Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
—No es hora de andar bromeando —contestó Langdon.
—Padre —dijo Vittoria—, si existe alguna posibilidad de descubrir dónde se cometerán esos asesinatos, podríamos precintar los lugares y...
—Pero ¿qué tienen que ver los Archivos? —insistió el camarlengo—. ¿Cómo es posible que contengan alguna pista?
—Tardaré más tiempo en explicarlo del que le queda —dijo Langdon—. Pero si tengo razón, podremos utilizar la información para detener al hassassin.
La expresión del camarlengo delataba que quería creer, pero no podía.
—Los códices más sagrados de la cristiandad se hallan en esos Archivos. Tesoros que ni siquiera yo tengo el privilegio de ver.
—Lo sé.
—Sólo se permite el acceso con un permiso por escrito del conservador y la Junta de Bibliotecarios del Vaticano.
—O por orden del Papa —dijo Langdon—. Lo dice en todas las cartas de rechazo que me ha enviado su conservador.
El camarlengo asintió.
—No quiero ser grosero —le urgió Langdon—, pero si no me equivoco, una orden papal sale de este despacho. Por lo que yo sé, esta noche usted le sustituye. Teniendo en cuenta las circunstancias...
El camarlengo extrajo un reloj de bolsillo de su sotana y lo consultó.
—Señor Langdon, esta noche estoy dispuesto a ofrecer mi vida, en un sentido literal, por salvar a esta Iglesia.
Langdon percibió la más absoluta sinceridad en los ojos del hombre.
—¿Cree de veras que este documento se encuentra aquí? —preguntó el camarlengo—. ¿Podrá ayudarnos a localizar estas cuatro iglesias?
—De no estar convencido, no habría enviado incontables solicitudes. Italia está un poco lejos para venir de parranda con un sueldo de profesor. El documento que ustedes guardan es un antiguo...
—Por favor —interrumpió el camarlengo—, perdóneme. Mi mente es incapaz de asimilar más detalles en este momento. ¿Sabe usted dónde están los Archivos Secretos?
Langdon experimentó una oleada de emoción.
—Justo detrás de la puerta de Santa Ana.
—Impresionante. La mayoría de estudiosos creen que se accede a ellos por la puerta secreta que se halla detrás del trono de San Pedro.
—No. Eso es el Archivio della Reverenda Fabbrica di San Pietro. Una equivocación muy común.
—Un bibliotecario adjunto acompaña siempre a la persona que entra. Esta noche, los adjuntos se han ido. Usted pide
carte Manche.
Ni siquiera los cardenales entran solos.
—Trataré sus tesoros con el mayor respeto y cuidado. Sus bibliotecarios no encontrarán ni rastro de mi paso.
Las campanas de San Pedro empezaron a doblar. El camarlengo consultó su reloj de bolsillo.
—Debo irme. —Hizo una pausa y miró a Langdon—. Ordenaré que un Guardia Suizo le espere en los Archivos. Le entrego mi confianza, señor Langdon. Váyase.
Langdon se quedó sin habla.
Daba la impresión de que el joven sacerdote hacía gala ahora de un aplomo sin igual. Apretó el hombro de Langdon con sorprendente fuerza.
—Encuentre lo que está buscando. Y hágalo deprisa.
Los Archivos Secretos del Vaticano se hallan en un extremo del patio Borgia, y se accede a ellos por la puerta de Santa Anna. Contienen más de veinte mil volúmenes, y se rumorea que albergan tesoros tales como los diarios perdidos de Leonardo da Vinci y libros inéditos de las Sagradas Escrituras.
Langdon caminaba a toda prisa por la desierta Via della Fondamenta en dirección a los Archivos, y su mente se negaba a aceptar que le hubieran permitido el acceso. Vittoria le acompañaba, sin rezagarse ni un centímetro. La brisa agitaba su pelo con aroma a almendra, que Langdon aspiraba. Notó que sus pensamientos se extraviaban.
—¿Vas a decirme qué estás buscando? —preguntó Vittoria.
—Un librito escrito por un tipo llamado Galileo.
—No fastidies —dijo la joven, sorprendida—. ¿Qué hay en él?
—Se supone que contiene algo llamado
il segno,
—¿La señal?
—Señal, pista, signo... Depende de la traducción.
—¿Señal de qué?
Langdon aceleró el paso.
—Un lugar secreto. Los Illuminati de Galileo necesitaban protegerse del Vaticano, de manera que buscaron un punto de reunión ultrasecreto en Roma. Lo llamaban la Iglesia de la Iluminación.
—Hace falta valor para llamar iglesia a una guarida satanista.
Langdon meneó la cabeza.
—Los Illuminati de Galileo no eran satanistas. Eran científicos que reverenciaban el esclarecimiento. Su lugar de reunión no era más que un escondite donde podían reunirse a salvo y hablar de temas prohibidos por el Vaticano. Aunque sabemos que dicho escondite existía, hasta hoy nadie lo ha localizado.
—Da la impresión de que los Illuminati saben guardar bien un secreto.
—Ya lo creo. De hecho, jamás revelaron el emplazamiento de su escondite a nadie ajeno a su hermandad. Este secretismo los protegía, pero también planteaba un problema en lo tocante a reclutar nuevos miembros.
—No podían crecer si no podían darse publicidad —dijo Vittoria. Sus piernas y su mente se movían a la misma velocidad.
—Exacto. Los rumores sobre la hermandad de Galileo empezaron a propagarse en la década de 1630, y científicos de todo el mundo peregrinaron en secreto a Roma con la esperanza de unirse a los Illuminati, anhelando la oportunidad de mirar por el telescopio de Galileo y escuchar las ideas del maestro. Por desgracia, debido al secretismo de los Illuminati, los científicos que llegaban a Roma no sabían dónde se celebraban las reuniones ni con quién podían hablar sin exponerse al peligro. Los Illuminati querían sangre nueva, pero no podían arriesgarse a revelar el emplazamiento de su escondite.
Vittoria frunció el ceño.
—Parece una
situazione senza soluzione.
—Exacto. Un callejón sin salida, por así decirlo.
—¿Y qué hicieron?
—Eran científicos. Examinaron el problema y encontraron una solución. Brillante, a decir verdad. Los Illuminati crearon una especie de plano ingenioso que dirigía a los científicos a su refugio.
Vittoria aminoró el paso, con expresión escéptica.
—¿Un plano? Qué imprudencia. Si una copia caía en malas manos...
—Imposible —contestó Langdon—. No existían copias. No era un plano de papel. Era enorme. Una especie de senda luminosa que atravesaba la ciudad.
Ahora Vittoria caminaba más despacio aún.
—¿Flechas pintadas en las aceras?
—Sí, en cierta manera, pero mucho más sutil. El plano consistía en una serie de indicadores simbólicos, meticulosamente ocultos, colocados en lugares públicos de toda la ciudad. Un indicador conducía al siguiente... y al siguiente... Una senda... que terminaba en la guarida de los Illuminati.
Vittoria le miró de soslayo.
—Parece el plano de un tesoro.
Langdon rió.
—Y lo era, en cierto sentido. Los Illuminati llamaban a su senda de indicadores El Sendero de la Iluminación, y cualquiera que deseara unirse a la hermandad tenía que seguirlo hasta el final. Una especie de prueba.
—Pero si el Vaticano quería encontrar a los Illuminati —arguyó Vittoria—, ¿por qué no siguieron los indicadores?
—No podía. La senda estaba escondida. Un rompecabezas, construido de tal manera que sólo ciertas personas pudieran seguir los indicadores y descubrir dónde estaba escondida la iglesia de los Illuminati. Para ellos era como una iniciación, y no sólo funcionaba como medida de seguridad, sino también como procedimiento de criba para asegurarse de que sólo los científicos más brillantes llegaban a su puerta.
—No me lo trago. En el siglo diecisiete, el clero contaba con algunos de los hombres más cultos del mundo. Si estos indicadores se hallaban en lugares públicos, tenían que existir miembros del Vaticano capaces de descubrirlos.
—Claro —dijo Langdon—, si hubieran conocido la existencia de los indicadores. Pero no la conocían. Nunca se fijaron en ellos, porque los Illuminati los diseñaron de tal forma que los sacerdotes nunca sospecharon dónde estaban. Utilizaron un método conocido en simbología como
disimulación.
—Camuflaje.
Langdon se quedó impresionado.
—Conoces el término.
—
Dissimulazione.
La mejor defensa de la naturaleza. Intenta localizar a un centrisco flotando entre algas.
—De acuerdo —dijo Langdon—. Los Illumínati usaban el mismo concepto. Crearon indicadores que se confundían con el telón de fondo de la antigua Roma. No podían emplear ambigramas ni simbología científica, porque se notaría demasiado, de manera que encargaron a un artista de su cuerda, el mismo prodigio anónimo que había creado su símbolo ambigramático, que tallara cuatro esculturas.
—
¿Esculturas
de los Illuminati?
—Sí, esculturas que debían atenerse a dos pautas precisas. Primero, las esculturas tenían que parecerse a las demás que había en Roma, para que el Vaticano nunca sospechara que pertenecían a los Illuminati.
—Arte religioso.
Langdon asintió. Dejándose llevar por un entusiasmo repentino, prosiguió.
—Y la
segunda
pauta era que las cuatro esculturas tenían que tocar temas muy concretos. Era preciso que cada obra constituyera un sutil tributo a uno de los cuatro elementos de la ciencia.
—
¿Cuatro
elementos? Hay más de cien.
—En el siglo diecisiete no —le recordó Langdon—. Los primeros alquimistas creían que todo el universo estaba compuesto tan sólo por cuatro sustancias. Tierra, Aire, Fuego y Agua.
Langdon sabía que la cruz antigua era el símbolo más común de los cuatro elementos: cuatro brazos que representaban la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua. Además, existían docenas de representaciones simbólicas de la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua a lo largo de la historia: los ciclos pitagóricos de la vida, el
Hong-Fan
chino, los rudimentos masculino y femenino junguianos, los cuadrantes del Zodíaco, hasta los musulmanes reverenciaban los cuatro elementos, aunque en el islam eran conocidos como «cuadrados, nubes, rayos y olas». Para Langdon, no obstante, había un uso más moderno que siempre le producía escalofríos, los cuatro grados místicos de la masonería de la Iniciación Absoluta: Tierra, Aire, Fuego y Agua.
Vittoria parecía fascinada.
—De modo que este artista de los Illuminati creó cuatro obras de arte que
parecían
religiosas, pero en realidad eran tributos a la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua, ¿verdad?
—Exacto —contestó Langdon, al tiempo que se desviaba por Via Sentinel en dirección a los Archivos—. Las piezas pasaban inadvertidas en el mar de obras religiosas de Roma. Mediante la donación anónima de dichas obras de arte a iglesias concretas, y utilizando después su influencia política, la hermandad facilitó el emplazamiento de estas cuatro piezas en iglesias de Roma escogidas con sumo cuidado. Cada pieza era un indicador, por supuesto, que señalaba de manera sutil a la siguiente iglesia, donde aguardaba el siguiente indicador. Funcionaba como una senda de pistas disfrazada de arte religioso. Si un candidato era capaz de localizar la primera iglesia y el indicador de la Tierra, podía seguirlo hasta el Aire, y después hasta el Fuego, y luego hasta el Agua, y por fin... a la Iglesia de la Iluminación.
Vittoria estaba confusa.
—¿Y esto nos ayudará a capturar al asesino de los Illuminati?
Langdon sonrió cuando enseñó el as que escondía en la manga.
—Ah, sí. Los Illuminati llamaban a estas cuatro iglesias de una forma muy especial.
Los Altares de la Ciencia.
Vittoria frunció el ceño.
—Lo siento, eso no significa nada... —Se interrumpió—.
¿L'altare di scienza?
—exclamó—. El asesino Illuminati. ¡Advirtió de que los cardenales serían sacrificados como vírgenes en los altares de la ciencia!
Langdon le dedicó una sonrisa.
—Cuatro cardenales. Cuatro iglesias. Los cuatro altares de la ciencia.
Vittoria se quedó petrificada.
—¿Estás diciendo que las cuatro iglesias donde los cardenales serán sacrificados son las mismas cuatro iglesias que indican el antiguo Sendero de la Iluminación?
—Creo que sí.
—¿Por qué nos dio esa pista el asesino?
—¿Y por qué no? —replicó Langdon—. Muy pocos historiadores conocen la existencia de esas esculturas. Aún menos creen que existen. Su emplazamiento ha sido un secreto durante cuatrocientos años. No me cabe duda de que los Illuminati confiaron en que el secreto se prolongaría otras cinco horas. Además, los Illuminati ya no necesitan su Sendero de la Iluminación. Supongo que su guarida secreta hace mucho tiempo que no existe. Viven en el mundo moderno. Se encuentran en juntas directivas bancadas, clubs gastronómicos, campos de golf privados. Esta noche, quieren hacer públicos sus secretos. Ha llegado su momento. Su gran revelación.
Langdon temía que la revelación de los Illuminati presentaría una simetría especial con algo que todavía no había mencionado,
Las
cuatro marcas.
El asesino había jurado que cada cardenal sería marcado con un símbolo diferente.
Prueba de que las leyendas antiguas son
ciertas,
había dicho el asesino. La leyenda de las cuatro marcas ambigramáticas era tan vieja como los propios Illuminati: Tierra, Aire, Fuego, Agua, cuatro palabras labradas en perfecta simetría. Como la palabra Illuminati. Cada cardenal iba a ser marcado con uno de los antiguos elementos de la ciencia. El rumor de que las cuatro marcas estaban en inglés y no en italiano seguía siendo motivo de debate entre los historiadores. El inglés parecía ser una desviación fortuita de su lengua original... y los Illuminati no hacían nada al azar.
Langdon estaba delante de la senda de ladrillo que conducía a los Archivos. Imágenes siniestras se sucedían en su mente. El complot global de los Illuminati empezaba a revelar su paciente grandeza. La hermandad había jurado guardar silencio el tiempo necesario, amasando suficiente influencia y poder para poder resurgir sin miedo y luchar por su causa a plena luz del día. Los Illuminati ya no necesitaban esconderse. Querían exhibir su poder, confirmar que los mitos conspiratorios eran una realidad. Esta noche iban a conseguir publicidad en todo el mundo.
—Ahí viene nuestra escolta —dijo Vittoria.
Langdon alzó la vista y vio que un Guardia Suizo atravesaba corriendo un jardín adyacente en dirección a la puerta principal.