Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
El padre Leonardo se lo dijo.
Vittoria le
abrazó
durante varios minutos, llorando de alegría.
—¡Oh, sí! ¡Sí!
Leonardo le dijo que debía estar ausente una temporada para instalarse en su nueva casa en Suiza, pero prometió que iría a buscarla al cabo de seis meses. Fue la espera más larga de la vida de Vittoria, pero Leonardo cumplió su palabra. Cinco días antes de su noveno cumpleaños, Vittoria se mudó a la ciudad del lago Leman. Durante el día asistía a la Escuela Internacional de Ginebra, y por la noche le daba clase su padre.
Tres años después, Leonardo Vetra fue contratado por el CERN. El y Vittoria se trasladaron a un lugar de ensueño, como la joven no había imaginado jamás.
Vittoria Vetra sentía el cuerpo entumecido mientras
avanzaba
por el túnel del LHC. Vio su reflejo apagado en el tubo, y notó la ausencia de su padre. Por lo general, vivía en un estado de profunda calma, en armonía con el mundo que la rodeaba. Pero ahora, de repente, todo parecía absurdo. Las últimas tres horas se le antojaban una mancha borrosa.
Eran las diez de la mañana en las Baleares cuando recibió la llamada de Kohler.
Tu padre ha sido asesinado. Vuelve de inmediato
Pese al calor que hacía en la cubierta del barco, las palabras la habían estremecido hasta lo más hondo. El tono desprovisto de sentimientos de Kohler la había herido tanto como la noticia.
Había vuelto a casa.
Pero ¿qué clase de casa?
El CERN, su hogar desde los doce años, le pareció extraño de repente. Su padre, el hombre que lo había transformado en algo mágico, había muerto.
Respira hondo,
se dijo, pero no podía calmar su mente. Las preguntas no cesaban de multiplicarse. ¿Quién había matado a su padre? ¿Por qué? ¿Quién era ese «especialista» norteamericano? ¿Por qué insistía Kohler en ver el laboratorio?
Kohler había dicho que existían pruebas de que el asesinato de su padre estaba relacionado con el proyecto actual.
¿Qué pruebas?
¡Nadie sabía en qué estábamos trabajando! Y aunque alguien lo hubiera averiguado, ¿por qué tenían que matarle?
Mientras avanzaba por el túnel del LHC en dirección al laboratorio de su padre, Vittoria cayó en la cuenta de que iba a desvelar el gran logro de su padre sin que él estuviera presente. Había imaginado este momento de una manera muy diferente. Había imaginado que su padre convocaría en su laboratorio a los científicos más importantes del CERN para enseñarles su descubrimiento, y verían sus caras estupefactas. Después, sonreiría con orgullo paternal cuando les explicara que había sido una de las ideas de
Vittoria
la que le había ayudado a transformar el proyecto en realidad, que su
hija
había sido la pieza clave de su éxito. Vittoria sintió un nudo en la garganta.
Mi padre y yo debíamos compartir este momento.
Pero estaba sola. Sin colegas. Sin caras felices. Tan sólo un norteamericano desconocido y Maximilian Kohler.
Maximilian Kohler. Der König.
A Vittoria no le había gustado ese hombre ni cuando era niña. Si bien llegó a respetar su poderoso intelecto, su comportamiento frío siempre le pareció inhumano, la antítesis exacta del calor humano de su padre. Kohler era un adepto de la ciencia por su lógica inmaculada, y su padre por su prodigiosa espiritualidad. No obstante, tenía la impresión de que siempre había existido un respeto no verbalizado entre los dos hombres.
Los genios,
le había explicado alguien una vez,
aceptan el genio sin condiciones.
Los genios,
pensó.
Mi padre... Papá. Muerto.
Se accedía al laboratorio de Leonardo Vetra por un largo pasillo esterilizado, pavimentado por completo con baldosas blancas. Langdon experimentó la sensación de estar entrando en una especie de manicomio subterráneo. Docenas de imágenes en blanco y negro enmarcadas flanqueaban el corredor. Aunque se había ganado su prestigio a base de estudiar imágenes, éstas eran totalmente desconocidas para él. Parecían los negativos caóticos de rayas y espirales fortuitas.
¿Arte moderno?,
meditó.
¿Jackson Pollock atiborrado de anfetaminas?
—Diagramas de dispersiones —dijo Vittoria, como si hubiera intuido el interés de Langdon—. Representaciones informáticas de colisiones de partículas. Ésa es la partícula Z —dijo, señalando una tenue estela, casi invisible en la confusión—. Mi padre la descubrió hace cinco años. Energía pura, carente de masa. Puede que sea la construcción más pequeña de la naturaleza. La materia no es más que energía atrapada.
¿La materia es energía?
Langdon ladeó la cabeza.
Suena muy zen.
Miró la diminuta estela de la fotografía y se preguntó qué dirían sus colegas del Departamento de Física de Harvard cuando les contara que había pasado un fin de semana en el túnel de un Large Hadron Collider, admirando partículas Z.
—Vittoria —dijo Kohler, cuando se acercaron a la imponente puerta de acero del laboratorio—, debería decirte que esta mañana bajé aquí en busca de tu padre.
Vittoria se ruborizó un poco.
—¿Sí?
—Sí. Imagina mi sorpresa cuando descubrí que había sustituido el teclado de seguridad habitual del CERN por otra cosa.
Kohler indicó un complicado aparato electrónico montado junto a la puerta.
—Lo siento —dijo la joven—. Ya sabe cuánto apreciaba su privacidad. No quería que nadie, salvo nosotros dos, tuviera acceso. —Bien —dijo Kohler—. Abre la puerta.
Vittoria esperó un largo momento. Después, respiró hondo y se acercó al mecanismo de la pared.
Langdon no estaba preparado para lo que sucedió a continuación.
Vittoria se plantó ante el aparato y miró con su ojo derecho por una lente que sobresalía como un telescopio. Después, apretó un botón. Algo chasqueó en el interior del mecanismo. Un rayo de luz osciló de un lado a otro, y exploró el ojo como una fotocopiadora.
—Es un lector retiniano —explicó la joven—. Seguridad infalible. Sólo puede validar dos patrones retinianos. El mío y el de mi padre.
Robert Langdon se quedó horrorizado. Revivió la imagen de Leonardo Vetra en todos sus siniestros detalles: el rostro ensangrentado, el solitario ojo de color avellana que le había mirado sin ver, la cuenca vacía. Intentó rechazar la verdad evidente, pero entonces lo vio... debajo del lector, en el suelo de baldosas blancas, tenues gotas de color púrpura. Sangre seca.
Vittoria, por suerte, no se fijó.
La puerta de acero se abrió y ella entró.
Kohler dirigió a Langdon una mirada inflexible. Su mensaje estaba claro:
Ya se lo dije... El ojo desaparecido sirve a un propósito más
elevado.
Las manos de la mujer estaban atadas, con las muñecas hinchadas y teñidas de púrpura debido al roce. El hassassin de piel color caoba estaba acostado a su lado, agotado, admirando a su presa desnuda. Se preguntó si el sueño en que parecía sumida era un engaño, un patético intento de evitar prestarle más servicios.
Daba igual. Ya había obtenido suficiente recompensa. Saciado, se incorporó en la cama.
En su país, las mujeres eran posesiones. Débiles. Herramientas de placer. Esclavas que se vendían como ganado. Y sabían cuál era su lugar. Pero aquí, en Europa, las mujeres fingían una energía y una independencia que le divertía y excitaba a la vez. Forzarlas a la sumisión física era una gratificación que siempre disfrutaba.
Aunque satisfecho, el hassassin notó que otro apetito crecía en su interior. Había matado anoche, matado y mutilado, y para él matar era como la heroína. Cada encuentro le satisfacía tan sólo de manera temporal, y luego su deseo de más aumentaba. El júbilo se había disipado. El ansia había regresado.
Estudió a la mujer dormida a su lado. Recorrió su cuello con la palma de la mano, y tuvo una erección producida por la certeza de que podía acabar con su vida en un solo instante. ¿Qué importaría? Era una subhumana, un vehículo de placer y servidumbre. Sus fuertes dedos rodearon su garganta, saborearon su delicado pulso. Después, reprimió el deseo y apartó la mano. Tenía trabajo que hacer. Servir a una causa más elevada que su deseo.
Cuando se apartó de la cama, se regocijó con el honor del trabajo que le aguardaba. Aún no podía vislumbrar la influencia del hombre llamado Jano, ni de la antigua hermandad a cuyo frente estaba. La hermandad le había elegido a él, aunque pareciera un milagro. De alguna manera, se habían enterado de su odio... y de su talento. Cómo, nunca lo sabría.
Sus raíces son profundas.
Ahora, le habían concedido el honor definitivo. Sería sus manos y su voz. Su asesino y su mensajero. Aquel a quien su pueblo conocía como
Malaq al-haq:
el Ángel de la Verdad.
El laboratorio de Vetra tenía un aspecto increíblemente futurista.
De un blanco reluciente, repleto de ordenadores y equipo electrónico sofisticado, parecía una especie de sala de operaciones. Langdon se preguntó qué secretos podía ocultar este lugar, capaces de justificar la mutñación de un ojo para poder acceder a él.
Kohler parecía inquieto cuando entraron, y dio la impresión de que sus ojos buscaban señales de un intruso, pero el laboratorio estaba desierto. Vittoria también se movía con lentitud, como si no reconociera el laboratorio sin la presencia de su padre.
La mirada de Langdon se posó de inmediato en el centro de la sala, donde una serie de columnas cortas se
alzaban
del suelo. Como un Stonehenge en miniatura, una docena de columnas de acero pulido se erguían en círculo en mitad de la sala. Las columnas medían unos noventa centímetros de altura, y recordaron a Langdon vitrinas de museo donde se exhibían piedras preciosas. No obstante, estaba claro que las columnas cumplían otra función. Cada una sostenía un contenedor transparente grueso, del tamaño de un bote de pelotas de tenis. Parecían vacíos.
Kohler contempló los contenedores con expresión perpleja. Por lo visto, decidió hacer caso omiso de ellos por el momento. Se volvió hacia Vittoria.
—¿Han robado algo?
—¿Robado?
¿Cómo?
El lector retiniano sólo nos permite la entrada a nosotros.
—Echa un vistazo.
Vittoria suspiró e inspeccionó la sala unos momentos. Se encogió de hombros.
—Todo parece seguir como mi padre lo deja siempre. Caos ordenado.
Langdon intuyó que Kohler estaba sopesando sus opciones, como si se preguntara hasta qué punto podía presionar a Vittoria... o cuánto podía revelarle. Al parecer, decidió esperar. Dirigió la silla de ruedas hacia el centro de la sala y estudió el misterioso grupo de contenedores, en apariencia vacíos.
—Los secretos son un lujo que ya no nos podemos permitir —dijo por fin.
Vittoria asintió, con expresión conmovida de repente, como si el hecho de estar en este lugar la abrumara con un torrente de recuerdos.
Concédele un minuto,
pensó Langdon.
Como si se preparara para lo que estaba a punto de revelar, Vittoria cerró los ojos e inhaló aire. Después, volvió a respirar. Y una vez más. Y otra...
Langdon la miró, preocupado de repente.
¿Se encuentra bien?
Miró a Kohler, que parecía impertérrito, como si hubiera contemplado el ritual en otras ocasiones. Transcurrieron diez segundos antes de que Vittoria abriera los ojos.
Langdon no dio crédito a la metamorfosis. Vittoria Vetra se había transformado. Sus labios sensuales estaban relajados, los hombros caídos, los ojos mansos y obedientes. Era como si hubiera realineado todos los músculos de su cuerpo para aceptar la situación. El resentimiento y la angustia habían sido aplacados bajo una frialdad más profunda.
—¿Por dónde empiezo? —preguntó.
—Por el principio —dijo Kohler—. Hablanos del experimento de tu padre.
—El sueño de la vida de mi padre fue rectificar los postulados de la ciencia mediante la religión —dijo Vittoria—. Aspiraba a demostrar que la ciencia y la religión son dos campos totalmente compatibles, dos formas diferentes de encontrar la misma verdad. —Hizo una pausa, como incapaz de creer lo que estaba a punto de decir—. Y hace poco... concibió una forma de hacerlo.
Kohler permaneció mudo.
—Ideó un experimento, el cual creía capaz de solucionar uno de los conflictos más amargos en la historia de la ciencia y la religión.
Langdon se preguntó a qué conflicto se refería, entre tantos que había.
—El creacionismo —anunció Vittoria—. La eterna batalla sobre la creación del universo.
Oh,
pensó Langdon.
El debate con mayúsculas.
—La Biblia, por supuesto, afirma que Dios creó el universo —explicó la joven—. Dios dijo: «Hágase la luz», y todo lo que vemos surgió de la nada. Por desgracia, una de las leyes fundamentales de la física dice que la materia no puede crearse de la nada.
Langdon había leído acerca de la polémica. La idea de que Dios había creado «algo de la nada» era totalmente contraria a las leyes aceptadas de la física moderna y, por tanto, los científicos afirmaban que el Génesis era absurdo desde un punto de vista científico.
—Señor Langdon —dijo Vittoria, volviéndose hacia él—, supongo que estará familiarizado con la teoría del Big Bang, ¿verdad?
Langdon se encogió de hombros.
—Más o menos.
Sabía que el Big Bang era el modelo aceptado por la ciencia de la creación del universo. En realidad, no lo entendía pero, según la teoría, un solo punto de energía muy concentrada estalló en una explosión cataclísmica, expandiéndose hacia fuera para formar el universo. O algo por el estilo.
Vittoria continuó.
—Cuando la Iglesia católica propuso la teoría del Big Bang en 1927, el...
—¿Perdón? —interrumpió Langdon, sin poder reprimirse—. ¿Dice que el Big Bang fue una idea
católica?
La pregunta pareció sorprender a Vittoria.
—Por supuesto. Propuesta por un monje católico, Georges Lemaître, en 1927.
—Pero yo pensaba... —Langdon se interrumpió—. ¿El Big Bang no fue propuesto por el astrónomo de Harvard Edwin Hubble? Kohler se encrespó.
—Una vez más, la arrogancia científica norteamericana. Hubble publicó su teoría en 1929, dos años después de Lemaître.
Langdon frunció el ceño.
Se llama el Telescopio de Hubble, señor. ¡Nunca he oído hablar del Telescopio de Lemaître!
—El señor Kohler tiene razón —dijo Vittoria—. La idea pertenecía a Lemaître. Hubble se limitó a confirmarla, reuniendo las pruebas que demostraban que el Big Bang era científicamente probable.