Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
—¿Habéis creado un especimen mayor de quinientos nanogramos?
—Por fuerza —se defendió Vittoria—. Teníamos que demostrar que el umbral de la ecuación inversión/rendimiento podía cruzarse sin peligro.
Ella sabía que el problema de las nuevas fuentes energéticas siempre residía en la delicada relación entre inversión y rendimiento: cuánto dinero había que gastar para recolectar el combustible. Construir una plataforma petrolífera para obtener un solo barril era tirar el dinero. Sin embargo, si esa misma plataforma, con un mínimo de gastos añadidos, podía producir millones de barriles, había negocio. Con la antimateria sucedía lo mismo. Poner a funcionar veintisiete kilómetros de electroimanes para crear un diminuto especimen de antimateria gastaba más energía que la contenida en la antimateria resultante. Con el fin de demostrar que la antimateria era eficaz y viable, había que crear especímenes de mayor magnitud.
Aunque el padre de Vittoria se había mostrado reticente a crear un especimen grande, ella había insistido sin descanso. Decía que, si querían que la antimateria fuera tomada en serio, ella y su padre tenían que demostrar dos cosas. Primero, que se podían producir cantidades que compensaran los gastos. Y segundo, que los especímenes podían almacenarse sin riesgo. Al final, había ganado ella, y su padre había accedido contra su voluntad. Pero no sin firmes instrucciones acerca del secretismo y la accesibilidad. La antimateria, había insistido su padre, se almacenaría en la sección de materiales peligrosos, una pequeña cavidad de granito, ubicada a veinticinco metros más abajo. El especimen sería su secreto. Y sólo los dos tendrían acceso.
—Vittoria —insistió Kohler—, ¿es muy grande el espécimen que tu padre y tú creasteis?
Vittoria sentía un irónico placer en su fuero interno. Sabía que la cantidad asombraría hasta al gran Maximilian Kohler. Recreó en su mente la antimateria almacenada. Una visión increíble. Suspendida dentro de la trampa, perfectamente visible a simple vista, bailaba una diminuta esfera de antimateria. No era una partícula microscópica. Era una gota del tamaño de un balín para escopeta de aire comprimido.
Vittoria respiró hondo.
—Un cuarto de gramo.
Kohler palideció.
—¡Cómo! —Se puso a toser—. ¿Un cuarto de gramo? ¡Eso equivale a... casi cinco kilotones!
Kilotones.
Vittoria detestaba la palabra. Su padre y ella nunca la empleaban. Un kilotón equivalía a mil toneladas métricas de TNT. Los kilotones se utilizaban en armamento. Carga explosiva. Poder destructivo. Su padre y ella hablaban de voltios y julios electrónicos: potencia de energía constructiva.
—¡Esa cantidad de antimateria podría destruir todo lo contenido en un radio de un kilómetro! —exclamó Kohler.
—Sí, si se aniquilara toda a la vez —replicó Vittoria—, ¡cosa que nadie haría jamás!
—Excepto alguien con pocos conocimientos. ¡O si tu fuente de energía fallara!
Kohler ya se estaba encaminando hacia el montacargas.
—Por eso mi padre la guardó en Materiales Peligrosos con todo tipo de precauciones.
Kohler se volvió con expresión esperanzada.
—¿Hay sistemas de seguridad complementarios en Materiales Peligrosos?
—Sí. Un segundo lector de retina.
Kohler sólo dijo dos palabras.
—Abajo. Ya.
···
El montacargas descendió como una piedra.
Veinticinco metros más abajo.
Vittoria estaba segura de que presentía miedo en ambos hombres mientras el montacargas bajaba. El rostro de Kohler, por lo general carente de emociones, estaba tirante.
Sé que la muestra es enorme,
pensó Vittoria,
pero las precauciones que hemos tomado son...
El montacargas se detuvo y luego se abrió, y Vittoria los precedió por el corredor apenas iluminado. Más adelante, el pasillo terminaba en una enorme puerta de acero MATPEL. El lector retiniano que había junto a la puerta era idéntico al de arriba. La joven se acercó. Aplicó su ojo a la lente.
Retrocedió. Algo pasaba. La lente, siempre impoluta, estaba manchada, manchada de algo parecido a...
¿sangre?
Confusa, se volvió hacia los dos hombres, pero sólo vio dos rostros empalidecidos, con los ojos clavados en el suelo, muy cerca de sus pies.
Vittoria siguió su mirada.
—¡No! —gritó Langdon, y extendió la mano en su dirección. Pero ya era demasiado tarde.
La vista de Vittoria se clavó en el objeto del suelo. Le resultó desconocido y muy familiar al mismo tiempo.
Sólo necesitó un instante.
Después, horrorizada, cayó en la cuenta. Mirándola desde el suelo, como restos de basura desechados, había un ojo. Habría reconocido aquel tono avellana en cualquier parte.
El técnico de seguridad contuvo el aliento cuando su comandante se inclinó por detrás de él, estudiando la hilera de monitores. Transcurrió un minuto.
El silencio del comandante era de esperar, se dijo el técnico. El comandante era un hombre adicto al protocolo más inflexible. No había obtenido el mando de una de las fuerzas de seguridad de élite mundiales hablando primero y pensando después.
Pero ¿qué está pensando?
El objeto que estaban observando en el monitor era una especie de contenedor, de paredes transparentes. Eso era sencillo. Lo difícil era el resto. Dentro del contenedor, como por obra de algún efecto especial, una pequeña gota de metal líquido parecía flotar en el aire. La gota aparecía y desaparecía en el rítmico parpadeo rojo de una pantalla de cristal líquido, la cual desgranaba una cuenta atrás incesante que provocaba escalofríos al técnico.
—¿Puede aclarar el contraste? —preguntó el comandante, lo cual sobresaltó al técnico.
El técnico obedeció, y la imagen ganó más brillo. El comandante se inclinó hacia adelante y escudriñó algo que se había hecho visible en la base del contenedor. El técnico siguió la mirada de su comandante. Junto a la pantalla había un acrónimo, apenas visible. Cuatro letras mayúsculas brillaban en los destellos de luz intermitentes.
—Quédese aquí —dijo el comandante—. No diga nada. Yo me ocuparé de esto.
Materiales Peligrosos. A cincuenta metros bajo tierra.
Vittoria Vetra avanzó tambaleante, y casi cayó contra el lector retiniano. Notó que el norteamericano corría a ayudarla, la sostenía, aguantaba su peso. Desde el suelo, el ojo de su padre la miraba. Sintió que se asfixiaba.
¡Le han arrancado el ojo!
Su mundo se desmoronó. Kohler estaba detrás de ella, hablando. Langdon la guiaba. Como en un sueño, se encontró con un ojo pegado al lector retiniano. El mecanismo emitió un pitido.
La puerta se abrió.
Incluso con el terror del ojo de su padre grabado en el alma, Vittoria presintió que otro horror la esperaba dentro. Cuando clavó su vista borrosa en la habitación, confirmó el siguiente capítulo de la pesadilla. Ante ella, la solitaria plataforma de recarga estaba vacía.
El contenedor había desaparecido. Habían arrancado el ojo a su padre para robarlo. Las implicaciones se sucedieron con demasiada rapidez para asimilarlas en su totalidad. Todo había salido mal. Habían robado el especimen que debía demostrar que la antimateria era una fuente de energía segura y viable.
¡Pero nadie conocía siquiera lo,
existencia del especimen!
Sin embargo, la verdad era innegable. Alguien lo había descubierto. Vittoria no podía imaginar quién. Ni tan sólo Kohler, de quien se decía que sabía todo lo que se cocía en el CERN, tenía idea del proyecto.
Su padre estaba muerto. Asesinado a causa de su genio.
Mientras el dolor estrujaba su corazón, un nuevo sentimiento se abrió paso en la conciencia de Vittoria. Era mucho peor. Abrumador. Mortificante. Era la culpa. Culpa incontrolable, implacable. Vittoria sabía que era ella quien había convencido a su padre de que creara la muestra. Contra su voluntad. Y le habían asesinado por ello.
Un cuarto de gramo...
Como cualquier tecnología (el fuego, la pólvora, el motor de combustión), la antimateria podía ser mortífera si llegaba a caer en malas manos. Muy mortífera. La antimateria era un arma letal. Potente e imparable. Una vez extraído de su plataforma de recarga del CERN, la cuenta atrás del contenedor proseguiría inexorable. Un tren sin frenos.
Y cuando se terminara el tiempo...
Una luz cegadora. El rugido de un trueno. Incineración espontánea. Sólo el destello... y un cráter vacío. Un cráter vacío muy grande.
La idea del genio pacífico de su padre utilizado como una herramienta de destrucción era como veneno en su sangre. La antimateria era el arma terrorista suprema. Carecía de partes metálicas susceptibles de disparar un detector de metales, de rastros químicos que pudieran olfatear los perros, de espoleta que pudiera desactivarse si las fuerzas del orden localizaban el contenedor. La cuenta atrás había empezado...
Langdon no sabía qué hacer. Sacó su pañuelo y cubrió con él el ojo de Leonardo Vetra. Vittoria esperaba en la puerta de la cámara vacía, con el rostro deformado en una expresión de dolor y pánico. Langdon se acercó a ella de nuevo, pero Kohler intervino.
—Señor Langdon. —El rostro de Kohler era inexpresivo. Indicó a Langdon con un ademán que se alejara, para que ella no pudiera oírle. Langdon obedeció de mala gana.
—Usted es el especialista —dijo Kohler en un susurro—. Quiero saber qué pretenden hacer esos bastardos Illuminati con la antimateria.
Langdon intentó concentrarse. Pese a la locura que le rodeaba, su primera reacción fue la lógica: de rechazo. Kohler seguía barajando presunciones. Presunciones imposibles.
—Los Illuminati ya no existen, señor Kohler. No me cabe la menor duda. El culpable de este crimen podría ser cualquiera, tal vez otro empleado del CERN que descubrió el proyecto del señor Vetra y pensó que era demasiado peligroso para permitir que continuara adelante.
Kohler le miró estupefacto.
—¿Cree que se trata de un crimen de conciencia, señor Langdon? Absurdo. El asesino de Leonardo sólo quería una cosa: la muestra de antimateria. No me cabe la menor duda de que ha planeado hacer algo con ella.
—Está hablando de terrorismo.
—Desde luego.
—Pero los Illuminati no eran terroristas.
—Dígaselo a Leonardo Vetra.
Langdon pensó que no dejaba de ser cierto. Habían marcado a Leonardo Vetra con el signo de los Illuminati. ¿De dónde había salido? La marca sagrada se le antojaba una treta demasiado complicada para que alguien la utilizara con el fin de desviar las sospechas hacia otros. Tenía que haber otra explicación.
Una vez más, Langdon se obligó a considerar lo improbable.
Si
los Illuminati siguieran en activo, y si robaron la antimateria, ¿cuáles
serían sus intenciones? ¿Cuál sería su objetivo?
La respuesta que le proporcionó su cerebro fue instantánea. Langdon la desechó con igual rapidez. Cierto, los Illuminati tenían un enemigo evidente, pero un ataque terrorista a gran escala contra el enemigo era inconcebible. Impropio de la secta. Sí, los Illuminati habían matado a gente, pero se trataba de
individuos
muy concretos, elegidos con mucho cuidado. La destrucción en masa era algo burdo. Langdon hizo una pausa. Una vez más, pensó, habría una elocuencia majestuosa en todo ello: la antimateria, el descubrimiento científico supremo, se utilizaría para desintegrar...
Rechazó aquella idea ridícula.
—Existe otra explicación lógica que no es el terrorismo —dijo de repente.
Kohler le miró, expectante.
Langdon intentó ordenar sus pensamientos. Los Illuminati siempre habían detentado un tremendo poder gracias a la economía. Controlaban bancos. Poseían lingotes de oro. Hasta se rumoreaba que eran los dueños de la joya más valiosa de la tierra: el Diamante de los Illuminati, un diamante sin mácula de enormes proporciones.
—Dinero —dijo Langdon—. Tal vez hayan robado la antimateria con fines económicos.
Kohler puso cara de incredulidad.
—¿Fines económicos? ¿Dónde se puede vender una gota de antimateria?
—La muestra no —replicó Langdon—. La tecnología. La tecnología de la antimateria debe de valer una barbaridad. Quizás alguien robó la muestra para analizarla.
—¿Espionaje industrial? Pero a ese contenedor le quedan veinticuatro horas, hasta que las baterías se agoten. Los investigadores saltarán por los aires antes de averiguar algo.
—Podrían recargarlas antes de la explosión. Podrían construir una plataforma recargable compatible como las del CERN.
—¿En veinticuatro horas? —rezongó Kohler—. Aunque robaran los planos, tardarían meses en construir un recargador como ése, no horas.
—Tiene razón —dijo Vittoria con un hilo de voz.
Los dos hombres se volvieron. Vittoria avanzó hacia ellos, con paso tan tembloroso como sus palabras.
—Tiene razón. Nadie podría construir un recargador a tiempo. Tan sólo la interfaz exigiría semanas. Filtros de flujo, servobobinas de inducción, aleaciones de condicionamiento de energía, todo calibrado con el grado específico de energía del lugar.
Langdon frunció el ceño. Había captado la idea. Una trampa de antimateria no era algo que pudiera conectarse sencillamente a un enchufe de pared. En cuanto salió del CERN, al contenedor le quedaban veinticuatro horas de vida.
Lo cual conducía a una única conclusión, y muy inquietante.
···
—Hemos de llamar a la Interpol —dijo Vittoria. Su voz sonó distante, incluso a sus propios oídos—. Es preciso llamar a las autoridades más indicadas. De inmediato.
Kohler negó con la cabeza.
—De ninguna manera.
Las
palabras asombraron a la joven.
—¿No? ¿Qué quiere decir?
—Tú y tu padre me habéis puesto en una situación muy delicada.
—Necesitamos ayuda, director. Necesitamos encontrar esa trampa y recuperarla antes de que alguien salga perjudicado. ¡Tenemos una responsabilidad!
—Tenemos la responsabilidad de
pensar
—dijo Kohler en tono más enérgico—. Esta situación podría tener repercusiones muy graves para el CERN.
—¿Está preocupado por la
reputación
del CERN? ¿Sabe el efecto que podría causar ese contenedor en una zona urbana? ¡Posee un radio de alcance de un kilómetro! ¡Nueve manzanas!
—Tal vez tu padre y tú tendríais que haber pensado en eso antes de crear la muestra.