Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
—¿Qué es...? —tartamudeó Langdon.
—Sistema de aire acondicionado por freón —contestó Kohler—. Refrigeré el piso para conservar el cuerpo.
Langdon se abotonó la chaqueta para protegerse del frío.
Estoy
en Oz,
pensó.
Y he olvidado mis zapatillas mágicas.
El aspecto del cadáver era espantoso. El difunto Leonardo Vetra yacía de espaldas, desnudo, y la piel había adquirido un color gris azulado. Los huesos del cuello sobresalían en el punto donde los habían roto, y tenía la cabeza girada por completo hacia atrás. La cara no se veía, aplastada contra el suelo. El hombre estaba tendido sobre un charco congelado de su propia orina, y el vello que rodeaba sus genitales encogidos estaba salpicado de escarcha.
Sobreponiéndose a la náusea que la vista del cadáver le producía, Langdon se obligó a que sus ojos se posaran sobre el pecho de la víctima. Aunque había examinado la herida simétrica una docena de veces en el fax, ésta era infinitamente más impresionante en vivo. La carne, levantada y quemada, estaba perfectamente delineada y el símbolo formado sin mácula.
Langdon se preguntó si el intenso escalofrío que recorría su columna vertebral se debía al aire acondicionado o al asombro que le embargó cuando captó el significado de lo que estaba mirando.
Su corazón se aceleró cuando caminó alrededor del cadáver y leyó la palabra al revés, lo cual reafirmaba el genio de la simetría. El símbolo se le antojó aún menos concebible ahora que lo miraba.
—¿Señor Langdon?
Langdon no le oyó. Estaba en otro mundo, su mundo, su elemento, un mundo en el que la historia, el mito y la realidad colisionaban e inundaban sus sentidos. Los engranajes giraban.
—¿Señor Langdon?
Los ojos de Kohler le sondeaban, expectantes.
Langdon no levantó la vista. Su atención estaba concentrada por completo.
—¿Ha averiguado algo ya?
—Sólo lo que tuve tiempo de leer en su página web —respondió Kohler—. La palabra
llluminati
significa «los iluminados». Es el nombre de una hermandad antigua.
Langdon asintió.
—¿Había oído el nombre antes?
—No, hasta que lo vi grabado en el cuerpo del señor Vetra.
—¿Lo buscó en Internet?
—Sí.
—Y encontró cientos de referencias, sin duda.
—Miles —dijo Kohler—. Su página web, no obstante, contenía referencias a Harvard, Oxford, un reputado editor y una lista de publicaciones relacionadas. Como científico, he llegado a aprender que la información sólo es tan válida como su origen. Sus credenciales parecían auténticas.
Los ojos de Langdon seguían clavados en el cadáver.
Kohler no dijo nada más. Esperó a que Langdon arrojara alguna luz sobre lo sucedido.
Langdon alzó la vista y paseó la mirada por el piso.
—¿Y si hablamos en un lugar más cálido?
—Esta habitación es perfecta. —Kohler parecía indiferente al frío—. Hablaremos aquí.
Langdon frunció el ceño. La historia de los
llluminati
no era nada sencilla.
Moriré congelado intentando explicarla.
Contempló de nuevo la marca, asombrado.
Aunque las referencias sobre el emblema de los Illuminati eran legendarias en la simbología moderna, ningún erudito lo había visto. Antiguos documentos describían el símbolo como un ambigrama, lo cual quería decir que se podía leer en ambos sentidos. Y si bien los ambigramas eran habituales en la simbología (esvásticas, ying y yang, las estrellas judías, cruces sencillas), la idea de que una palabra pudiera convertirse en un ambigrama parecía imposible. Los expertos en simbología modernos habían intentado durante años imprimir a la palabra «Illuminati» un estilo perfectamente simétrico, pero habían fracasado miserablemente. Casi todos los estudiosos habían llegado a la conclusión de que la existencia del símbolo era un mito.
—¿Quiénes son los Illuminati? —preguntó Kohler.
Sí,
pensó Langdon,
¿quiénes son, en realidad?
Empezó su relato.
—Desde el inicio de la historia —explicó Langdon—, ha existido una profunda brecha entre ciencia y religión. Científicos sin pelos en la lengua como Copérnico...
—Fueron asesinados —interrumpió Kohler—. Asesinados por la Iglesia por revelar verdades científicas. La religión siempre ha perseguido a la ciencia.
—Sí, pero en el siglo dieciséis, un grupo de hombres luchó en Roma contra la Iglesia. Algunos de los italianos más esclarecidos (físicos, matemáticos, astrónomos) empezaron a reunirse en secreto para compartir sus preocupaciones sobre las enseñanzas equivocadas de la Iglesia. Temían que el monopolio de la «verdad» que ejercía la Iglesia amenazara al esclarecimiento cultural del mundo entero. Fundaron el primer gabinete estratégico científico del mundo, y se autoproclamaron «los iluminados».
—Los Illuminati.
—Sí —dijo Langdon—. Las mentes más preclaras de Europa... dedicadas a la búsqueda de la verdad científica.
Kohler guardó silencio.
—Como es natural, los Illuminati fueron perseguidos ferozmente por la Iglesia católica. Los científicos sólo consiguieron salvarse gracias a ritos de extremado secretismo. Corrió la voz entre los estudiosos clandestinos, y la hermandad de los Illuminati creció hasta incluir a eruditos de toda Europa. Los científicos se reunían con regularidad en Roma, en una guarida ultrasecreta que llamaban la
Iglesia
de la Iluminación.
Kohler tosió y se removió en su silla.
—Muchos Illuminati —continuó Langdon—quisieron combatir la tiranía de la Iglesia con actos de violencia, pero su miembro más reverenciado los disuadió. Era pacifista, así como uno de los científicos más famosos de la historia.
Langdon estaba seguro de que Kohler reconocería el nombre. Hasta los no científicos conocían la historia del desventurado astrónomo que había sido detenido y casi ejecutado por la Iglesia cuando proclamó que el Sol, y no la Tierra, era el centro del sistema solar. Aunque sus datos eran incontrovertibles, el astrónomo fue castigado con severidad por insinuar que Dios había colocado a la humanidad en un lugar que no era el centro de Su universo.
—Se llamaba Galileo Galilei —dijo.
Kohler alzó la vista.
—¿Galileo?
—Sí, Galileo era un Illuminatus, y también un católico devoto. Intentó suavizar la posición de la Iglesia sobre la ciencia cuando proclamó que la ciencia no socavaba la existencia de Dios, sino que, antes al contrario, la reafirmaba. En una ocasión, escribió que, cuando miraba por su telescopio los planetas, oía la voz de Dios en la música de las esferas. Sostenía que la ciencia y la religión no eran enemigas, sino
aliadas:
dos idiomas diferentes que contaban la misma historia, una historia de simetría y equilibrio... Cielo e infierno, noche y día, calor y frío, Dios y Satán. Tanto la ciencia como la religión se regocijaban en la simetría de Dios..., la pugna constante entre luz y oscuridad.
Langdon hizo una pausa, y pateó el suelo para calentar los pies.
Kohler se limitó a mirarle.
—Por desgracia —añadió Langdon—, la unificación de la ciencia y la religión era algo que la Iglesia no deseaba.
—Claro que no —interrumpió Kohler—. La unificación habría acabado con la pretensión de la Iglesia de que era el
único
vehículo mediante el cual el hombre podía comprender a Dios. En consecuencia, la Iglesia juzgó por herejía a Galileo, le declaró culpable y le puso bajo arresto domiciliario permanente. Conozco muy bien la historia de la ciencia, señor Langdon. Pero esto sucedió hace siglos. ¿Cuál es la relación de este episodio con Leonardo Vetra?
La pregunta del millón.
Langdon fue al grano.
—La detención de Galileo trastornó a los Illuminati. Se cometieron equivocaciones, y la Iglesia descubrió la identidad de cuatro miembros, a los que capturaron e interrogaron. Pero los cuatro científicos no revelaron nada... ni siquiera bajo tortura.
—¿Tortura?
Langdon asintió.
—Los marcaron a fuego. En el pecho. Con el símbolo de la cruz.
Kohler abrió los ojos desmesuradamente, y dirigió una mirada inquieta al cadáver de Vetra.
—Luego, los científicos fueron brutalmente asesinados, y sus cadáveres abandonados en las calles de Roma, como advertencia a los que pensaban unirse a los Illuminati. Debido al acoso de la Iglesia, los restantes Illuminati huyeron de Italia.
Langdon hizo una pausa. Miró los ojos muertos de Kohler.
—Los Illuminati pasaron a la clandestinidad, donde empezaron a mezclarse con otros grupos de refugiados que huían de las purgas católicas: místicos, alquimistas, ocultistas, musulmanes, judíos. Surgieron unos nuevos Illuminati. Unos Illuminati más oscuros. Unos Illuminati profundamente anticatólicos. Adquirieron un gran poder, mediante el empleo de misteriosos ritos y un secretismo mortal, y juraron que un día se alzarían de nuevo y se vengarían de la Iglesia católica. Su poder creció hasta el punto de que la Iglesia los consideró la fuerza anticristiana más poderosa de la tierra. El Vaticano tildó a la hermandad de
Shaitan.
—
¿Shaitan?
—Es árabe. Significa «adversario»... El adversario de Dios. La Iglesia escogió una palabra árabe porque lo consideraba un idioma sucio. —Langdon vaciló—.
Shaitan
es la raíz de la palabra...
Satanás.
La inquietud se reflejó en el rostro de Kohler.
Langdon habló con voz sepulcral.
—Señor Kohler, no sé cómo apareció esta marca en el pecho de este hombre, ni por qué, pero está contemplando el símbolo, desaparecido hace mucho tiempo, de la secta satánica más antigua y poderosa de la tierra.
La callejuela era oscura y desierta. El hassassin caminaba a buen paso, y en sus ojos negros se transparentaba la impaciencia. Cuando se acercó a su destino, las palabras de despedida de Jano resonaron en su mente.
La fase dos está a punto de empezar. Vaya a descansar.
El hassassin sonrió con presunción. Había estado despierto toda la noche, pero dormir era lo último que tenía en mente. Dormir era para los débiles. Era un guerrero, al igual que sus antepasados, y su pueblo nunca dormía una vez que empezaba la batalla. No cabía duda de que esta batalla
acababa
de empezar, y le habían concedido el honor de derramar la primera sangre. Le quedaban dos horas para celebrar su gloria antes de empezar a trabajar.
¿Dormir? Hay mejores maneras de relajarse...
Sus antepasados le habían transmitido el apetito por los placeres hedonistas. Sus antepasados se habían deleitado con el hachís, pero él prefería un tipo de gratificación diferente. Se enorgullecía de su cuerpo, una máquina letal bien engrasada que, pese a su herencia, se negaba a contaminarse con narcóticos. Había desarrollado una adicción más nutricia que las drogas, que le brindaba una recompensa mucho más sana y satisfactoria.
El hassassin aceleró el paso, cada vez más impaciente. Llegó a una puerta como tantas otras y tocó el timbre. Se abrió una mirilla en la puerta, y dos ojos castaños le estudiaron. Después, la puerta se abrió.
—Bienvenido —dijo la elegante mujer. Le guió hasta una sala de estar, amueblada con gusto y apenas iluminada. El aire estaba impregnado de perfume caro e intenso. Le entregó un álbum de fotografías—. Cuando se haya decidido, llame al timbre.
La mujer desapareció.
El hassassin sonrió.
Cuando se sentó en el mullido diván y colocó el álbum de fotos sobre su regazo, sintió que su apetito carnal se despertaba. Aunque su pueblo no celebraba la Navidad, imaginó que así debía de sentirse un niño cristiano, sentado ante un montón de regalos, a punto de descubrir los prodigios que contenían. Abrió el álbum y examinó las fotos. Toda una vida de fantasías sexuales le devolvió la mirada.
Marisa.
Una diosa italiana. Fogosa. Una Sofía Loren en joven.
Sachiko.
Una
geisha
japonesa. Flexible como un junco. Experta, sin duda.
Kanara.
Una impresionante visión negra. Musculosa. Exótica.
Examinó todo el álbum dos veces y eligió. Apretó un botón de la mesa contigua. Un minuto después, la mujer que le había recibido reapareció. El hombre indicó su selección. Ella sonrió.
—Sígame.
Después de pactar las condiciones económicas, la mujer hizo una llamada telefónica en voz baja. Esperó unos minutos, y luego le guió por una escalera de mármol sinuosa hasta un lujoso vestíbulo.
—Es la puerta dorada del final —dijo—. Tiene gustos caros.
Pues claro,
pensó él.
Soy un connaisseur.
El hassassin recorrió el pasillo como una pantera que anticipara una larga comida aplazada. Cuando llegó a la puerta, sonrió para sí. Ya estaba entreabierta... Como para darle la bienvenida. Empujó la hoja, y la puerta se abrió sin ruido.
Cuando vio su elección, supo que había elegido bien. Era justo lo que había solicitado... Desnuda, tumbada sobre la espalda, los brazos atados a los postes de la cama con gruesos cordones de terciopelo.
Cruzó la habitación y recorrió con un dedo oscuro el abdomen marfileño.
Anoche cometí un asesinato,
pensó. Tú
eres mi recompensa.
—¿Satánico? —Kohler se secó la boca y se removió, inquieto—. ¿Esto es el símbolo de una secta
satánica?