva con mamá y pegaba unos berridos que se enteraban todos los vecinos y decía que no entendía por qué había venido a este mundo, y mamá me llamaba desesperada diciendo aquello de que aquella niña era la piel del demonio, y que seguro que había salido a su padre porque todas las demás mujeres de la familia siempre habíamos sido muy tranquilas y muy controladas.

Así, según lo cuento, da la impresión de que Cristina estaba completamente loca y de que, además, era insoportable, pero para nada. Cuando Cristina estaba de buenas no había niña más encantadora en el mundo, y como encima era monísima, que todavía lo es, se traía a todo el mundo de calle. Tenía tantos novios, o amigos, o lo que fuera, que nos resultaba imposible llevar la cuenta, y cuando ya le habíamos cogido cariño a uno entonces teníamos que olvidarnos de él y hacernos al siguiente, y la pobre Rosa se hacía un lío con los nombres de los unos y los otros. Todos se parecían, todos más o menos guapos, con moto, y siempre con las mismas pintas, cazadora de cuero y pelo cortísimo, muy modernitos ellos, y siempre babeando por detrás de los pasos de mi hermana. A mamá casi le daba un telele cada vez que veía a uno de esos pintas esperando en el portal de casa, porque ya sabía que por fuerza tenía que tratarse de una de las últimas adquisiciones de Cristinita, adquisiciones que a ella no le hacían ninguna gracia, por supuesto. De la misma forma que no le hacía gracia la manía de Cristina de escuchar sus discos a todo volumen, aquellos discos que parecían pasos de Semana Santa, con unos cantantes que ni cantaban ni nada, en cuyas portadas andaban todos vestidos de negro y cubiertos de crucifijos, o su manía de pasarse días enteros sin comer, o de empeñarse en llevar medias con agujeros. Por no hablar de aquella vez que apareció con el pelo rapado al uno, que parecía recién salida de un campo de concentración, y que los vecinos todavía deben de recordarlo, porque los gritos que pegó mi madre cuando la vio entrar en casa debieron de oírse hasta en Sebastopol, según me contó Rosa.

Y también tenía millones de amigas, compañeras de clase tan chaladas como ella que se empeñaban en llevar las uñas pintadas de verde y el pelo cortado en forma de palmera, y vestidas todas de negro, como una cofradía de plañideras, y que se colaban en la habitación de Cristina silenciosas y rápidas como un ejército de cucarachas, porque mamá, por supuesto, no podía ni verlas. Y entre los novios que la perseguían y las amigas que la llamaban para contarle sus penas la cuestión es que los fines de semana el teléfono de casa de mamá estaba bloqueado a todas horas, y a mamá, claro, se la llevaban los demonios.

Un día mamá me llamó histérica y me pidió que por favor fuese a casa corriendo porque a Cristina le había dado uno de sus arrebatos después de haber tenido una bronca monumental con ella y se había encerrado en el cuarto de baño con un cuchillo y no atendía a razones, y conociendo a Cristina cualquiera sabía por dónde podía salir la niña.

Así que agarré el bolso y me planté en casa en un santiamén, más que nada porque mamá me lo había pedido, porque a saber qué iba a poder hacer yo con Cristina, yo, que no levanto dos palmos del suelo y que nunca he entendido a mi hermana pequeña. Pero ya he dicho que a mí mamá me tenía por la sensata y la madura, y debió de pensar que quizá conmigo la niña se avendría a razones, porque con mamá ya ni se hablaba, y a Rosa parecía que la niña le daba igual, Rosa siempre encerrada en su cuarto, echando codos, sin importarle otra cosa que sus libros.

Cuando llegué a casa mamá y Rosa estaban esperándome con cara de preocupación. Mamá fumaba sin parar un cigarrillo tras otro, y Rosa, siempre tan pragmática, insistía en que nos lo tomásemos con calma, que no llegábamos a ninguna parte poniéndonos al mismo nivel de Cristina.

Cristina llevaba varias horas encerrada en el cuarto de baño y se negaba a abrir la puerta. Rosa se empeñaba en que lo mejor era tirar la puerta abajo no fuera que la niña se hubiese metido otro bote de pastillas, porque todos sabíamos que a la mínima que mamá se descuidaba Cristinita se las arreglaba para hacerse con pastillas de la farmacia. Pero mamá, siempre tan preocupada por el qué dirán, insistía en que mejor no hacerlo, porque con el escándalo que íbamos a montar tirando la puerta abajo se enterarían todos los vecinos. A mí, sinceramente, me parecía un poco absurda aquella obsesión de mamá con los vecinos, ¡como si a estas alturas todos nuestros vecinos no estuviesen al corriente de los numeritos que montaba Cristina!

Yo me acerqué a la puerta del cuarto de baño y sin mucho convencimiento susurré aquello de Cristina, soy yo, Ana, ¿te encuentras bien? Al principio no hubo respuesta, pero al cabo de un rato la puerta se abrió un poco, sólo un poco, y entreví la cabecita desgreñada de mi hermana que, cuando comprobó que ni mamá ni Rosa estaban a la vista, abrió la puerta un poco más y me dejó pasar. Yo entré en el cuarto de baño y Cristina volvió a echar el cerrojo tras de mí.

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