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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (16 page)

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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Así que conocí a Iain por casualidad en una fiesta, y me colgué. Me encoñé porque tenía la polla enorme y porque era un plusmarquista sexual. Y me enamoré porque era completamente distinto de la gente que me rodeaba. No iba por la vida a mil por hora. Leía a los clásicos, escuchaba jazz, veía películas en la Filmoteca... No parecía acarrear ese aura de provisionalidad que caracterizaba a todo lo que me rodeaba. Acabé fascinada por cualquier detalle relacionado con él, por mínimo que fuese.

Me encantaba su escritura, por ejemplo. Esas des que parecían bes y esas bes barrigonas e inacabadas que nadie sabe lo que parecían. Era una escritura desaliñada, imprecisa... Me encantaban las notas que iba dejando por toda la casa en pequeños papeles amarillos. Las manos, huesudas, nerviosas. Los dedos larguísimos. Y la voz. La voz era suave y él arrastraba las palabras lentamente, forzando siempre la última sílaba. Podría haberme dormido escuchándole. Me gustaba la forma que tenía de manejar las cosas, los tenedores, los bolígrafos, los lápices. Los trataba con un cuidado exquisito, como si temiera que fueran a romperse. No como YO, que nunca trato con cuidado nada que caiga en mis manos y que, efectivamente, soy muy dada a romper cosas. Esa tranquilidad, esa cotidiana parsimonia de Iain contrastaba tanto con el ritmo anfetamínico de mis amistades, y era tan desesperada mi necesidad de estabilidad, que irremediablemente tenía que sentirme atraída por su calma.

Me gustaba su sentido del humor, tan sutil que a veces resultaba imperceptible. Me gustaba el olor dulzón de su piel, la curva de su nuca, el tacto solidísimo de sus hombros. El gesto de concentración que dibujaban sus labios cuando, inclinado frente a su ordenador, se peleaba con las historias que no conseguía escribir. Me gustaban todos los pequeños detalles que había aprendido a reconocer como familiares. Podía hundirme entre su ropa y marearme con su olor. A veces llamaba a su número sólo para escuchar su voz grabada en el contestador automático. Habría reconocido a ciegas sus pasos entre una multitud. Y todas esas pequeñas cosas que le identificaban y que componían su carnet de identidad eran para mí tan sagradas e inmutables como las letanías que había aprendido de pequeña. Me las sabía de memoria aunque jamás me parase a pensar en su significado.

La ignorancia es una traidora que se ha aliado con la imaginación. No sé nada de él ni de lo que pueda hacer. ¿Habrá escrito mucho? ¿Se habrá follado a otras? ¿Me echará de menos? Dibujo mentalmente su imagen, uniendo piezas. Primero los ojos de agua, después el ceño infantil, acto seguido el cuerpo hecho de leche, los pies enormes, las piernas largas, el torso compacto y robusto. No me lo imagino solo. Me lo imagino en fiestas con su sempiterna copa de whisky y una rubia remilgada colgada del brazo.

Vivimos una luna de miel que duró cosa así de un mes. Vacaciones en el Planeta X. Sexo y diversión. Venía a buscarme al bar cada noche. Me llamaba zorra cuando me follaba. Supongo que no está bien admitirlo y cargarse de plano todos los postulados feministas. Supongo que no está bien decir que me gustaba, que no me importaba que me obligara ni que me agarrara por el pelo para obtener lo que quería. Sé que no está bien echar eso de menos. Dulces oleadas de leche derramada disparaba su sexo, incrustado en mi vientre, y yo le oía gemir, desnudo, concentrado, ascendiendo cielos hacia el séptimo. Me llamaba zorra y decía que yo nunca tenía suficiente.

Pero nada bueno dura eternamente. Llega un momento en que el sexo salvaje no lo cubre todo y surge el peligro de conocerse, y el compromiso. Y es el fin. Ahí fue cuando empecé a caer en la cuenta de todos los misterios que rodeaban a Iain. ¿Por qué vivía en España? Al fin y al cabo, prácticamente no tenía amigos ni razones para venir aquí, porque no se dedicaba a enseñar inglés ni nada por el estilo. Y ¿de qué coño vivía?

Tenía un apartamento precioso que debía de costarle una pasta. Al principio me dijo que tenía una beca, pero no me lo tragué. En primer lugar, porque el importe de una beca ni siquiera le habría dado para pagar el apartamento, y en segundo porque jamás le vi estudiar ni investigar. No hizo falta que me explicara que era rico. Estas cosas se notan, por mucho que uno vaya vestido con vaqueros raídos y camisetas desteñidas. Se nota en la tranquilidad ante la vida que sólo ofrece una posición acomodada, la seguridad de que ningún golpe va a ser demasiado doloroso porque tus padres han almohadillado la superficie sobre la que planeas. Me pregunto si Iain habría exhibido la misma tranquilidad en los pequeños detalles si hubiera nacido en otra familia.

Prácticamente vivíamos juntos. Poco a poco, sin advertirlo, había trasladado mis pertenencias indispensables a su apartamento y apenas pisaba el mío, si acaso una vez cada quince días para recoger correspondencia, discos y ropa. Yo había cedido, le había concedido ventaja y jugábamos en su campo. Con la excusa de que su apartamento era más bonito y espacioso me había llevado a su territorio.

Una tarde de domingo estaba hojeando sus libros, buscando algo que leer, cuando un papel amarillento que había estado guardado entre las páginas de Othello cayó al suelo. Cuando lo recogi me di cuenta de que se trataba de una carta. Debería haberla dejado donde estaba, pero no pude resistir la curiosidad. Él había salido a comprarme los periódicos. Eché un vistazo superficial a la misiva, decidida, en principio, a dejarla donde la había encontrado. La firmaba una tal Shiboin. La carta era muy larga, casi diez páginas. La curiosidad me pudo. Comencé a leerla con manos temblorosas. Temía que no me diese tiempo a leerla toda y que al regresar él me sorprendiera con las manos en la masa.

La chica tenía una letra bonita, pulcra y ordenada, que se volvía cada vez más caótica a medida que avanzaba la narración. Al final las líneas, que habían comenzado horizontales, se inclinaban hacia el suelo, descendentes y depresivas. Los palos de las tes se disparaban, como si escribiese apresurada, como si su mano intentase desesperadamente adaptarse a la velocidad de su pensamiento. Ella decía que nunca le olvidaría, que lo que habían vivido juntos era demasiado fuerte como para borrarlo. Que no soportaba su ausencia. Que necesitaba que la perdonase. «Ya no te acuerdas —le decía— de cuando nos juramos que si a uno de nosotros le sucedía algo, el otro se suicidaría para que estuviéramos juntos para siempre. ¿Cómo has podido olvidar eso?»

Me quedé de piedra. En primer lugar, porque no podía imaginar que él hubiera vivido una historia tan importante. Nunca me había hablado de eso. Ni siquiera me había mencionado de pasada a una antigua novia. En segundo lugar, ¿cómo había podido dejar una carta como aquélla entre los libros, tan descuidadamente, cuando sabía que yo me pasaba el día hurgando en sus estanterías, buscando lectura? Se me pasó por la cabeza que quizá lo había hecho intencionadamente, para que yo lo descubriera, porque no se atrevía a hablar de eso.

Por supuesto, yo no hice ningún comentario del descubrimiento, porque eso habría supuesto admitir que yo leía correspondencia ajena, y a mí se me había educado para considerar la invasión de la intimidad un crimen tan reprobable como el robo.

La curiosidad se instaló dentro de mi cabeza como un pulgón en el seno de una rosa, invisible y devoradora al mismo tiempo. Reparé en una carpeta marrón que reposaba en la estantería y a la que yo, hasta entonces, no había concedido mayor importancia. A primera vista se advertía que contenía correspondencia. Podían entreverse los sobres de correo aéreo, con sus bordes azules, blancos y rojos. Estaba decidida a investigar su contenido a la primera ocasión. Pero no resultaba tan fácil, porque Iain se pasaba el día en casa. No tenía que trabajar y ningún deber le obligaba a comprometer su tiempo, así que cuando yo no estaba en el bar él hacía lo posible por estar siempre a mi lado.

La oportunidad se presentó dos semanas después, el día en que Iain tuvo que ir al aeropuerto a recoger a un conocido de su padre, un hombre de negocios que hacía escala en Madrid de camino a Sudamérica. Calculé que estaría por lo menos dos horas ausente.

Una vez que se hubo marchado esperé una media hora, para asegurarme de que no volvería a buscar cualquier cosa que hubiese olvidado y no me sorprendería con las manos en la masa, y luego me abalancé sobre la carpeta. Estaba tan nerviosa que no sabía por dónde empezar. Me leí todas las cartas, una por una. La mayoría estaban fechadas dos años atrás, cuando Iain aún residía en Dublín. Me dolió comprobar que le importaban tanto como para haberlas traído con su equipaje. Las cartas hablaban mucho de amor y casi no mencionaban el sexo. Si lo hacían era muy de pasada y eufemísticamente, refiriéndose a «aquella noche tan bella que pasamos juntos» y cursiladas por el estilo.

Recuerdo un párrafo casi de memoria. Creo incluso que, si me oncentro, puedo verlo escrito en aquellos caracteres redondos: «Más que nada siento haberte mentido, más que cualquier otra cosa que haya hecho. Pero haría cualquier cosa, cualquier cosa, por que me perdonases ... » Por las cartas me enteré de que Shiboin estudiaba enfermería en Dublín. Sus padres vivían en Cork. Escribía a Iain desde montones de paraísos vacacionales: había cartas enviadas desde Grecia, escritas en la cubierta del yate de su padre y franqueadas en el transcurso de una escala técnica en Corfú; cartas escritas desde un refugio alpino en Gstaad, que hablaban de slaloms y ventiscas y de los progresos de Shiboin en las pistas más difíciles; cartas enviadas desde su casa de Cork, donde pasaba la Navidad junto a su familia, y donde montaba todas las mañanas en su caballo... Evidentemente, era muy rica. O mejor dicho, su padre lo era.

En último lugar había un sobre repleto de fotos de todo tipo. Fotos de Shiboin e Laín juntos en una fiesta, abrazados, con sonrisa de circunstancias, gorritos de papel en la cabeza y los ojos enrojecidos por el flash. Shiboin en el campo irlandés, el pelo rubio cayendo indolente sobre la cara, abrazada sonriente a su caballo. Shiboin en traje de noche, posando junto a un hombre mayor de perfil aristocrático y expresión orgullosa, vestido de esmoquin, que supuse debía de ser su padre. Shiboin en la playa luciendo un traje de baño de una pieza lo suficientemente sobrio como para no ser comprometedor y lo suficientemente revelador como para dejar adivinar un cuerpo espléndido, moldeado a fuerza de años de ejercicio y buena alimentación.

No encontré, sin embargo, las típicas fotos comprometedoras que suelen hacerse los amantes, esas fotos que tantos quebraderos de cabeza causan cuando llega la ruptura. Ninguna foto de Shiboin desnuda. Ni siquiera una foto de Shiboin recién levantada de la cama. Me extrañó un poco, y me alivió a la vez.

Era guapa. Y elegante, además. Aunque es fácil ser elegante cuando una puede permitirse el lujo de gastarse una fortuna en vestuario. Era exactamente el tipo de chica que yo había odiado en el colegio. Aquellas princesitas de buena familia católica que te miraban por encima del hombro porque tus zapatos no eran Castellanos ni tus polos Lacoste. Y lo peor de todo era que Shiboin escribía bien. No parecía nada tonta.

Me pregunto si las cosas me habrían resultado más fáciles si ella se hubiera parecido más a mí, si no hubiera sido mi perfecta antítesis. La rubia espiritual versus la morena carnal. Un millón de preguntas bullían en mi cabeza, como un enjambre de abejas asesinas. ¿Seguía Iain enamorado de ella? ¿Por qué conservaba sus cartas? ¿Por qué las dejaba tan a la vista? ¿Por qué dejó una de las cartas dentro de un libro, como si de una puesta en escena se tratara? ¿Cómo podía sentirse atraído por dos mujeres tan distintas entre sí?—¿ Se habría decantado por el tipo opuesto a su anterior novia precisamente porque ella le había hecho sufrir demasiado? En la cama, ¿haría con ella lo que hacía conmigo? Y si lo había hecho, ¿por qué ella nunca lo mencionaba, por qué pasaba por alto una cosa tan importante? Quizá hubieran mantenido un tipo de relación que yo ni siquiera podía imaginar, una historia que no necesitaba sexo para cimentarse. Quizá él hubiera cambiado la virgen por la puta, porque ésta resultaba menos peligrosa.

Una segunda lectura de las cartas, especialmente de las últimas, me permitió adivinar, a través de las veladas referencias de Shiboin, algo que antes se me había pasado por alto, ocupada como estaba en averiguar cómo era Shiboin, por encima de la historia que había vivido. Aunque ella nunca lo decía explícitamente, resultaba evidente que cuando hablaba de sus mentiras y de aquello que él no podía perdonarle estaba refiriéndose a un desliz con otro hombre. Aquello me dolió muchísimo, porque implicaba que si él la había abandonado no era porque hubiese dejado de quererla, sino precisamente porque la quería demasiado, y automáticamente yo pasaba a convertirme en el segundo plato, en el sucedáneo, en la merluza congelada que se compra cuando no hay medios para comprarla fresca. ¿Quién podía garantizarme, a partir de entonces, que él me quería tanto como aseguraba? ¿Qué validez tenían sus palabras y sus promesas? Por primera vez conocí de cerca el fantasma de los celos, la amargura de la incertidumbre, una sensación mezcla de abandono y bajón drástico de autoestima, una comezón que nunca antes había experimentado y que no le deseo ni a mi peor enemigo. Y para mayor castigo, se añadía la vergüenza de sentirme inmadura, de saber que era presa de un sentimiento que todos mis terapeutas despreciaban unánimemente y que atribuían a una inseguridad neurótica. Yo siempre había llevado muy a gala el hecho de que era una chica moderna, independiente, una de esas chicas en cuyo vocabulario no entra la palabra posesión. Autodestructiva, politoxicómana, maníaco depresiva, quizá. Celosa, no.

Olvídate del sida y de las drogas, de las bombas nucleares, de los experimentos genéticos, de la manipulación de la información por parte del poder. La verdadera amenaza, la más presente, son los celos y el deseo, el éxtasis, el arrebato, el momento en que te tocará derribar las estructuras sobre las cuales asentaste tu equilibrio mental. La pasión es la amenaza más presente, no importa lo racional que creas que eres. Nadie está a salvo.

Y comprendí a qué venían los numeritos de Iain, las miradas torvas que me dirigía cada vez que uno de los camareros me cogía de la mano o que uno de los clientes fijaba su mirada en mi escote, las broncas que montaba cuando me paraba a saludar a algún amigo en la calle y le sonreía más de lo que él consideraba necesario. No quería que se repitiese lo de Shiboin. Le había dolido mucho. Y a mí me dolía aún más que a él le hubiese dolido tanto.

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