Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
Langdon se sintió desconcertado.
Y el poder de Dios nos unirá.
—¿El señor Vetra descubrió una forma de demostrar que las partículas están conectadas?
—Pruebas concluyentes. Un reciente artículo del
Scientific American
saludaba a la
Nueva Física
como un camino más seguro que la religión para llegar a Dios.
El comentario surtió efecto. Langdon se encontró de repente pensando en los antirreligiosos
Illuminati.
A regañadientes, se permitió una momentánea incursión intelectual en el terreno de lo imposible. Si los Illuminati seguían en activo, ¿habrían asesinado a Leonardo para impedir que predicara su mensaje religioso a las masas? Langdon desechó la idea.
¡Absurdo! ¡Los Illuminati son historia antigua! ¡Todos los estudiosos lo saben!
—Vetra se había granjeado muchas enemistades en el mundo científico —continuó Kohler—. Muchos científicos puristas le despreciaban. Incluso aquí, en el CERN. Creían que utilizar física analítica para apoyar principios religiosos era una traición a la ciencia.
—Pero ¿no están los científicos de hoy algo menos a la defensiva con la Iglesia?
Kohler emitió un gruñido de desagrado.
—¿Usted cree? Puede que la Iglesia ya no queme científicos en la pira, pero si cree que han aflojado su presa sobre la ciencia, pregúntese por qué la mitad de los colegios de su país no pueden enseñar la evolución. Pregúntese por qué la Coalición Cristiana norteamericana es la organización más influyente contra el progreso científico en el mundo. La batalla entre la ciencia y la religión todavía prosigue, señor Langdon. Se ha trasladado de los campos de batalla a las salas de juntas, pero aún se halla en pleno apogeo.
Langdon comprendió que Kohler tenía razón. Hacía apenas una semana que los estudiantes y profesores de la Facultad de Teología de Harvard se habían manifestado ante el edificio de la Facultad de Biología, en protesta por los experimentos de ingeniería genética que tenían lugar en el programa de licenciatura. El presidente del Departamento de Biología, el famoso ornitólogo Richard Aaronian, defendió su plan de estudios colgando una gigantesca pancarta de la ventana de su despacho. La pancarta plasmaba al «pez» cristiano modificado con cuatro piececitos, un tributo, afirmó Aaronian, a la evolución de los dipnoos africanos. Bajo el pez, en lugar de la palabra «Jesús» se leía «
¡DARWIN!
»
Se oyó un pitido penetrante, y Langdon alzó la vista. Kohler rebuscó en la colección de aparatos electrónicos de la silla de ruedas. Sacó un
beeper
de su funda y leyó el mensaje enviado.
—Bien. Es la hija de Leonardo. La señorita Vetra está a punto de llegar al helipuerto. La iremos a recibir. Considero más conveniente que no vea a su padre de esta manera.
Langdon se mostró de acuerdo. Se llevaría una impresión que ningún hijo merecía.
—Pediré a la señorita Vetra que explique el proyecto en el que ella y su padre estaban trabajando... Tal vez arrojará luz sobre el móvil del asesinato.
—¿Cree que el trabajo de Vetra fue la causa de que le mataran?
—Es muy posible. Leonardo me dijo que estaba trabajando en algo trascendental. Es lo único que adelantó. Se mostraba muy reservado sobre el proyecto. Tenía un laboratorio privado y exigió que respetaran su aislamiento, cosa que le concedí de buen grado debido a su brillantez. En los últimos tiempos, su trabajo estaba consumiendo ingentes cantidades de energía eléctrica, pero me abstuve de interrogarle. —Kohler giró hacia la puerta del estudio—. No obstante, tiene que saber algo más antes de salir de este apartamento.
Langdon no estaba seguro de querer oírlo.
—El asesino robó un objeto de Vetra.
—¿Un objeto?
—Sígame.
El director propulsó la silla de ruedas hacia la sala de estar. Langdon le siguió, sin saber qué esperar. Kohler se detuvo a escasos centímetros del cadáver de Vetra. Indicó con un gesto a Langdon que se acercara. Langdon obedeció de mala gana, y sintió que la bilis se le subía a la garganta cuando percibió el olor de la orina congelada de la víctima.
—Mire su cara —dijo Kohler.
¿Que mire su cara?
Langdon frunció el ceño.
¿No me has dicho
que habían robado algo?
Langdon se arrodilló, vacilante. Intentó ver la cara de Vetra, pero la cabeza estaba girada en un ángulo de ciento ochenta grados hacia atrás, con el rostro apretado contra la alfombra.
Kohler, pese a las dificultades de movilidad, logró inclinarse y giró con cuidado la cabeza congelada de Vetra. Con un crujido audible, la cara del cadáver, deformada en una mueca de dolor, quedó visible. Kohler la inmovilizó así un momento.
—¡Santo Dios! —exclamó Langdon, que retrocedió dando tumbos. El rostro de Vetra estaba cubierto de sangre. Un solo ojo color avellana le miraba. La otra cavidad estaba acuchillada y vacía.
»¿Le arrancaron el ojo?
Langdon salió del Edificio C y respiró aire puro dando gracias por haber abandonado el piso de Vetra. El sol ayudó a disipar la imagen de la cuenca ocular vacía, grabada a fuego en su mente.
—Sígame, por favor —dijo Kohler, subiendo por un sendero empinado. Daba la impresión de que la silla de ruedas se desplazaba sin el menor esfuerzo—. La señorita Vetra llegará de un momento a otro.
Langdon corrió para alcanzarle.
—Bien —dijo Kohler—, ¿todavía duda de que los Illuminati están implicados?
Langdon ya no sabía qué pensar. Las teorías religiosas de Vetra eran muy inquietantes, pero se resistía a desprenderse de todas las pruebas científicas que había investigado en su vida. Además, estaba el ojo...
—Todavía sostengo —dijo Langdon, con más energía de la que pretendía—que los Illuminati no son responsables de este asesinato. El ojo desaparecido es la prueba.
—¿Cómo?
—Los Illuminati no practican la mutilación aleatoria —explicó Langdon—. Los especialistas en cultos achacan la mutilación aleatoria a sectas marginales carentes de experiencia, fanáticos que cometen actos fortuitos de terrorismo, pero los Illuminati han sido siempre más metódicos.
—¿Metódicos? ¿Extraer el ojo de alguien no es metódico?
—No envía un mensaje claro. No sirve a un propósito más elevado.
La silla de ruedas de Kohler se detuvo de repente en lo alto de la colina. Se volvió.
—Créame, señor Langdon, ese ojo desaparecido sirve a un propósito más elevado..., mucho más elevado.
Mientras los dos hombres cruzaban la colina, el zumbido del helicóptero se oyó hacia el oeste, y vieron que viraba en su dirección. Se inclinó con brusquedad, aminoró la velocidad y se posó sobre una helipista pintada en la hierba.
Langdon miraba como sin ver, y su cabeza daba vueltas como las hélices del aparato, mientras se preguntaba si una noche de sueño reparador contribuiría a paliar su desorientación. De todos modos, lo dudaba.
Cuando los patines tocaron el suelo, un piloto saltó a tierra y empezó a descargar. Había de todo, bolsos marineros, bolsas impermeables de vinilo, botellas de submarinismo y cajas de lo que parecía ser un equipo de buceo de alta tecnología.
Langdon estaba confuso.
—¿Es ése el instrumental de la señorita Vetra? —gritó a Kohler por encima del ruido de los motores.
Kohler asintió.
—Estaba llevando a cabo investigaciones biológicas en las islas Baleares —gritó a su vez Kohler.
—¿No había dicho que era física?
—Y lo es. Estudia la interacción de los sistemas vivos. Su trabajo se halla íntimamente ligado al de su padre en física de partículas. Hace poco refutó una de las teorías fundamentales de Einstein, utilizando cámaras sincronizadas atómicamente para observar un banco de atunes.
Langdon escrutó la cara de su anfitrión en busca de algún rastro de humor.
¿Einstein y atunes?
Empezaba a preguntarse si el avión espacial X-33 le había depositado por error en otro planeta.
Un momento después, Vittoria Vetra descendió del helicóptero. Robert Langdon comprendió que el día iba a depararle incontables sorpresas. Vittoria Vetra, en pantalones cortos caqui y top blanco sin mangas, no se parecía en nada a la científica estudiosa que había imaginado. Flexible y graciosa, era alta, de piel color castaño y pelo negro largo, que revolvía la ventolera causada por las palas de las hélices. Tenía un rostro típicamente italiano, no de una belleza avasalladora, pero sí de facciones terrenales que, incluso desde doce metros de distancia, parecían proyectar una sensualidad a flor de piel. Cuando las corrientes de aire azotaron su cuerpo, las ropas se pegaron a sus formas, revelando el esbelto torso y unos pechos pequeños.
—La señorita Vetra es una mujer de una energía personal tremenda —dijo Kohler, como si intuyera la fascinación de Langdon—. Pasa meses seguidos trabajando en sistemas ecológicos peligrosos. Es una estricta vegetariana y la gurú residente en el CERN de hatha yoga.
¿Hatha yoga?,
pensó Langdon. El antiguo arte budista de la meditación parecía una disciplina poco apropiada para la hija científica de un sacerdote católico.
Langdon contempló a Vittoria mientras se acercaba. Era evidente que había estado llorando, y sus ojos de un negro profundo estaban invadidos de unos sentimientos que Langdon fue incapaz de identificar. De todos modos, avanzaba hacia él con decisión y energía. Sus extremidades eran fuertes y tonificadas, e irradiaban la saludable luminiscencia de la carne mediterránea que había disfrutado de largas horas al sol.
—Vittoria —dijo Kohler cuando estuvo cerca—. Mi más sentido pésame. Es una terrible pérdida para la ciencia... y para todos los que trabajamos en el CERN.
Vittoria asintió, agradecida. Cuando habló, lo hizo en voz baja y ronca, con fuerte acento.
—¿Ya saben quién ha sido el responsable?
—Estamos trabajando en ello.
Se volvió hacia Langdon y extendió una mano esbelta.
—Me llamo Vittoria Vetra. Supongo que es usted de la Interpol, ¿no?
Langdon estrechó su mano, fascinado por la profundidad de su mirada lacrimosa.
—Robert Langdon.
No sabía muy bien qué más decir.
—El señor Langdon no es policía —explicó Kohler—. Es un especialista de Estados Unidos. Ha venido para ayudarnos a descubrir al responsable de esta situación.
Vittoria compuso una expresión de perplejidad.
—¿Y la policía?
Kohler exhaló un suspiro, pero no dijo nada.
—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó la joven.
—Se están ocupando de él.
La descarada mentira sorprendió a Langdon.
—Quiero verle —dijo Vittoria.
—Vittoria —la apremió Kohler—, tu padre fue brutalmente asesinado. Sería mejor que le recordaras tal como era.
Vittoria empezó a hablar, pero la interrumpieron.
—¡Eh, Vittoria! —llamaron varias voces desde lejos—. ¡Bienvenida a casa!
Se volvió. Un grupo de científicos que pasaba cerca del helipuerto la saludó con alegría.
—¿Has refutado alguna teoría más de Einstein? —gritó uno.
—¡Tu padre estará orgulloso de ti! —añadió otro.
Vittoria miró a los hombres, confusa. Después, se volvió hacia Kohler.
—¿Nadie lo sabe aún?
—Decidí que la discreción era fundamental.
—¿No ha dicho al personal que mi padre había sido asesinado?
Su tono de sorpresa se tiñó de ira.
—Tal vez olvidas, Vittoria —replicó Kohler con dureza—, que en cuanto informe del asesinato de tu padre se abrirá una investigación en el CERN. Incluyendo un registro minucioso de su laboratorio. Siempre he intentado respetar la privacidad de tu padre. Sólo me contó dos cosas sobre vuestro proyecto actual. Una, que existe la posibilidad de que aporte al CERN millones de francos en contratos durante la siguiente década. Y dos, que aún no es el momento para darlo a conocer al público debido a su tecnología, todavía peligrosa. Considerando estos dos hechos, prefiero que ningún extraño fisgonee en su laboratorio, para o bien robar su trabajo, o morir en el ínterin y poner en peligro al CERN. ¿Me he expresado con claridad?
Vittoria le miró sin decir nada. Langdon intuyó que respetaba y aceptaba a regañadientes la lógica de Kohler.
—Antes de informar a las autoridades —dijo Kohler—, he de saber en qué estabais trabajando vosotros dos. Has de llevarnos a vuestro laboratorio.
—El laboratorio carece de importancia —dijo Vittoria—. Nadie sabía lo que estábamos haciendo mi padre y yo. El experimento no puede estar relacionado con el asesinato de mi padre.
Kohler exhaló un suspiro.
—Las pruebas sugieren lo contrario.
—¿Las pruebas? ¿Qué pruebas?
Langdon se estaba preguntando lo mismo.
Kohler se secó la boca de nuevo.
—Tendrás que confiar en mí.
Estaba claro, a juzgar por la mirada encendida de Vittoria, que no iba a hacerlo.
Langdon caminó en silencio detrás de Vittoria y Kohler en dirección al atrio principal, donde había empezado su peculiar visita. Las piernas de Vittoria avanzaban con ágil eficacia, como un buceador de alto nivel, con una potencia, supuso Langdon, nacida de la flexibilidad y el control del yoga. Oyó que respiraba lenta y deliberadamente, como si intentara filtrar su dolor.
Langdon deseaba decirle algo, ofrecerle su compasión. Él también había experimentado en una ocasión el brusco vacío de perder a un padre de manera inesperada. Recordaba el funeral, lluvioso y gris. Dos días después de cumplir doce años, la casa se llenó de hombres con trajes grises de la oficina, hombres que estrecharon su mano con excesiva fuerza. Todos murmuraron palabras como
cardíaco
y
estrés.
Su madre bromeó entre lágrimas que siempre había podido seguir la marcha de la Bolsa sujetando la mano de su padre. El pulso era su cinta de teleimpresor particular.
Una vez, cuando su progenitor vivía, Langdon había oído a su madre suplicar a su padre que «se parara a oler las rosas». Aquel año, Langdon regaló a su padre por Navidad una diminuta rosa de cristal soplado. Era el objeto más bello que Langdon había visto nunca. Cuando el sol daba en ella, arrojaba un arco iris de colores sobre la pared. «Es muy bonita», había dicho su padre cuando abrió el paquete, y le dio un beso en la frente. «Vamos a buscarle un sitio donde no pueda romperse.» Entonces, su padre la depositó con sumo cuidado en una estantería elevada del rincón más oscuro de la sala de estar. Unos días después, Langdon se hizo con un taburete, recuperó la rosa y la devolvió a la tienda. Su padre nunca reparó en su desaparición.