Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
—¿L
a
nota es una fórmula matemática?
Vittoria meneó la cabeza.
—Texto. Una línea. Letra muy pequeña. Casi ilegible.
Las esperanzas de Langdon se desvanecieron.
—Se supone que ha de ser una anotación matemática.
Lingua
pura.
—Sí, lo sé. —La joven vaciló—. No obstante, creo que te gustará oír esto.
Langdon percibió emoción en su voz.
—Adelante.
Vittoria leyó la línea.
—«La senda de luz, secreta prueba.»
Las palabras no se parecían a lo que Langdon había imaginado.
—¿Perdón?
Vittoria releyó la línea.
—«La senda de luz, secreta prueba.»
—¿Senda de luz?
Langdon se irguió.
—Eso es lo que dice. La senda de luz.
Cuando asimiló las palabras, Langdon sintió que un instante de clarividencia se abría paso entre su delirio.
La senda de luz, secreta prueba.
No tenía ni idea de cómo iba a ayudarlos, pero la línea era una referencia directa al Sendero de la Iluminación.
Senda de luz. Secreta prueba.
Experimentó la sensación de que su
cabeza,
era un motor alimentado por combustible de mala calidad.
—¿Estás segura de la traducción?
Vittoria vaciló.
—La verdad... —Le dirigió una mirada extraña—. En realidad, no es una traducción. La línea está escrita en inglés.
Por un instante, Langdon pensó que la acústica de la cámara había afectado a su sentido del oído.
—¿En inglés?
Vittoria empujó el documento hacia él, y Langdon leyó la diminuta inscripción que había al pie de la página.
—
«La senda de luz, secreta prueba.»
¿En inglés? ¿Qué hace una frase en
inglés
en un libro italiano?
Vittoria se encogió de hombros. Ella también estaba un poco mareada.
—¿Tal vez por
lingua pura
se referían al inglés? Se considera la lengua internacional de la ciencia. Es la que todos hablamos en el CERN.
—Pero esto fue en el siglo diecisiete —protestó Langdon—. Nadie hablaba inglés en Italia, ni siquiera... —Calló, al darse cuenta de lo que estaba a punto de decir—. Ni siquiera... el
clero.
—Habló con más rapidez—. El
inglés
era un idioma que el Vaticano aún no había aceptado. Hablaban en italiano, latín, alemán, incluso en español y francés, pero el inglés no existía en el seno del Vaticano. Lo consideraban un idioma contaminado, de librepensadores, propio de hombres profanos como Chaucer y Shakespeare.
Langdon pensó de repente en las marcas de los Illuminati que representaban la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua. La leyenda de que las marcas estaban escritas en
inglés
adquirió un siniestro sentido en aquel momento.
—¿Estás diciendo que quizá Galileo consideraba el inglés la
lingua pura,
porque era el único idioma que el Vaticano no controlaba?
—Sí, o tal vez al indicar la pista en inglés, Galileo estaba impidiendo de una manera sutil que el Vaticano lo leyera.
—Pero eso ni siquiera es una pista —protestó Vittoria—.
La senda de luz, secreta prueba.
¿Qué significa eso?
Tiene razón,
pensó Langdon. La línea no les servía de ayuda. Pero cuando repitió la frase de nuevo en su mente, un dato extraño llamó su atención.
Esto sí que es raro,
pensó.
¿Qué probabilidades
existen?
—Hemos de salir de aquí —dijo Vittoria con voz ronca.
Langdon no estaba escuchando.
La senda de luz, secreta prueba.
—Es un maldito verso de un pentámetro yámbico —dijo de repente, y volvió a contar las sílabas—. Cinco pareados de sílabas alternas tónicas y átonas.
Vittoria no le entendió.
—¿Perdón?
Por un instante, Langdon se encontró sentado un sábado por la mañana en clase de inglés, en la Phillips Exeter Academy.
El infierno en la tierra.
La estrella de béisbol del colegio, Peter Greer, no conseguía recordar el número de pareados necesarios para formar un pentámetro yámbico de Shakespeare. Su profesor, un dicharachero maestro llamado Bissell, saltó sobre la mesa y aulló:
—¡Pentámetro, Greer! ¡Piensa en la base del bateador! ¡Un pentágono! ¡Cinco lados! ¡Penta! ¡Penta! ¡Penta!
Cinco pareados,
pensó Langdon. Cada pareado, por definición, tenía dos sílabas, pero lo que realidad contaba era que el verso tuviera diez sílabas. No podía creer que en toda su carrera no hubiera sido capaz de establecer la relación. El pentámetro yámbico era un metro simétrico basado en los números sagrados de los Illuminati, cinco y dos.
¡Estás llegando!,
se dijo Langdon, mientras intentaba desechar la idea.
¡Una coincidencia absurda!
Pero la idea se resistía a desaparecer.
Cinco, por Pitágoras y el pentagrama. Dos, por la dualidad de todas las
cosas.
Un momento después, se dio cuenta de otra cosa, que paralizó sus piernas. Al pentámetro yámbico, debido a su sencillez, le solían llamar «verso puro» o «metro puro».
¿La lingua pura?
¿Podía ser el lenguaje puro al que se referían los Illuminati?
La senda de luz, secreta prueba...
—Oh oh —dijo Vittoria.
Langdon giró en redondo y vio cómo la joven invertía el folio. Sintió un nudo en el estómago.
—¡No es posible que esa línea sea un ambigrama!
—No, no es un ambigrama, pero es...
Seguía imprimiendo giros de noventa grados a la hoja.
—¿Qué es?
Vittoria alzó la vista.
—No es la única línea.
—¿Hay otra?
—Hay seis líneas diferentes que forman una especie de espiral. Creo que es un poema.
—¿Seis líneas?
Langdon bullía de entusiasmo.
¿Galileo era poeta?
—¡Déjame ver!
Vittoria no le entregó la página. Siguió dándole vueltas.
—No vi las líneas antes porque están en los bordes. —Torció la cabeza sobre la última línea—. Aja. ¿Sabes una cosa? Galileo ni siquiera escribió esto.
—¿Cómo?
—El poema está firmado por John Milton.
—¿John Milton?
El influyente poeta inglés, autor de
El paraíso perdido,
fue contemporáneo de Galileo y su afición a las conspiraciones le puso en primer lugar de la lista de sospechosos de pertenecer a los Illuminati. La supuesta pertenencia de Milton a los Illuminati de Galileo era una leyenda que Langdon sospechaba cierta. No sólo había efectuado Milton un peregrinaje bien documentado a Roma en 1638, para «comunicarse con los hombres esclarecidos», sino que había asistido a reuniones con Galileo durante el arresto domiciliario del científico, reuniones plasmadas en muchos cuadros del Renacimiento, incluido el famoso
Galileo y Milton
de Annibale Gatti, que ahora colgaba en el Instituto y Museo de Historia de la Ciencia de Florencia.
—Milton conocía a Galileo, ¿verdad? —dijo Vittoria, al tiempo que entregaba por fin el folio a Langdon—. ¿Es posible que escribiera el poema como un favor?
Langdon apretó los dientes cuando se apoderó del documento. Lo alisó sobre la mesa y leyó la línea superior. Después, giró noventa grados la página y leyó la línea del margen derecho. Otro giro, y leyó la inferior. Otro giro, a la izquierda. Dos giros finales completaron la espiral. Había seis líneas en total. La primera que Vittoria había descubierto era, en realidad, la quinta del poema. Boquiabierto, leyó las seis líneas de nuevo en el sentido de las agujas del reloj: arriba, derecha, abajo, izquierda, arriba, derecha. Cuando terminó, estaba jubiloso. Su mente no albergaba la menor duda.
—Lo ha encontrado, señorita Vetra.
Ella le dedicó una sonrisa tensa.
—Bien. Ahora, ¿podemos salir sin pérdida de tiempo de aquí?
—He de copiar estas líneas. Necesito encontrar lápiz y papel.
Vittoria mostró su desaprobación con un movimiento de cabeza.
—Olvídalo, profesor. No hay tiempo para jugar a escribas. Mickey está contando los segundos.
Le arrebató la página de las manos y se dirigió hacia la puerta.
Langdon se levantó.
—¡No puedes sacarla fuera! Es una...
Pero Vittoria ya se había ido.
Langdon y Vittoria salieron al patio de los Archivos Secretos. El aire fresco fue como una droga cuando penetró en los pulmones de Langdon. Los puntos púrpura que dificultaban su visión se borraron enseguida. No así la culpa. Había sido cómplice del robo de una reliquia de incalculable valor, perpetrado en los archivos más privados del mundo. El camarlengo había dicho:
Le entrego mi confianza.
—Deprisa —dijo Vittoria, con el folio en la mano, mientras atravesaba Via Borgia en dirección al despacho de Olivetti.
—Si el papiro se moja...
—Cálmate. Cuando descifremos este documento, devolveremos a su lugar el Folio Cinco.
Langdon aceleró el paso para alcanzarla. Además de sentirse como un delincuente, aún estaba aturdido por las increíbles implicaciones del documento.
John Milton era un Illuminatus. Compuso el poema para que Galileo lo publicara en el Folio 5... lejos de los ojos del Vaticano.
Cuando salieron del patio, Vittoria entregó el folio a Langdon.
—¿Crees que puedes descifrar esto? ¿O nos hemos cargado todas esas células cerebrales para nada?
Langdon tomó el documento con cautela. Lo guardó sin vacilar en un bolsillo de la chaqueta, para protegerlo de la luz ambiental y los peligros de la humedad.
—Ya lo he descifrado.
Vittoria paró en seco.
—¿Que
qué?
Langdon siguió caminando.
Vittoria se apresuró a darle alcance.
—¡Lo has leído
una vez!
¡Pensaba que sería difícil!
Langdon sabía que ella tenía razón, pero había descifrado el
segno
en cuanto lo había leído por primera vez. Una estancia perfecta de pentámetro yámbico, y el primer altar de la ciencia se había revelado con prístina transparencia. Cierto, la facilidad con que había liquidado la tarea no dejaba de inquietarle. Era un hijo de la ética puritana del trabajo. Aún se acordaba de su padre cuando recitaba el viejo aforismo de Nueva Inglaterra:
Si no te resultó penosamente difícil, lo hiciste mal.
Langdon confiaba en que el dicho fuera falso.
—Lo descifré —dijo caminando a un paso más vivo—. Sé dónde ocurrirá el primer asesinato. Hemos de advertir a Olivetti.
Vittoria se acercó a él.
—¿Cómo pudiste hacerlo? Déjame ver otra vez esa cosa.
Le introdujo la mano en el bolsillo con la pericia de un carterista y sacó el folio.
—¡Cuidado! —dijo Langdon—. No puedes...
Vittoria no le hizo caso. Flotó a su lado con el folio en la mano, sosteniendo en alto el documento a la luz del atardecer, y examinó los márgenes. Cuando empezó a leer en voz alta, Langdon intentó recuperar el folio, pero se quedó hechizado cuando oyó la voz de Vittoria recitando en voz alta las sílabas, al ritmo de su paso.
Por un momento, Langdon se sintió transportado en el tiempo, como si fuera contemporáneo de Galileo, escuchando el poema por primera vez, a sabiendas de que era una prueba, un plano, una pista que desvelaba los cuatro altares de la ciencia, los cuatro indicadores que trazaban un sendero secreto a través de Roma... El verso surgía de los labios de Vittoria como una canción.
Desde la tumba terrenal de San, en el agujero del demonio. Cruzando Roma esos místicos cuatro elementos se revelan. La La senda de luz, secreta prueba. Que ángeles guíen tu búsqueda.
Vittoria lo leyó dos veces y guardó silencio, como si dejara que las antiguas palabras resonaran por voluntad propia.
Desde la tumba terrenal de San,
repitió Langdon en su mente. El poema era claro como el agua a ese respecto. El Sendero de la Iluminación empezaba en la tumba de San. Desde allí, cruzando Roma, los indicadores iluminaban el sendero.
Desde la tumba terrenal de San, en el agujero del demonio. Cruzando Roma esos místicos cuatro elementos se revelan.
Místicos cuatro elementos.
Muy claro también.
Tierra, Aire, fuego, Agua.
Elementos de la ciencia, los cuatro indicadores de los Illuminati disfrazados de esculturas religiosas.
—El primer indicador parece encontrarse en la tumba de San —dijo Vittoria.
Langdon sonrió.
—Ya te dije que no era tan difícil.
—¿Y quién es San? —preguntó la joven, como entusiasmada de repente—. ¿Dónde está su tumba?
Langdon rió para sí. Le asombraba que tan poca gente supiera que San era el apócope del apellido de uno de los artistas del Renacimiento más famosos. El mundo le conocía por su nombre... El niño prodigio que a la edad de veinticinco años ya estaba haciendo encargos para el papa Julio II, y cuando murió a la temprana edad de treinta y ocho años, dejó la mayor colección de frescos que el mundo había visto jamás. Era un gigante del arte mundial, y ser conocido por el nombre significaba un nivel de popularidad sólo alcanzado por unos pocos elegidos, gente como Napoleón, Galileo y Jesús, y por supuesto, los semidioses que ahora oía sonar a toda pastilla en los edificios comunitarios de Harvard: Sting, Madonna, Jewel y el artista antes conocido como Prince, que se había cambiado su nombre por el símbolo "¥", provocando que Langdon le bautizara como «Cruz en Tau en intersección con Ankh hermafrodita».
—San es el apócope de Santi, el apellido del gran maestro del Renacimiento, Rafael.
Vittoria se sorprendió.
—¿Ese Rafael?
—El único.
Langdon se encaminó a la oficina de la Guardia Suiza.
—¿El sendero arranca de la tumba de Rafael?
—Es muy lógico —dijo Langdon mientras caminaban a buen paso—. Los Illuminati solían considerar a los grandes artistas y escultores hermanos honorarios en el esclarecimiento. Tal vez los Illuminati escogieron la tumba de Rafael a modo de homenaje.
Langdon también sabía que Rafael, como muchos otros artistas dedicados al arte religioso, era sospechoso de ateísmo.
Vittoria deslizó el folio con cuidado en el bolsillo de Langdon.
—¿Dónde está enterrado?
Langdon respiró hondo.
—Lo creas o no, Rafael está enterrado en el Panteón.
Vittoria le dirigió una mirada escéptica.
—¿En el Panteón?
—
Ese
Rafael en
ese
Panteón.