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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (13 page)

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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Desperté a la mañana siguiente porque estaba cayéndome de la cama. Él dormía en posición diagonal y había conseguido desplazarme a una esquina. Me desperecé y le miré. Pensé que era bastante guapo, pero tampoco era nada espectacular. Había dormido con especímenes bastante mejores. Y, sin embargo, un pensamiento cruzó por mi cabeza como un relámpago: éste va a ser el padre de mis hijos.

L

de lágrimas

A veces, no sé, me siento como la pieza de un rompecabezas que apareció por equivocación en la caja que no correspondía. No encajo. Esta mañana me he decidido a salir porque me he dado cuenta de que mamá tiene razón, y es que no puedo pasarme la vida encerrada en casa, sola, llorando como una Magdalena. Así que aquí estoy, Anita frente al mundo, haciendo cola en la caja del supermercado del barrio, junto a otras diez señoras que en conjunto forman una especie de jauría salvaje de marías entre los cuarenta y cinco y los noventa y cinco años, ávidas de bronca, dispuestas a todo por un simple quítame allá ese choped. No debería reconocerlo, pero estas señoras repintadas y con cara de mal genio me dan miedo, y me siento tan pequeña, tan distinta... Probablemente porque lo soy, porque, sinceramente, en la vida saldría yo a la calle con un traje como el que lleva la señora que tengo detrás, una especie de imitación de Chanel de baratillo con botones dorados con el que esta mujer debe de creer que va muy elegante y que se parece a la Consuelo Berlanga. Y anda que la de atrás... Va con chándal y tacones, y con eso lo digo todo. Ana, ya has cumplido los treinta y dos, ya es hora de que ganes un poco de aplomo, de que le pierdas el miedo a todo, tienes treinta y dos años, pero nadie lo diría. Cuando me miro en el espejo y me doy cuenta de que todo el mundo me echaría unos veintitantos, me gustaría medir unos centímetros más, no sé, quizá así la gente me tuviese más respeto, y sé que muchas me envidiarían por aparentar menos edad, pero para mí es una cruz. Cristina y Rosa son las dos bastante altas, y parece que la gente las trate de otra manera, pero yo he salido bajita como mamá, y eso no es ninguna suerte. Quizá parezco más joven por el modo en que visto, porque hoy, por ejemplo, llevo una camisita de cuello redondo con estampado de florecitas rosas y unos vaqueros de Caroche, y tengo que reconocer que el modelito es más propio de una niña de quince años que de una mujer casada y madre de un niño. No sé, a veces me gustaría aparentar más edad, pero, sencillamente, no me veo con otro tipo de ropa, es que alguna vez he intentado probarme jerséis negros y pantalones grises, no sé, colores más sobrios, ropa más seria, pero me deprimía muchísimo, me daba la impresión de que iba de luto, supermal, no sé... El caso es que ahora estoy en la cola del supermercado, amarrada a un carrito lleno hasta los topes de bolsas y cajas que arrastro como puedo, porque la verdad es que pesa bastante; no sé, quizá no pese tanto y sólo me lo parezca, porque yo no soy muy fuerte, no, y comprimida entre esta masa de señoras gritonas me siento cada vez más débil. Y no sé.

La vida en general es como la cola de un supermercado: lenta, incómoda, y llena de gente insoportable.

Una señora que sólo lleva un bote de Coral Vajillas intenta colarse delante de las que llevan carritos llenos, aprovechándose de mi aspecto de niña... lo que yo digo, que nadie me tiene respeto, y esta señora ha debido de notar nada más verme que yo sería incapaz de impedirle colarse o de quejarme. Pero las otras señoras de la cola, que tienen más arrestos que yo, sí se han dado cuenta, y se han puesto enseguida a vociferar: ¿SERÁ POSIBLE? ¡QUE SACOLAO, SEÑOOORA!, NO SE HAGA LA SUECA, QUE NOSOTRAS VAMOS PRIMERO, y dirigiéndose a mí: NIÑA, MIRA A VER QUE NO SE TE CUELE OTRA DE ÉSTAS, QUE PARECE QUE ESTÁS DORMIDA, HIJA, mientras que la que se ha colado hace como que no se entera y mira al tendido con deferente frialdad. El alboroto continúa hasta que la cajera se decide a serenar los ánimos con un par de gritos bien dados al tiempo que enarbola amenazadora la barra que separa los productos en la cinta de la caja. SEÑORAS, ¡YA ESTÁ BIEN! ¡UN POCO DE TRANQUILIDAD!, AMOS, DIGO YO.

Por fin llega mi turno. La cajera, con el moño bastante alborotado ya y un humor de perros, intenta pasar los artículos por el lector electrónico de la caja: cerveza para Borja, cocacola light para mí, Casera cola sin cafeína para el niño, detergente saquito Eco (envase más ecológico, producto más natural), bayeta gigante suave Cinderella, Scotch Brite Fibra Verde con esponja (3 x 2 precio especial), fregasuelos Brillax, latas (melocotón familiar en almíbar Bamboleo, champiñones El Cidacos, espárragos de Navarra al natural Iñaqui, guisantes Gigante Verde, huevas de lumpo Captain Sea, atún claro Calvo pack de tres latas), congelados (gambas con gabardina, sanjacobos, croquetas de pisto, bombones helados y una paella hibernada), pan de molde integral Panrico, yogures desnatados sin azúcar para mí y yogures de fresa para el niño, tomate frito Orlando, macarrones Gallo y una docena de huevos. Eso es todo. Creo que no se me olvida nada.

A medida que los artículos son contabilizados voy introduciéndolos en una bolsa de plástico. Me esfuerzo en ir todo lo rápido posible, pero no resulta tan fácil porque me hago un lío a la hora de desdoblar las bolsas de plástico, que vienen como pegadas las unas a las otras, supermal, no sé, pero se ve que no lo consigo, porque la señorita, obviamente molesta por la poca celeridad con que ejecuto la tarea, me dirige una torva mirada de reprobación. Yo intento acelerar pero, no sé, como que no me sale. Cuando todos los artículos están dentro de sus respectivas bolsas me dispongo a sacar el monedero para pagar y revuelvo y revuelvo sin éxito en el bolso de Farrutx que Borja me regaló en nuestro aniversario, pero no encuentro el monedero.

Los segundos transcurren inexorables, y la expresión de la cajera va adquiriendo un matiz psicopático y las señoras parecen dispuestas a lincharme, y creo que la tensión podría cortarse con un cuchillo. Y no me queda más remedio que hacer acopio de valor y enfrentarme a la cajera y decirle que no encuentro el monedero. SEÑORA, QUE ES PARA HOY, QUE NO TENEMOS TODO EL DíA, brama una de la cola, que lleva el pelo teñido de azul y una bata de flores. ESO DIGO YO, QUE ME DEJAO LA OLLA EN EL FUEGO, replica otra, gordísima, con el pelo teñido de amarillo y las raíces negras. PUES ME VA A EXPLICAR CóMO ARREGLAMOS ESTE ASUNTO, me grita la cajera, y creo que un matón a sueldo de los que salen en las películas de la tele no hubiera adoptado un tono más amenazador, y yo intento explicarle que lo... lo único que, que se me ocurre es... es que dejemos las bolsas aquí mientras yo subo a casa a por el monedero, y ella dice que le hago la pascua, porque ya ha contabilizado los productos y ahora le toca anularlo todo, y eso es un follón, sobre todo con la cola que hay montada, y yo intento explicarle que lo siento muchísimo, que debe comprender que no lo he hecho adrede, pero me interrumpo porque advierto que me he ruborizado y que estoy a punto de echarme a llorar, y ella que me dice que me tranquilice, que no es para tanto, y me llama bonita y adopta de pronto un tono conciliador, como la Nieves Herrero.

Me parece que mis problemas han introducido un elemento de animación en la rutina diaria del súper. Las de la cola se lanzan a comentar la jugada con la emoción de un comentarista experimentado. A la de la bata de flores le oigo decir que seguro que he tenío un disgusto con mi marío, y su amiga le da la razón, sí hija, sí, le dice, que nadie se pone así porque se le pierda el monedero, y la otra le responde que no creas, Chari, que a mí mismamente se me olvidó el monedero el otro día y me llevé un disgusto enorme. Señora, sepa usted que yo no tengo disgustos con mi marido, que mi marido es un santo y una bellísima persona, aunque un tanto aburrido, eso sí, aunque tenga menos gracia que un besugo congelado, y no se meta usted donde no le llaman, porque usted no tiene la más remota idea de por qué lloro o dejo de llorar, y, además, no le importa. Pero no me atrevo a decírselo, porque además de tímida soy una persona educada, no como usted, señora, que parece usted una verdulera.

El tiempo se interrumpe en mi cabeza, y por un momento dejo de ser esta niña grande que soy y me convierto en SuperAna, y me enfrento con una jauría de marujas a latazos, y pongo fuera de combate a la cajera de un certero golpe en el moño propinado por una lata de espárragos al natural. Pero no soy SuperAna, no soy más que la Anita de siempre y estoy cansada, inmensamente cansada y sólo quiero ir a casa y tumbarme en la cama y olvidarme de latas y de congelados y de productos para la limpieza, y cerrar las persianas y los ojos y sumergirme en la nada, arropada por capas y capas de oscuridad que vayan asfixiándome lenta y dulcemente.

La voz chillona de la cajera me devuelve a la realidad. Abro los ojos y otra vez estoy delante de la caja, petrificada y sin el monedero de Farrutx que me regaló mi marido en nuestro aniversario de bodas.

—Bueno, bonita, entonces me dirás qué hacemos, que no tenemos todo el día.

Siento esa voz chirriante invadir mis fantasías como si se tratara de un ejército enemigo, con cientos y cientos de pesadas botas pateándome el cerebro, y me duelen las sienes. Me duele la cabeza.

—Anúlalo todo. ¿Me oyes? ANÚLALO TODO.

Me he sorprendido a mí misma, porque casi nunca grito y no sabía que mi garganta pudiese alcanzar semejante nivel de decibellos. Mi grito ha helado el ambiente. Durante veinte segundos podría escucharse el zumbido de una mosca. Sorpresa, milagro. Las señoras se han callado todas a la vez, como un solo hombre, o mejor dicho, como una sola maruja, y me miran con los ojos muy abiertos, con una mezcla de asombro y reprobación.

Pero rápidamente la cajera recupera el aplomo. Menuda es ella, la cajera, como para que la achante una pocacosa como yo.

—Bueno, vale, guapa, que no es para ponerse así. ¡Menudos humos!

Cierro con decisión el bolso de Farrutx. Se me llenan los ojos de lágrimas. Me muero de vergüenza. No hay peor humillación que llorar en público, y peor aún, llorar delante de esta panda de arpías. Mañana a estas horas todo el barrio estará enterado de que ando desequilibrada.

Sabía que iba a acabar así. Necesito volver a casa. Necesito desesperadamente volver a casa.

Con la poca dignidad que me queda me dirijo hacia la puerta intentando mantener bien alta la cabeza, sin mirar atrás, con las lágrimas deslizándose por las mejillas y llevándose el rímel por delante. Lo que faltaba. Señor, que no me encuentre con ningún conocido. Que no me vean la cara llena de churretones.

—Estas niñas bien, que se creen que las demás estamos aquí para servirlas —oigo que explica la cajera, indignada, a quien quiera escucharla.

—Y que lo digas. Desde que el barrio se ha puesto de moda y se han venido a vivir aquí los yupis estos, hija, lo que tenemos que aguantar —le confirma la de la bata de flores.

Y la cajera anula mi compra y le hace una seña a uno de los aprendices para que retire las bolsas y vuelva a colocar los artículos en su sitio. Y supongo que la cajera tendrá razones para estar con ese humor de perros, porque, al fin y al cabo, se pasa ocho horas diarias de pie, pasando latas y congelados por un lector electrónico y seguro que le pagan un sueldo de miseria que apenas le da para mantener a los dos niños, porque su padre sabe Dios dónde andará, como ella repite siempre, y no dudo que le importan un comino las llantinas y los arrebatos de una niña mimada, porque eso es lo que piensa que soy yo, una niña mimada que lleva un bolso que vale la mitad de su sueldo. Cuántas veces he oído repetir a la cajera, quien se lo ha oído decir a su madre miles de veces, que los que más lágrimas derraman suelen ser los que menos razones tienen para llorar. Y, no sé, quizá tenga razón, quizá yo no tenga razones para llorar. Tengo un marido maravilloso y un niño guapísimo y una casa que podría salir fotografiada en el Elle decoración, y sin embargo, no sé que me pasa, sólo tengo ganas de llorar. Y para colmo me muero de vergüenza. No alcanzo a comprender cómo he podido perder los nervios delante de todo el mundo en el supermercado. Después de semejante apuro no pienso volver nunca allí. A partir de hoy encargaré la compra por teléfono. O mejor aún, que haga la compra la chica, que para eso está, que no sé a cuento de qué me ha dado a mí por bajar a hacer la compra. Ahora sólo quiero volver a casa. Volver a casa, volver a casa, tumbarme en la cama, cerrar las persianas y los ojos y sumergirme en la nada, arropada por capas y capas de oscuridad que vayan asfixiándome lenta y dulcemente...

LL

de llanto y llaga

No echamos de menos a las personas que amamos. Lo que echamos de menos es la parte de nosotros que se llevan con ellas.

He crecido entre discos. Cuando mi padre se marchó estuvimos unos años viviendo con la tía Carmen y su hijo Gonzalo. Gonzalo es once años mayor que yo. Al principio casi ni me hablaba, pero yo estaba encantada con él. Era tan guapo... tan, tan guapo. Impresionante, de verdad. Gonzalo era, por guapo, el tipo de hombre que le gustaba a todas las mujeres. No dejaba indiferente a ninguna. Sólo he conocido otro caso parecido, aunque aquél no era tan guapo, pero sí más simpático. Se llamaba Santiago y era el camarero más mono del bar donde trabajo, ese espacio tecnificado y cyberchic que constituye el escenario de mis noches. Pero Santiago acabó muy mal, y no me gusta hablar de él porque me pongo triste.

Volviendo a cuando Gonzalo vivía en casa, el caso es que mi primo se convirtió en mi segundo padre, y desde el primer momento quedó claro que yo sería su preferida. Gracias a él aprendí a escuchar música. Hasta que llegó Gonzalo en mi casa sólo se escuchaba música clásica, que es la que le gusta a mi madre y a mi hermana Rosa. (Mi hermana Ana no tiene oído musical, un rasgo que, sospecho, heredó de mi padre aunque no estoy muy segura, puesto que a él apenas le conocí.) Pero a partir del día en que se instaló en mi casa Gonzalo, se mezcló con el aire, con el perfume de mi madre y con los olores de especias y fritangas que venían de la cocina, y con los seriales de Lucecita y Simplemente María que subían por el patio, un fondo permanente de guitarras eléctricas, y me he tragado a Dylan y a Hendrix y a la Joplin y a Leonard Cohen y a los discos censurados de Lluís Llach tirada en la alfombra del cuarto de Gonzalo, mientras jugaba con mi Lego y mis muñecas. Pasaba el dedo, fascinada, por las portadas psicodélicas de los discos de Génesis, de Lennon, de los Who y me contaba a mí misma cuentos que transcurrían en el mundo del Submarino amarillo. Mis historias fluían entre alucinaciones psicodélicas. Dragones de mil colores, sirenas de metal, espirales de fuego penetradas de azul. Con siete añitos Gonzalo me llevaba de la mano a cinestudios de tercera fila a ver películas de los Rolling Stones y de los Beatles, sesiones interminables en las que me aburría lo indecible. Los dibujos animados de los Beatles aún tenían un pasar, pero lo de las películas de los Rolling y las de los Who... aquello era harina de otro costal. Lo único que recuerdo de Performance y de Tommy es el aburrimiento pesado que me aplastaba como una losa sobre el sillón del cine, la agobiante necesidad de encontrar por fin un espacio donde encajar las piernas que me colgaban, el orgullo que se me extendía por dentro cuando dirigía la mirada hacia mi primo, que contemplaba ensimismado las escenas para mí incomprensibles que se sucedían en la pantalla.

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