Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
Cuando Langdon se sentó sobre la tapa de un baúl maharishi de latón y saboreó el chocolate caliente, se vio reflejado en el cristal de una de las ventanas. La imagen estaba distorsionada y pálida... como un fantasma.
Un fantasma envejecido,
pensó, y se recordó con crueldad que su espíritu juvenil estaba viviendo en un cuerpo mortal.
Aunque no era apuesto en un sentido clásico, a sus cuarenta y cinco años Langdon poseía lo que sus colegas femeninas denominaban un atractivo «erudito»: espeso cabello castaño veteado de gris, ojos azules penetrantes, voz profunda y cautivadora, y la sonrisa alegre y espontánea de un deportista universitario. Buceador del equipo universitario, Langdon todavía conservaba el cuerpo de un nadador, un físico envidiable de metro ochenta que mantenía en forma con cincuenta largos al día en la piscina de la universidad.
Los amigos de Langdon siempre le habían considerado un enigma, un hombre atrapado entre siglos. Los fines de semana podía vérsele en el patio de la facultad vestido con tejanos, hablando de gráficos por ordenador o de historia de las religiones con los estudiantes; en otras ocasiones, aparecía con su chaleco de cuadros Harris en tonos vistosos, fotografiado en las páginas de revistas de arte en inauguraciones de museos, donde le habían pedido que dictara una conferencia.
Pese a ser un profesor riguroso y un amante de la disciplina, Langdon era el primero en
abrazar
lo que él denominaba el «arte perdido de pasarlo bien». Se entregaba a la diversión con un fanatismo contagioso que le había granjeado la aceptación fraternal de sus estudiantes. Su mote en el campus («El Delfín») era una referencia tanto a su naturaleza afable, como a su legendaria habilidad para zambullirse en una piscina y burlar a todo el equipo contrario en un partido de waterpolo.
Mientras contemplaba la oscuridad con aire ausente, el silencio de su casa se vio perturbado de nuevo, esta vez por el timbre de su fax. Demasiado agotado para enojarse, Langdon forzó una carcajada cansada.
El pueblo de Dios,
pensó.
Dos mil años esperando a su Mesías, y
siguen tan tozudos como una mula.
Llevó el tazón vacío a la cocina y se encaminó pausadamente a su estudio chapado en roble. El fax recién llegado esperaba en la bandeja. Suspiró, recogió el papel y lo miró.
Al instante, una oleada de náuseas le invadió.
La imagen que mostraba la página era la de un cadáver humano. El cuerpo estaba desnudo, y tenía la cabeza vuelta hacia atrás en un ángulo de ciento ochenta grados. Había una terrible quemadura en el pecho de la víctima. Le habían grabado a fuego una sola palabra. Una palabra que Langdon conocía bien. Muy bien. Contempló las letras con incredulidad.
—Illuminati —tartamudeó, con el corazón acelerado.
No puede
ser...
Lentamente, temeroso de lo que iba a presenciar, Langdon dio la vuelta al fax. Miró la palabra al revés.
Al instante, se quedó sin respiración. Era como si le hubiera alcanzado un rayo. Incapaz de dar crédito a sus ojos, volvió a girar el fax y leyó la palabra en ambos sentidos.
—Illuminati —susurró.
Langdon, estupefacto, se dejó caer en una silla. Poco a poco, sus ojos se desviaron hacia la luz roja parpadeante del fax. Quien había enviado el fax estaba todavía conectado, a la espera de hablar. Langdon contempló la luz roja parpadeante durante largo rato.
Después, tembloroso, descolgó el auricular.
—¿He captado ahora su atención? —dijo la voz masculina cuando Langon contestó por fin.
—Sí, ya lo creo. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?
—Intenté decírselo antes. —La voz era precisa, mecánica—. Soy físico. Dirijo un laboratorio de investigaciones. Se ha cometido un asesinato. Usted ha visto el cadáver.
—¿Cómo me ha localizado?
Langdon apenas podía concentrarse. Su mente huía de la imagen del fax.
—Ya se lo he dicho. Internet. La página web de su libro
El arte
de los llluminati.
Langdon intentó serenarse. Su libro era prácticamente desconocido en los círculos literarios dominantes, pero tenía un buen número de seguidores internautas. No obstante, la afirmación del desconocido era absurda.
—Esa página carece de información de contacto —explicó Langdon—. Estoy seguro.
—Tengo gente en el laboratorio muy experta en extraer información de la Red.
El escepticismo de Langdon no disminuía.
—Da la impresión de que su laboratorio sabe mucho sobre la Red.
—Por fuerza —replicó el hombre—. Nosotros la
inventamos.
Algo en la voz del hombre reveló a Langdon que no estaba bromeando.
—He de verle —insistió el desconocido—. No podemos hablar de este asunto por teléfono. Mi laboratorio está a sólo una hora en avión de Boston.
Langdon analizó el fax que sostenía en la mano a la tenue luz del estudio. La imagen era impresionante, pues tal vez representaba el hallazgo epigráfico del siglo, una década de sus investigaciones confirmada en un solo símbolo.
—Es urgente —apremió la voz.
Los ojos de Langdon estaban clavados en el sello.
Illuminati,
leyó una y otra vez. Su trabajo siempre se había basado en el equivalente simbólico de los fósiles (documentos antiguos y rumores históricos), pero esta imagen era actual. Tiempo presente. Se sintió como un paleontólogo que se encontraba cara a cara con un dinosaurio vivo.
—Me he tomado la libertad de enviarle un avión —dijo la voz—. Llegará a Boston dentro de veinte minutos.
Langdon sintió la garganta seca.
A una hora de vuelo...
—Le ruego que perdone mi atrevimiento —dijo la voz—. Le necesito aquí.
Langdon contempló otra vez el fax, un antiguo mito confirmado en blanco y negro. Las implicaciones eran aterradoras. Miró por la ventana. La aurora empezaba a insinuarse entre los abedules del patio trasero, pero la vista parecía algo diferente esta mañana. Cuando una extraña combinación de miedo y júbilo se apoderó de él, Langdon comprendió que no tenía elección.
—Usted gana —dijo—. Dígame dónde tomaré el avión.
A miles de kilómetros de distancia, dos hombres estaban reunidos. La estancia era sombría. Medieval. De piedra.
—
Benvenuto
—dijo el que estaba al mando. Se había sentado al abrigo de las sombras, para no ser visto—. ¿Tuvo éxito?
—
Sí
—contestó la figura oscura—.
Todo salió a la perfección.
Sus palabras eran tan rotundas como las paredes de piedra.
—
¿Y
no habrá dudas de quién es el responsable?
—Ninguna.
—Espléndido. ¿Tiene lo que le había pedido?
Los ojos del asesino destellaron, negros como aceite. Mostró un pesado aparato electrónico y lo dejó sobre la mesa.
El hombre refugiado en las sombras pareció complacido.
—Buen trabajo.
—Servir a la hermandad es un honor —dijo el asesino.
—La fase dos está a punto de empezar. Vaya a descansar. Esta noche cambiaremos el mundo.
El Saab 900S de Robert Langdon salió del Callahan Tunnel por el lado este de Boston Harbor, cerca de la entrada al aeropuerto Logan. Langdon echó un vistazo al plano, localizó Aviation Road y giró a la izquierda una vez dejo atrás el antiguo edificio de Eastern Airlines. A trescientos metros de distancia, un hangar estaba sumido en la oscuridad. Tenía pintado un gran número «4» en la fachada. Aparcó en el estacionamiento y bajó del coche.
Un hombre de cara redonda con traje de vuelo azul salió de detrás del edificio.
—¿Robert Langdon? —inquirió. La voz del hombre era cordial. Tenía un acento que Langdon no pudo identificar.
—Soy yo —dijo Langdon, al tiempo que cerraba el coche con llave.
—Justo a tiempo —dijo el hombre—. Acabo de aterrizar. Sígame, por favor.
Mientras daban la vuelta al edificio, Langdon se sintió tenso. No estaba acostumbrado a llamadas telefónicas crípticas y citas secretas con desconocidos. Como no sabía qué esperar, se había puesto su típico atuendo de ir a clase: pantalones informales, jersey de cuello alto y chaqueta de
tweed
de cuadros Harris. Mientras caminaban, pensó en el fax que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, incapaz de asimilar todavía la imagen que mostraba.
El piloto pareció intuir la angustia de Langdon.
—Volar no representa ningún problema para usted, ¿verdad, señor?
—En absoluto —contestó Langdon.
Los cadáveres marcados a fuego sí representan un problema para mí. Volar no tiene color, es lo de menos.
El hombre guió a Langdon hasta el final del hangar. Doblaron la esquina y desembocaron en la pista.
Langdon se detuvo y contempló boquiabierto el aparato aparcado en la pista.
—¿Vamos a volar en eso?
El hombre sonrió.
—¿Le gusta?
Langdon miró el avión durante un largo momento.
—¿Si me gusta? ¿Qué diablos
es?
El aparato que tenía delante de sus narices era enorme. Recordaba vagamente a un trasbordador espacial, salvo que le habían afeitado la parte superior, de manera que era liso por completo. Semejaba una cuña colosal. La primera impresión de Langdon fue que debía de estar soñando. El vehículo parecía tan apropiado para volar como un Buick. Las alas prácticamente no existían. Eran dos aletas rechonchas en la parte posterior del fuselaje. Un par de timones dorsales se alzaban de la sección de popa. El resto del avión era casco (unos sesenta metros de longitud), sin ventanas, sólo casco.
—Doscientos cincuenta mil kilos con los depósitos llenos de combustible —explicó el piloto, como un padre que presumiera de su primogénito recién nacido—. Funciona con hidrógeno líquido. El fuselaje está hecho de una matriz de titanio con fibras de carburo de silicio. El director debe de tener mucha prisa por verle. No suele enviar al monstruo.
—¿Esa cosa
vuela?
—preguntó Langdon.
El piloto sonrió.
—Oh, sí. —Guió a Langdon hasta el avión—. Tiene un aspecto algo imponente, lo sé, pero será mejor que se acostumbre a él. Dentro de cinco años, sólo verá estas ricuras, TCAV: Transportes Civiles de Alta Velocidad. Nuestro laboratorio ha sido de los primeros en adquirir uno.
Menudo laboratorio será,
pensó Langdon.
—Éste es un prototipo del Boeing X-33 —continuó el piloto—pero hay docenas de otros: el National Aero Space Plane, los rusos tienen el Scramjet, los ingleses el HOTOL. El futuro está aquí, pero tardará un poco en llegar a la aviación comercial. Ya puede ir despidiéndose de los aviones convencionales.
Langdon miró el aparato con cautela.
—Creo que preferiría un avión convencional.
El piloto indicó la pasarela con un ademán.
—Sígame, por favor, señor Langdon. Mire dónde pisa.
Minutos después estaba sentado en la cabina vacía. El piloto le ciñó el cinturón de seguridad en la primera fila y se dirigió a la parte delantera del aparato.
La cabina se parecía sorprendentemente a la de un avión comercial. La única diferencia era que carecía de ventanas, lo cual inquietó a Langdon. Toda su vida había padecido una cierta claustrofobia, vestigios de un incidente de la infancia que nunca había llegado a superar.
La aversión de Langdon a los espacios cerrados no influía en su vida cotidiana, pero siempre le frustraba. Se manifestaba de maneras sutiles. Evitaba deportes que se practicaban en recintos cerrados como el racquetball o el squash, y había pagado de buen grado una pequeña fortuna por su amplia casa victoriana de techos altos, aunque habría podido alojarse en la facultad por un precio módico. Langdon había sospechado con frecuencia que su atracción por el mundo del arte desde la infancia se debía a su amor por los espacios abiertos de los museos.
Los motores cobraron vida y el fuselaje vibró. Langdon tragó saliva y esperó. Sintió que el avión comenzaba a correr sobre la pista. Sonó música
country
en los altavoces.
Un teléfono de pared que tenía a su lado emitió dos pitidos. Langdon levantó el auricular.
—¿Diga?
—¿Está cómodo, señor Langdon?
—Ni hablar.
—Relájese. Llegaremos dentro de una hora.
—¿Adónde, exactamente? —preguntó Langdon, al darse cuenta de que no tenía ni idea de cuál era su lugar de destino.
—A Ginebra —contestó el piloto, acelerando los motores—. El laboratorio está en Ginebra.
—En Ginebra —repitió Langdon, y se sintió un poco mejor—. Estado de Nueva York. De hecho, tengo parientes cerca del lago Séneca. No sabía que había un laboratorio de física en Ginebra.
El piloto rió.
—En Ginebra, Nueva York, no, señor Langdon. En Ginebra, Suiza.
El cerebro de Robert Langdon tardó un momento en registrar la palabra.
—¿Suiza? —sintió que el pulso se le aceleraba—. ¿No ha dicho que el laboratorio estaba a una hora de distancia?
—En efecto, señor Langdon. —El piloto lanzó una risita—. Este avión vuela a Mach quince.
En una concurrida calle europea, el asesino se abría paso entre la multitud. Era un hombre poderoso. Malvado y fuerte. Engañosamente ágil. Aún sentía los músculos tensos por la emoción que le había causado la reunión.
Ha ido bien,
se dijo. Aunque su patrón no había descubierto su rostro, el asesino se sentía honrado por haber estado en su presencia.
¿De veras habían transcurrido tan sólo quince días desde que su patrón
se había puesto en contacto con él por primera vez?
El asesino todavía recordaba cada palabra de aquella llamada...