Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
Cuando el guardia los vio, se detuvo en seco. Los miró, como si creyera sufrir alucinaciones. Dio media vuelta sin decir palabra y sacó el
walkie-talkie.
Habló con su interlocutor, como si no diera crédito a su misión. Langdon no entendió la airada respuesta, pero el mensaje era claro. El guardia tragó saliva, guardó su
walkie-talkie
y se volvió hacia ellos con expresión de desagrado.
El guardia no les dirigió la palabra cuando los guió hasta el interior del edificio. Atravesaron cuatro puertas de acero, dos entradas de llave maestra, bajaron por una larga escalera y llegaron a un vestíbulo con dos teclados de combinación. Atravesaron una serie de puertas electrónicas de tecnología punta y llegaron al final de un pasillo largo, donde los esperaba un conjunto de puertas dobles de roble. El guardia se detuvo, los miró una vez más, y mascullando por lo bajo se acercó a una caja metálica clavada a la pared. La abrió con llave, introdujo la mano y tecleó un código. Las puertas emitieron un zumbido y el cerrojo se abrió.
El guardia se volvió y les habló por primera vez.
—Los Archivos están al otro lado de esa puerta. Me han ordenado que les acompañe hasta aquí y regrese para recibir instrucciones sobre otro asunto.
—¿Se marcha? —preguntó Vittoria.
—La Guardia Suiza tiene prohibido el acceso a los Archivos Secretos. Ustedes están aquí sólo porque mi comandante recibió una orden directa del camarlengo.
—Pero ¿cómo saldremos?
—Seguridad monodireccional. No tendrán la menor dificultad.
Una vez concluida la breve conversación, el guardia giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo.
Vittoria hizo un comentario, pero Langdon no lo oyó. Su mente estaba concentrada en las dobles puertas que se alzaban ante él, mientras se preguntaba qué misterios encerraban.
Aunque sabía que quedaba poco tiempo, el camarlengo Carlo Ventresca caminaba despacio. Necesitaba un poco de tiempo en soledad para serenarse antes de la oración de apertura del cónclave. Estaban sucediendo muchas cosas. Mientras se dirigía al ala norte, el reto de los últimos quince días pesaba con fuerza sobre sus huesos.
Había cumplido sus deberes santos al pie de la letra.
Según la tradición vaticana, después de la muerte del Papa el camarlengo había confirmado en persona el fallecimiento apoyando dos dedos sobre la arteria carótida del pontífice y luego pronunció en voz alta el nombre del finado sucesor de Pedro tres veces. Por ley, no se practicaba autopsia. Después, había sellado el dormitorio del Papa, destruido el anillo papal del pescador, despedazado el cuño utilizado para hacer sellos de plomo y efectuado los preparativos del funeral. Una vez finalizadas estas tareas, se dedicó a preparar el cónclave.
Cónclave,
pensó.
El obstáculo final.
Era una de las tradiciones más antiguas de la cristiandad. En los tiempos actuales, como era normal conocer el resultado del cónclave antes de que empezara, el procedimiento se consideraba obsoleto, más una pantomima que una elección. Sin embargo, el camarlengo sabía que era simple falta de conocimiento. El cónclave no era una elección. Era un traspaso de poderes místico, anclado en el tiempo. La tradición se remontaba a épocas inmemoriales: el secretismo, las hojas de papel dobladas, la quema de los votos, la mezcla de productos químicos, las señales de humo.
Cuando el camarlengo atravesó las Loggias de Gregorio XIII, se preguntó si al cardenal Mortati ya le habría entrado el pánico. Sin duda, Mortati habría reparado en la desaparición de los
preferiti.
Sin ellos, la votación se prolongaría toda la noche. El nombramiento de Mortati como Gran Elector, se tranquilizó el camarlengo, había sido acertada. El hombre era un librepensador, capaz de expresar sus opiniones sin ambages. Esta noche, el cónclave necesitaría un líder más que nunca.
Cuando el camarlengo llegó a lo alto de la Escalera Real, experimentó la sensación de que su vida se iba a despeñar por un precipicio. Incluso desde aquí arriba podía oír el ruido de la actividad que tenía lugar en la Capilla Sixtina, la charla inquieta de ciento sesenta y cinco cardenales.
Ciento sesenta y un cardenales,
se corrigió.
Por un instante, el camarlengo pensó que se precipitaba al infierno, rodeado de gente que chillaba, llamas, piedras y sangre que llovían del cielo.
Y luego, el silencio.
Cuando el niño despertó, estaba en el cielo. Todo a su alrededor era blanco. La luz era cegadora y pura. Aunque algunos dirían que a los diez años era imposible comprender el cielo, el pequeño Carlo Ventresca lo comprendía muy bien. Ahora estaba en el cielo. ¿Dónde, si no? Incluso en esta breve década sobre la tierra, Carlo había sentido la majestad de Dios: los órganos atronadores, las cúpulas altísimas, las voces de los coros, los vitrales de colores, el bronce y el oro centelleantes. La madre de Carlo, María, le llevaba a misa cada día. La iglesia era el hogar de Carlo.
—¿Por qué vamos a misa cada día? —preguntaba Carlo, aunque no le importaba.
—Porque se lo prometí a Dios —contestaba su madre—. Una promesa hecha a Dios es más importante que cualquier otra. Nunca rompas una promesa hecha a Dios.
Carlo se lo prometió. Quería a su madre más que a nada en el mundo. Era su ángel de la guarda. A veces, la llamaba
María benedetta,
aunque a ella no le gustaba. Se arrodillaba con ella mientras rezaba, percibía el aroma dulce de su carne y escuchaba el murmullo de su voz mientras pasaba las cuentas del rosario.
Santa María, Madre de
Dios... ruega por nosotros pecadores... ahora y en la hora de nuestra muerte.
—¿Dónde está mi padre? —preguntaba Carlo, a sabiendas de que su padre había muerto antes de que él naciera.
—Ahora, Dios es tu padre —contestaba ella siempre—. Tú eres hijo de la Iglesia.
A Carlo le gustaba mucho la frase.
—Siempre que te sientas asustado —decía su madre—, recuerda que Dios es tu padre. Él te vigilará y protegerá siempre. Dios tiene
grandes
planes para ti, Carlo.
El niño sabía que ella tenía razón. Sentía a Dios en la sangre.
Sangre...
¡Sangre que llovía del cielo!
Silencio. Después, el cielo.
Su cielo, averiguó Carlo cuando se apagaron las luces cegadoras, era la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Santa Clara, en las afueras de Palermo. Carlo había sido el único superviviente de un atentado terrorista que había derrumbado la capilla donde su madre y él habían asistido a misa durante sus vacaciones. Treinta y siete personas habían muerto, incluida la madre de Carlo. El hecho de que Carlo hubiera sobrevivido fue bautizado por los periódicos como
El milagro de San Francisco.
Por algún motivo ignoto, pocos momentos antes de la explosión, Carlo se había alejado de su madre para ir a examinar un tapiz que describía la historia de San Francisco, situado en una pequeña capilla lateral.
Dios me llamó,
decidió.
Quería salvarme.
Carlo deliraba de dolor. Aún podía ver a su madre, arrodillada en el banco, que le enviaba un beso con la mano, y después el estruendo ensordecedor, cuando su carne fragante estalló en pedazos. Aún podía saborear la
maldad
del hombre. Llovió sangre del cielo. ¡La sangre de su madre! ¡La bendita Maria!
Dios mirará por ti y te protegerá siempre,
le había dicho su madre.
Pero ¿dónde estaba Dios ahora?
Después, como una manifestación terrenal de que su madre decía la verdad, un sacerdote había venido al hospital. No era un simple sacerdote. Era un obispo. Rezó por Carlo. El Milagro de San Francisco. Cuando Carlo se recuperó, el obispo se encargó de que viviera en un pequeño monasterio, contiguo a la catedral, que estaba a cargo del obispo. Carlo vivió con los monjes, que fueron sus profesores. Incluso se convirtió en monaguillo de su nuevo protector. El obispo sugirió que Carlo entrara en la escuela pública, pero el niño se negó. No habría podido ser más feliz en su nuevo hogar. Ahora sí que vivía en la casa de Dios.
Cada noche, Carlo rezaba por su madre.
Dios me salvó por algún motivo,
pensaba.
¿Cuál es ese motivo?
Cuando Carlo cumplió dieciocho años, le correspondió hacer el servicio militar por imperativo de la ley italiana. El obispo dijo a Carlo que si entraba en el seminario se vería exento de ese deber. Él contestó al obispo que albergaba la intención de ingresar en el seminario, pero antes deseaba comprender la
maldad
humana.
El obispo no lo entendió.
Carlo le dijo que si iba a pasar la vida en la Iglesia luchando contra la maldad, primero tenía que comprenderla. No se le ocurría lugar mejor para comprender la maldad que el Ejército. El Ejército utilizaba cañones y bombas.
¡Una bomba mató a mi madre bendita
!
.
El obispo intentó disuadirle, pero Carlo ya había tomado la decisión.
—Sé prudente, hijo mío —dijo el obispo—. Y recuerda que la Iglesia espera tu regreso.
Los dos años de servicio militar de Carlo fueron espantosos. Había entregado su adolescencia al silencio y la reflexión, pero en el Ejército no había tranquilidad para reflexionar. Ruido interminable. Enormes máquinas por doquier. Ni un momento de paz. Aunque los soldados fueran a misa una vez a la semana en los barracones, Carlo no sentía la presencia de Dios en sus compañeros. Sus mentes eran demasiado caóticas para ver a Dios.
Carlo detestaba su nueva vida y quería volver a casa, pero estaba decidido a llegar hasta el final. Tenía que comprender la maldad. Se negó a disparar un fusil, así que le enseñaron a pilotar helicópteros de servicios médicos. Carlo odiaba el ruido y el olor, pero al menos le dejaban perderse en el cielo, para estar más cerca de su madre. Cuando le informaron de que su entrenamiento de piloto incluía aprender a tirarse en paracaídas, Carlo se quedó aterrorizado, pero no le dejaron otra alternativa.
Dios me protegerá,
se dijo.
El primer salto en paracaídas de Carlo fue la experiencia física más jubilosa de su vida. Era como volar con Dios. No tuvo bastante... El silencio... El flotar... Ver el rostro de su madre en las nubes blancas, mientras se precipitaba hacia la tierra.
Dios tiene planes para ti, Carlo.
Cuando regresó del servicio militar, ingresó en el seminario.
Habían transcurrido veintitrés años.
Mientras Carlo Ventresca bajaba por la Escalera Real, intentó asimilar la cadena de acontecimientos que le habían conducido a esta encrucijada extraordinaria.
Abandona todo temor,
se dijo,
y entrega esta noche al Señor.
Vio la gran puerta de bronce de la Capilla Sixtina, custodiada por cuatro Guardias Suizos. Los guardias abrieron la puerta y empujaron las hojas. Todo el mundo se volvió. El camarlengo contempló las sotanas negras y los fajines rojos que había ante él. Comprendió cuáles eran los planes de Dios. El destino de la Iglesia estaba en sus manos.
El camarlengo se persignó y cruzó el umbral.
El periodista de la BBC Gunther Glick estaba sudando en la camioneta de la cadena, aparcada en el costado este de la plaza de San Pedro, y maldijo a su director. Si bien el primer informe mensual de Glick había estado trufado de superlativos (inventivo, agudo, serio), le habían enviado a la Ciudad del Vaticano para cubrir la elección del nuevo Papa. Recordó que ser corresponsal de la BBC conllevaba mucha más credibilidad que inventar chorradas para el
British Tattler,
pero de todos modos ésta no era la idea que se había forjado de su tarea.
El trabajo de Glick era sencillo.
Insultantemente sencillo.
Tenía que quedarse sentado en la camioneta, a la espera de que una caterva de viejos pedorros escogieran al nuevo pedorro supremo, después tenía que salir y grabar un
spot
«en directo» de quince segundos con el Vaticano como telón de fondo.
Brillante.
Glick no podía creer que la BBC enviara todavía reporteros a cubrir esta basura.
Esta noche no verás reporteros norteamericanos por
aquí. ¡Pues claro que no!
Y todo porque esos tipos se lo montaban bien. Veían la CNN, hacían una sinopsis, y después fumaban su reportaje «en directo» frente a una pantalla azul, y proyectaban en ella imágenes de archivo para que pareciera real. La MSNBC incluso utilizaba máquinas que producían viento y lluvia para dotar de mayor autenticidad a las tomas. Los espectadores ya no querían la verdad; querían diversión.
Glick miró por el parabrisas, más deprimido a cada minuto que pasaba. La imperial Ciudad del Vaticano se alzaba ante él como un tétrico recordatorio de lo que los hombres podían lograr cuando se lo proponía.
—¿Qué he logrado yo en mi vida? —se preguntó en voz alta—. Nada.
—Pues ríndete —dijo una voz femenina detrás de él.
Glick pegó un bote. Casi había olvidado que no estaba solo. Se volvió hacia el asiento trasero, donde su cámara, Chinita Macri, se limpiaba en silencio las gafas. Siempre se estaba limpiando las gafas. Chinita era negra, aunque prefería que la llamaran afroamericana, algo corpulenta y lista como un demonio. Nunca permitía que lo olvidaras. Era una persona extravagante, pero a Glick le gustaba, y le apetecía mucho tener compañía.
—¿Cuál es el problema, Gunth? —preguntó Chinita.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
La mujer siguió limpiando sus gafas.
—Presenciar un acontecimiento emocionante.
—¿Es emocionante un grupo de viejos encerrados a oscuras?
—Sabes que irás al infierno, ¿verdad?
—Ya estoy en él.
—Habla conmigo.
Igualita a su madre.
—Tengo ganas de dejar mi impronta.
—Escribiste para el
British Tattler.
—Sí, pero sin ninguna resonancia.
—Venga ya, oí que escribiste un artículo sensacional sobre la vida sexual secreta de la reina con los alienígenas.
—Gracias.
—Las cosas van mejorando. Esta noche harás tus primeros quince segundos de historia televisiva.
Glick gruñó. Ya imaginaba la frase del presentador de las noticias. «Gracias, Gunther, excelente trabajo.» Luego el presentador pondría los ojos en blanco y hablaría del tiempo.
—Tendría que haber hecho una prueba para presentador.
Macri rió.
—¿Sin experiencia? ¿Y con esa barba? Olvídalo.