Ángeles y Demonios (39 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: Ángeles y Demonios
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—Dispáreme —dijo Macri, asombrada por la audacia de su voz.

—Película —repitió el primero.

¿Dónde demonios está Glick?
Macri dio una patada en el suelo y gritó a pleno pulmón.

—¡Soy cámara oficial de la BBC! ¡En virtud del artículo doce de la Ley de Libertad de Prensa, esta película es propiedad de la British Broadcasting Corporation!

Los hombres no se inmutaron. El de la pistola avanzó un paso hacia ella.

—Soy teniente de la Guardia Suiza, y en virtud de la Doctrina Sagrada que gobierna la propiedad en la que usted se encuentra, será sometida a registro e incautación de su material.

Una multitud había empezado a congregarse a su alrededor.

—No pienso entregarles la película de esta cámara bajo ninguna circunstancia —chilló Macri—, sin antes hablar con mi director en Londres. Les sugiero...

La paciencia de los guardias se agotó. Uno le arrebató la cámara de las manos. El otro la agarró del brazo y la empujó en dirección al Vaticano.


Grazie
—dijo mientras la guiaba entre el gentío.

Macri rezó para que no la registraran y encontraran la cinta. Si podía proteger la película el tiempo suficiente para...

De pronto, sucedió lo impensable. Entre el gentío, alguien empezó a palparla por debajo de la chaqueta. Macri sintió que le arrebatan el vídeo. Giró en redondo, pero se tragó las palabras. Detrás de ella, un Gunther Glick sin aliento le guiñó un ojo y desapareció entre la muchedumbre.

77

Robert Langdon entró tambaleante en el lavabo privado contiguo al despacho del Papa. Se secó la sangre de la cara y los labios. No era su sangre. Era la del cardenal Lamassé, que acababa de morir de una forma horrible en la abarrotada plaza de San Pedro.
Vírgenes sacrificadas en los altares de la ciencia.
Hasta el momento, el hassassin había cumplido su amenaza.

Langdon se sintió impotente cuando se miró en el espejo. Tenía los ojos hundidos, y una incipiente barba despuntaba en sus mejillas. El lavabo era inmaculado y lujoso: mármol negro con complementos de oro, toallas de algodón y jabón de manos perfumado.

Intentó quitarse de la cabeza
,
la marca sanguinolenta que acababa de ver. Aire. La imagen persistió. Había visto tres ambigramas desde que había despertado aquella mañana... y sabía que quedaban dos más.

Al otro lado de la puerta, daba la impresión de que Olivetti, el camarlengo y el capitán Rocher estaban discutiendo qué hacer a continuación. Por lo visto, la búsqueda de la antimateria no había fructificado hasta el momento. O los guardias no habían visto el contenedor, o el asesino se había adentrado en el Vaticano más de lo que el comandante Olivetti deseaba reconocer.

Langdon se secó la cara y las manos. Después se volvió y buscó un urinario. No había urinario. Sólo una taza. Levantó la tapa.

Una oleada de cansancio le invadió. Las emociones que atenazaban su pecho eran numerosas e incongruentes. Fatigado, hambriento y falto de sueño, estaba recorriendo el Sendero de la Iluminación, traumatizado por dos brutales asesinatos. El posible resultado del drama aterrorizaba a Langdon.

Piensa,
se dijo. Tenía la mente en blanco.

Cuando tiró de la cadena, se dio cuenta de algo.
Estoy en el lavabo del Papa,
pensó.
Acabo de mear en el lavabo del Papa.
Se rió.
El
Trono Sagrado.

78

En Londres, una técnico de la BBC sacó una cinta de vídeo de un dispositivo de recepción vía satélite y atravesó a toda prisa la sala de control. Entró como una tromba en el despacho del jefe de redacción, introdujo la cinta en el aparato de vídeo y pulsó el botón de reproducción.

Mientras visionaban la cinta, le contó la conversación que acababa de sostener con Gunther Glick, corresponsal en la Ciudad del Vaticano. Además, los archivos fotográficos de la BBC habían confirmado la identidad de la víctima encontrada en la plaza de San Pedro.

Cuando el jefe de redacción salió de su despacho, agitó una campanilla. Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo.

—¡Directo en cinco minutos! —tronó el hombre—. ¡Que se preparen los corresponsales! ¡Coordinadores de los medios, llamad a vuestros contactos! ¡Vamos a vender un reportaje! ¡Y tenemos las imágenes!

Los coordinadores de ventas agarraron sus rolodexes.

—¿Duración de la filmación? —gritó uno.

—¡Treinta segundos! —contestó el jefe.

—¿Contenido?

—Homicidio en directo.

Los coordinadores se sintieron espoleados.

—¿Tarifa de uso y explotación?

—Un millón de dólares per cápita.

Todas las cabezas se alzaron.

—¿Qué?

—¡Ya me habéis oído! Quiero las mejores. ¡CNN, MSNBC y las tres grandes! Ofreced un pase previo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó alguien—. ¿Han despellejado vivo al primer ministro?

El jefe negó con la cabeza.

—Algo mejor.

En aquel preciso momento, en algún lugar de Roma, el hassassin disfrutaba de un fugaz momento de descanso en una cómoda butaca. Admiró la legendaria estancia en la que se encontraba.
Estoy en la
Iglesia de la Iluminación,
pensó.
La guarida de los Illuminati.
No podía creer que todavía se conservara después de tantos siglos.

Llamó al reportero de la BBC con el que había hablado antes. Había llegado el momento. El mundo aún no había escuchado la noticia más estremecedora de todas.

79

Vittoria Vetra bebió un vaso de agua y se sirvió con aire ausente una pasta de una bandeja que había traído un Guardia Suizo. Sabía que debía comer, pero no tenía apetito. El despacho del Papa estaba lleno a rebosar, y tensas conversaciones resonaban en las paredes. El capitán Rocher, el comandante Olivetti y media docena de guardias analizaban los acontecimientos y debatían el siguiente paso.

Robert Langdon estaba mirando la plaza de San Pedro. Parecía acabado. Vittoria se acercó.

—¿Ideas?

Langdon sacudió la
cabeza.

—¿Una pasta?

Langdon pareció animarse cuando vio comida.

—Pues, sí. Gracias.

Comió con voracidad.

La conversación que tenía lugar a sus espaldas enmudeció de repente cuando dos Guardias Suizos entraron con el camarlengo Ventresca. Si el hombre parecía agotado antes, pensó Vittoria, ahora parecía consumido.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el camarlengo a Olivetti. A juzgar por la expresión del sacerdote, ya debía de saber lo peor.

El informe oficial de Olivetti fue como un parte de bajas en combate. Recitó los hechos con eficiencia.

—El cardenal Ebner fue encontrado muerto en la iglesia de Santa Maria del Popolo, justo después de las ocho de la noche. Fue estrangulado y marcado con el ambigrama de «Tierra». El cardenal Lamassé fue asesinado en la plaza de San Pedro hace diez minutos. Murió a consecuencia de perforaciones en el pecho. Le marcaron con la palabra «Aire», también un ambigrama. El asesino escapó en ambos casos.

El camarlengo cruzó la estancia y se sentó pesadamente ante el escritorio del Papa. Agachó la cabeza.

—No obstante, los cardenales Guidera y Baggia siguen con vida.

El camarlengo alzó la cabeza con expresión contrita.

—¿Es este nuestro consuelo? Dos cardenales han sido asesinados, comandante. Y los otros dos no vivirán mucho más, a menos que los encuentre.

—Los encontraremos —aseguró Olivetti—. No desespero.

—¿No desespera? Sólo hemos cosechado fracasos.

—Eso no es verdad. Hemos perdido dos batallas, signore, pero estamos ganando la guerra. Los Illuminati se proponían convertir esta noche en un circo mediático. Hasta el momento, hemos frustrado su plan. Los cadáveres de ambos cardenales han sido recuperados sin incidentes. Además —continuó Olivetti—, el capitán Rocher me dice que está haciendo grandes progresos en la búsqueda de la antimateria.

El capitán Rocher avanzó con su boina roja. Vittoria pensó que parecía más humano que los demás guardias, severo, pero no tan rígido. Rocher habló con voz conmovida y cristalina como un violín.

—Confío en que localizaré el contenedor antes de una hora, signore.

—Capitán —dijo el camarlengo—, perdone si parezco menos esperanzado, pero tenía la impresión de que un registro del Vaticano nos llevaría mucho más tiempo del que nos queda.

—Un registro minucioso, sí. Sin embargo, tras analizar la situación, confío en que el contenedor de antimateria se halle localizado en una de nuestras zonas blancas, esos sectores del Vaticano accesibles a las visitas públicas, como los museos y la basílica de San Pedro, por ejemplo. Ya hemos cortado la electricidad en esas zonas, y estamos llevando a cabo el registro.

—¿Pretende registrar tan sólo un pequeño porcentaje del Vaticano?

—Sí, signore. Es muy improbable que un intruso hubiera accedido a las zonas interiores del Vaticano. El hecho de que la cámara de seguridad desaparecida fuera robada de una zona de acceso público, la escalera de un museo, implica que el intruso tenía acceso limitado. Por lo tanto, sólo pudo colocar la cámara y la antimateria en otra zona de acceso público. Es en esas zonas donde estamos concentrando nuestra búsqueda.

—Pero el intruso secuestró a cuatro cardenales. Eso implica una infiltración mayor de la que pensábamos.

—No necesariamente. Hemos de recordar que los cardenales pasaron gran parte del día de hoy en los Museos Vaticanos y en la basílica de San Pedro, disfrutando de esos espacios sin multitudes. Es probable que los cardenales fueran raptados en esas zonas.

—Pero ¿cómo los sacaron de la ciudad?

—Aún estamos analizando eso.

—Entiendo. —El camarlengo suspiró y se levantó. Caminó hacia Olivetti—. Comandante, me gustaría escuchar sus planes de evacuación.

—Aún estamos en ello, signore. En el ínterin, confío en que el capitán Rocher encontrará el contenedor.

El capitán dio un taconazo, como si agradeciera el voto de confianza.

—Mis hombres ya han registrado dos tercios de las zonas blancas. Nuestra confianza es elevada.

Dio la impresión de que el camarlengo no compartía aquella confianza.

En aquel momento, el guardia de la cicatriz debajo del ojo entró con una tablilla y un plano. Se encaminó hacia Langdon.

—Señor Langdon, traigo la información que solicitó sobre el
West Ponente.

Langdon engulló la pasta.

—Estupendo. Vamos a echar un vistazo.

Los demás siguieron hablando, mientras Vittoria se acercaba a Langdon y al guardia, que habían desplegado el plano sobre la mesa del Papa.

El soldado señaló la plaza de San Pedro.

—Nosotros estamos aquí. La línea central del aliento del
West Ponente
apunta al este, alejándose del Vaticano. —El guardia siguió la línea con el dedo, desde la plaza de San Pedro, cruzando el río Tíber, hasta el corazón de la Roma antigua—. Como verá, la línea atraviesa casi toda Roma. Hay unas veinte iglesias católicas cercanas a la línea.

Langdon se derrumbó.


¿Veinte?

—Tal vez más.

—¿La línea pasa por alguna?

—Algunas parecen más cercanas que otras —dijo el guardia—, pero trasladar la orientación exacta del
Poniente
a un plano deja un margen de error.

Langdon miró un momento la plaza de San Pedro. Después frunció el ceño y se acarició la barbilla.

—¿Alguna de esas iglesias conserva obras de Bernini relacionadas con el Fuego?

Silencio.

—¿Hay alguna iglesia que esté cerca de un obelisco? —insistió.

El guardia empezó a examinar el plano.

Vittoria vio un destello de esperanza en los ojos de Langdon, y cayó en la cuenta de lo que estaba pensando.
¡Tiene razón!
Los primeros dos indicadores habían estado localizados en plazas que tenían obeliscos, o cerca. ¿Constituían una constante los obeliscos? ¿El Sendero de los Illuminati estaba indicado por pirámides? Cuanto más lo pensaba Vittoria, más perfecto le parecía... Cuatro faros que se alzaban sobre Roma indicaban los altares de la ciencia.

—Es una posibilidad muy remota —dijo Langdon—, pero sé que muchos obeliscos de Roma fueron erigidos o trasladados de lugar durante la época de Bernini. No cabe duda de que estuvo implicado en su emplazamiento.

—Tal vez situó sus indicadores cerca de obeliscos ya existentes —dijo Vittoria.

Langdon asintió.

—Cierto.

—Malas noticias —dijo el guardia—. No hay obeliscos en la línea. —Pasó el dedo sobre el mapa—. Ni cerca. Nada.

Langdon suspiró.

Las esperanzas de Vittoria se derrumbaron. Había pensado que era una idea prometedora. Por lo visto, no iba a ser tan fácil como habían esperado. Intentó ser positiva.

—Piensa, Robert. Tienes que conocer una estatua de Bernini relacionada con el
Fuego.

—He estado pensando, créeme. Bernini fue increíblemente prolífico. Cientos de obras. Confiaba en que el
West Ponente
señalaría a una sola iglesia. Algo que me sonara.


Fuoco
—insistió la joven—. Fuego. ¿Ninguna obra de Bernini te viene a la cabeza?

Langdon se encogió de hombros.

—Existen sus famosos bocetos de
Fuegos artificiales,
pero no hay escultura, y están en Leipzig, Alemania.

Vittoria frunció el ceño.

—¿Estás seguro de que el aliento es lo que indica la dirección?

—Ya has visto el bajorrelieve, Vittoria. El diseño era totalmente simétrico. La única indicación de la orientación era el aliento.

Vittoria sabía que tenía razón.

—Además —añadió Langdon—, puesto que el
West Ponente
representa el «Aire», seguir el aliento parece muy apropiado desde un punto de vista simbólico.

Vittoria asintió.
Así que seguimos el aliento. Pero ¿adónde?

Olivetti se acercó.

—¿Han descubierto algo?

—Demasiadas iglesias —dijo el soldado—. Dos docenas, más o menos. Supongo que podríamos destinar cuatro hombres a cada iglesia...

—Olvídelo —dijo Olivetti—. Este tipo nos ha burlado en dos ocasiones, y eso que sabíamos dónde iba a estar. Una operación de vigilancia masiva significa dejar el Vaticano desprotegido y suspender el registro.

—Necesitamos un catálogo —dijo Vittoria—. Un índice de obras de Bernini. Si podemos echar un vistazo a los títulos, tal vez algo nos ilumine.

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