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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (45 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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—¡Qué sorpresa! —se burló Safo—. Los galos no os lleváis nada bien entre vosotros, ¿verdad?

El guía sonrió divertido.

—No demasiado, señor. Siempre tenemos algo por lo que pelearnos.

—Seguro que sí —dijo Safo irónico mirando a ambos lados—. Fila delantera, ¡alzad los escudos! Primera y segunda fila, ¡preparad las lanzas!

Se oyó el sonido de las lanzas de madera chocando entre sí mientras los lanceros obedecían la orden. Al cabo de un momento, la falange era una sólida pared de escudos superpuestos, por encima de cuyos bordes sobresalían los extremos de las lanzas como un bosque de erizos de mar.

Alarmados, los guerreros se detuvieron.

Safo esbozó una media sonrisa.

—Diles que si vienen en son de paz, no tienen nada que temer.

—Sí, señor. —El guía soltó unas palabras en galo.

Hubo una breve pausa y los voconcios continuaron caminando. Cuando estuvieron a unos veinte pasos, Safo levantó la mano.

—Ya están lo bastante cerca.

El líder tradujo sus palabras y los galos se detuvieron obedientemente.

—Pregúntales qué quieren —ordenó Safo con la atención puesta en el hombre que respondía a las preguntas del guía. Una fina cota de malla cubría el amplio torso de este guerrero de mediana edad, y tres collares de oro delataban su riqueza y posición, pero Safo desconfiaba de su mirada estrábica y lasciva.

—Han oído hablar de la envergadura de nuestro ejército y de nuestras victorias contra los alóbroges, señor, y desean ofrecernos su amistad —explicó el guía—. Desean guiarnos por su territorio, a través de un paso más fácil por los Alpes.

—¡Qué amables! —contestó Safo mordaz—. ¿Y por qué, en nombre de Melcart, deberíamos creerles?

El guerrero estrábico esbozó una leve sonrisa mientras el guía traducía sus palabras. Acto seguido, hizo un gesto con la mano y varias vaquillas bien alimentadas aparecieron a la vista.

—Al parecer, tienen cien vaquillas como estas para nosotros, señor.

Safo disimuló su alegría al ver tanta carne fresca, que sería más que bienvenida.

—No nos servirán de mucho si los voconcios nos las roban después. Aníbal necesita una garantía mejor que esta. ¿Cómo pueden asegurarnos estos rufianes que el paso por la montaña será seguro?

Acto seguido, la mitad de los galos dieron un paso adelante. Entre ellos destacaba un joven guerrero de cara ancha, coletas rubias y refinadas armas que parecía visiblemente contrariado. El jefe de la delegación ofreció la explicación pertinente.

—Al parecer, este joven es el hijo pequeño del jefe de la tribu, señor, y el resto son guerreros de alto rango —tradujo el guía—. Serán nuestros rehenes.

—Esto ya me gusta más —comentó Safo volviéndose hacia el oficial de su falange que tenía más próximo—. Ve a buscar al general y explícale lo sucedido. Creo que querrá oír en persona lo que tienen que ofrecernos.

El oficial se apresuró a cumplir la orden. Mientras tanto, Safo continuó escudriñando las alturas. El hecho de que los galos fueran desarmados no le consolaba. De hecho, su instinto le decía que los voconcios eran tan fiables como un nido de víboras.

Aníbal no tardó en aparecer. Si el general no marchaba cerca de la cabeza de las tropas, se encontraba en la retaguardia, pero hoy era el primer caso. A Safo le halagó que no le acompañara ninguno de sus oficiales superiores.

—¡Señor! —saludó Safo.

—Safo. —Aníbal se puso a su lado—. Así que esta es la delegación de los voconcios, ¿no?

—Sí, señor —respondió Safo—. Ese cabrón de expresión furtiva es el líder.

—Dime lo que te han contado —le ordenó Aníbal mientras observaba a los guerreros.

Safo le puso al día y Aníbal se frotó la barbilla.

—Cien vaquillas y diez rehenes, además de los guías que se quedarán con nosotros. No es una mala oferta, ¿no?

—No, señor.

—Sin embargo no pareces contento —comentó Aníbal astuto—. ¿Por qué?

—¿Qué les impide volver a robarnos el ganado después, señor? —respondió Safo—. ¿Y quién nos dice que los rehenes no son unos campesinos a los que el jefe de los voconcios ni siquiera echará de menos si son ejecutados?

—¿Crees que debo rechazar su oferta?

A Safo le dio un vuelco el corazón. Si daba una respuesta incorrecta, seguramente Aníbal no le pediría que volviera a liderar el ejército, pero si su respuesta era correcta, sería tenido en mejor estima por el general. Safo deseaba desesperadamente que aquello pasara.

—No tiene sentido, señor.

—¿Por qué no? —inquirió Aníbal.

Safo miró al general a los ojos.

—Porque si lo hiciera, tendríamos que abrirnos camino a la fuerza a través de su territorio, señor. Sin embargo, si les seguimos el juego, podremos anticipar cualquier posible ataque y continuar la marcha sin problemas. Si al final resulta que son de fiar, mucho mejor. Y, si no, al menos lo habremos intentado.

Aníbal no respondió en el acto y Safo empezó a temer haber dicho algo incorrecto. Cuando estaba a punto de retractarse, el general habló.

—Me gusta tu manera de pensar, Safo, hijo de Malchus. Es más fácil evitar pisar una serpiente a la que estás vigilando que encontrar una entre mil piedras. No obstante, sería insensato no tomar las medidas necesarias para evitar un desastre. Las provisiones y la caballería deben estar justo detrás de la cabeza del ejército, ya que son los que pueden quedar cortados más fácilmente.

«Y eso no puede suceder si están en las primeras filas», pensó Safo.

—Sí, señor —respondió, intentando disimular la decepción que sentía por el hecho de que Aníbal fuera a tomar el liderazgo. Por lo menos había podido liderar el ejército durante unos días.

Sin embargo, Aníbal le dio una grata sorpresa.

—Seguiremos necesitando a la infantería en cabeza. Por ahora has hecho un trabajo excelente, así que me gustaría que continuaras en tu puesto.

Safo sonrió.

—¡Gracias, señor!

—También quiero que te ocupes de los rehenes. A la menor señal de traición, ya sabes lo que tienes que hacer.

—Los torturaré y crucificaré a la vista de todos sus compatriotas, señor.

—Perfecto. Haz lo que creas conveniente —dijo Aníbal dándole una palmada en el brazo—. Enviaré a la caballería contigo de inmediato. Reinicia la marcha en cuanto lleguen.

—¿Y qué hacemos con las mulas, señor?

—Será muy difícil traerlas hasta aquí en estos momentos. Mantendremos los dedos cruzados durante el día de hoy y lo haremos mañana.

—Sí, señor. Gracias, señor. —Encantado, Safo observó a su general mientras se alejaba. El paso por las montañas estaba resultando mucho más gratificante de lo que había imaginado.

Durante dos días, los voconcios guiaron a Safo por sus tierras. La caballería y la caravana de las provisiones les siguieron lentamente y, detrás de ellos, el resto del ejército. A pesar de que no habían sufrido ningún ataque, Safo seguía desconfiando de los galos. Y su desconfianza aumentó la mañana del tercer día, cuando tomaron un camino por un valle mucho más angosto que el anterior, donde apenas había espacio suficiente para los pinos que crecían por doquier en las laderas empinadas. Safo detuvo a los soldados y llamó al guerrero estrábico.

—¿Por qué no hemos seguido por el otro camino? —preguntó Safo señalando el sendero de la derecha que continuaba a lo lejos—. Es más ancho y el terreno es más llano.

El guía tradujo sus palabras.

El guerrero galo comenzó a dar una larga explicación mientras señalaba y gesticulaba sin cesar.

—Al parecer, ese camino acaba en un barranco a unos ocho kilómetros de aquí, señor. Si seguimos por allí, al final tendremos que dar media vuelta y tomar este camino. Sin embargo, este sendero estrecho va ascendiendo gradualmente hasta finalizar en el paso más bajo de la zona.

Safo lanzó una mirada de odio al guerrero, que simplemente se encogió de hombros mientras le miraba con uno de sus ojos y, con el otro, contemplaba el cielo. A Safo le ponía muy nervioso su mirada, que además no le permitía dilucidar si mentía. Al final, Safo tomó la decisión por sí solo, puesto que enviar a un mensajero para consultarlo con Aníbal, que estaba en la retaguardia, implicaría un retraso de unas tres horas o más.

—De acuerdo —aceptó a regañadientes—. Haremos lo que él propone, pero dile que si nos engaña, será el primero en morir. A Safo le complació ver que el galo tragaba nervioso mientras le traducían su amenaza, si bien es cierto que después les guio con aire confiado por el camino, lo cual alivió ligeramente las sospechas de Safo.

Sin embargo, pronto volvió a sentirse inquieto, y no por el terreno pedregoso e irregular, que tampoco difería tanto del de otros caminos que habían recorrido por los Alpes. Lo que le angustiaban eran las enormes paredes de roca que les constreñían a ambos lados, unas paredes interminables que jamás se ensanchaban y que le provocaban una profunda sensación de claustrofobia. Desconocía la altura de las montañas, pero eran lo bastante elevadas para reducir considerablemente la luz sobre el valle. Safo no era el único al que le desagradaba la situación: sus hombres susurraban inquietos y las mulas se mostraban nerviosas; además, muchos de los jinetes tuvieron que descabalgar para obligar a los caballos a seguir adelante.

Safo apretó la mandíbula. Había sido él quien había elegido este camino para el ejército y, con una columna de dieciséis kilómetros a sus espaldas, no podía dar marcha atrás. No tenían más remedio que continuar pero, por si acaso, preparó la espada para desenvainarla rápido y permaneció cerca del guerrero estrábico. Si sucedía cualquier cosa, cumpliría su amenaza.

Afortunadamente, fueron avanzando a lo largo de toda la mañana de forma lenta, pero segura. Los ánimos de los hombres mejoraron e incluso los animales parecieron acostumbrarse a las limitaciones del espacio. De todos modos, Safo permaneció alerta, siempre atento a las alturas en busca de movimiento, sin pensar en el dolor de nuca que le producía mirar hacia arriba constantemente.

Lo que le llamó la atención no fue ningún movimiento, sino un sonido, pues pasó de oír los sonidos de siempre que le rodeaban desde que partieron de Cartago Nova, tales como los soldados hablando entre sí, la ocasional risa o maldición, los oficiales vociferando órdenes, el crujido de la piel y el tintineo de los arneses, la tos profunda de quienes sufrían problemas respiratorios, el sonido de los hombres escupiendo, los rebuznos de las mulas y los relinchos de los caballos, a oír un sonido estridente que le hizo estremecerse de forma instintiva. Era el sonido de una roca rascando a otra roca. Safo se temió lo peor y miró hacia arriba.

Al principio no vio nada, pero pronto vislumbró el borde irregular de una roca en el barranco. Aterrado, Safo se llevó la mano a la boca y gritó:

—¡Nos están atacando! ¡Alzad los escudos! ¡Alzad los escudos! —gritó mientras buscaba desesperadamente al guerrero estrábico.

Mientras el aire se llenaba de gritos de pánico, Safo descubrió que el galo se había abierto paso hasta sus compañeros, a los que instaba a seguirle.

—¡Maldito traidor bastardo! —le increpó Safo desenvainando la espada, pero era demasiado tarde.

Enfurecido, vio desaparecer a los voconcios en el interior de la grieta de una roca que se encontraba a una veintena de pasos de donde estaba él. Safo los maldijo con todo su ser, pero debía quedarse donde estaba y hacer lo que pudiera por sus hombres; eso si no moría antes en el intento. Una cosa sí tenía clara: si alguno de los rehenes sobrevivía, moriría en cuanto lo viera.

De pronto se oyó un ruido espantoso y Safo volvió a dirigir la vista a lo alto del barranco. Era un ruido aterrador, amplificado miles de veces por las estrechas paredes del valle. Asustado, vio al enemigo empujar varias rocas del tamaño de un caballo ladera abajo. Las rocas retumbaban mientras rodaban a una velocidad vertiginosa por las empinadas paredes. Sintió una mezcla de alivio y horror al percatarse de que ninguna le caería encima. Los soldados que se encontraban en la trayectoria de las rocas comenzaron a chillar desesperados, pero no pudo hacer nada, sino contemplar cómo la muerte rodaba inexorable hacia ellos. Sus alaridos reflejaban su pavor e impotencia. Horrorizado, Safo era incapaz de apartar los ojos de las rocas que iban cayendo en picado. Cuando por fin alcanzaron a sus víctimas con un golpe ensordecedor y las acallaron para siempre, Safo notó la bilis en la boca.

El suplicio todavía no había llegado a su fin. En otro punto del barranco, justo encima de la caballería y la caravana de las provisiones, Safo vislumbró más rocas que eran empujadas ladera abajo y gimió. Tampoco podía hacer nada por esos hombres y animales. Respiró hondo. Lo mejor que podía hacer era ocuparse de los heridos, al menos a ellos todavía podía prestarles ayuda.

Los gritos de guerra del enemigo llegaron a sus oídos antes de que pudiera hacer nada. Para su gran ira, varias hileras de voconcios salieron de la grieta en la que se habían desvanecido sus guías, así como de una grieta contigua. Safo sintió que la rabia se apoderaba de él. Reconoció entre ellos al hombre estrábico y al resto de los guías. Levantó la lanza y gritó con furia:

—¡Ojos al frente! ¡Ataque enemigo!

Sus soldados respondieron con prontitud.

—¡Levantad los escudos! ¡Preparad las lanzas!

Por los gritos que oía a su espalda, dedujo que la columna también estaba siendo atacada en otros puntos.

—¡Cinco filas atrás! ¡Dad la vuelta! —chilló—. ¡Avanzad hacia el enemigo! ¡Atacadles a discreción!

A continuación, Safo se dio media vuelta para enfrentarse a los voconcios, que se acercaban rápidos con las armas alzadas. Safo apuntó con su lanza al guerrero estrábico.

—¡Eres hombre muerto, apestoso hijo de puta!

Recibió un gruñido por respuesta y, para su gran desesperación, no consiguió acercarse a él. La estructura rígida de la falange no le permitía moverse de su posición, y el guerrero se acercaba a sus filas desde otro lado. Safo tuvo que olvidarse de él en el momento en que la espada de un galo de poblada barba roja se le acercó de cara. En lugar de protegerse bajo el escudo y arriesgarse a perder de vista al enemigo, Safo movió la cabeza a un lado y la hoja de la espada le pasó junto a la oreja izquierda. Safo se inclinó hacia delante con la lanza y sintió que se deslizaba entre dos costillas y se hundía en el pecho desprotegido de su oponente. Dado que no tenía ninguna posibilidad de recuperar la lanza del cuerpo moribundo, Safo desenvainó la espada. El guerrero se desplomó al suelo con una expresión de incredulidad y fue sustituido por otro de inmediato.

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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