Su segundo atacante era un hombre que parecía un toro, con el cuello grueso y unos brazos enormes y tremendamente musculados. Para su gran sorpresa, la punta triangular de su lanza le atravesó la superficie de bronce y piel del escudo y le golpeó la coraza. Safo se dobló ante la oleada de dolor que se apoderó de su vientre, retrocedió varios pasos y soltó la espada. Por suerte, el soldado que estaba detrás de él pudo inclinarse hacia delante y evitar que cayera. Atascada en el escudo de Safo, el arma del galo era inservible, pero en un abrir y cerrar de ojos sacó una daga y se le abalanzó al cuello. Desesperado, Safo echó la cabeza hacia atrás mientras el enemigo le atacaba sin cesar. Era muy consciente de que en cualquier momento la afilada hoja de la daga podía cortarle el cuello.
Sintió un gran alivio cuando una lanza entró por un lado del cuello del guerrero y salió por el otro con la punta teñida de color escarlata. De la boca del voconcio surgió un terrible sonido entrecortado y un borbotón de sangre roja le salpicó el escudo y los pies. La lanza fue retirada y el guerrero cayó sobre el primer oponente de Safo.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Safo.
Jamás había visto la muerte tan cerca. Safo se volvió hacia su salvador.
—¡Gracias!
—¡De nada! ¿Está usted bien, capitán? —Le sonrió el lancero, un joven con los dientes separados.
Safo tocó la gran abolladura en el borde inferior de la coraza y palpó la zona con un gesto de dolor. Cuando retiró la mano, se alegró de ver que no había sangre.
—Eso parece —respondió aliviado.
Safo se agachó para recoger la espada y, al volver la vista hacia la lucha, le satisfizo ver que la sólida pared de escudos de su falange había repelido el ataque de los voconcios. No le sorprendió. A pesar de la pérdida de algunos de sus hombres, se necesitaba mucho más que el ataque desorganizado de unos nativos para acabar con ellos. Había llegado el momento de lanzar un contrataque, pensó Safo, pero perdió la razón cuando divisó al guerrero estrábico a menos de veinte pasos de él que se agachaba para matar a un libio herido mientras se daba a la fuga. Safo soltó su escudo inservible y dio un salto adelante. Su deseo de matar al galo traidor le dio alas en los pies y cubrió una tercera parte de la distancia que les separaba antes de que el enemigo le descubriera. Cuando por fin lo vio, huyó corriendo, al igual que sus compañeros.
—¡Vuelve, cobarde de mierda! —le increpó Safo, sin percatarse de que le seguían las primeras filas de su falange.
Safo comenzó a correr muy rápido, consciente de que si el galo llegaba hasta la grieta en la roca ya no podría atraparle, pero el guerrero parecía volar. Era imposible alcanzarle. Sin embargo, en ese momento el destino intercedió a favor de Safo y el voconcio tropezó con una piedra, se tambaleó y cayó sobre una rodilla. Safo se abalanzó sobre él como un perro sobre una rata, pero en lugar de matarle, le golpeó la nuca con la empuñadura de la espada. Y, al incorporarse, tuvo tiempo de herir en el brazo a otro guerrero que pasó corriendo por su lado. Con un grito de dolor, el galo herido se internó en la grieta de la roca y desapareció de la vista.
—¡No entréis allí! —ordenó Safo a sus lanceros cuando se acercaron a la roca—. Es una trampa mortal.
Los soldados obedecieron a regañadientes.
—Quiero a veinte hombres apostados aquí para asegurarme de que no intentan contraatacar —les dijo Safo. Propinó una patada al guerrero estrábico, que gimió de dolor—. Que alguien se lleve a esta escoria. Buscad a sus compatriotas y atad a todos los que estén vivos.
—¿Qué vamos a hacer con ellos, señor? —preguntó un oficial.
—Ya veremos —respondió Safo con una sonrisa malévola—, pero antes tenemos que ver lo que pasa allí detrás.
Cuando llegaron a las últimas filas de la falange, el enemigo ya no estaba y en el suelo se encontraban los cuerpos de unos quince voconcios, pero de poco consuelo le sirvió a Safo, ya que al menos cincuenta cartagineses habían resultado heridos de gravedad o habían muerto aplastados en ese pequeño trecho y, justo detrás, se había perdido el mismo número de mulas y caballos. La tierra estaba cubierta de sangre y los cuerpos aplastados de hombres y animales yacían por doquier. Los gritos de los heridos, sobre todo los de quienes habían quedado atrapados por las rocas, eran desgarradores. Safo cerró los oídos a su dolor y se dedicó a enterarse de lo ocurrido. Los oficiales le informaron de la situación, entre ellos Bostar.
Un elefante asustado por las rocas había provocado la muerte de tres hombres tras golpearles con la trompa y causado innumerables estragos en la columna al tratar de huir hacia atrás. Por fortuna, los
mahouts
habían logrado mantener tranquilos al resto de sus compañeros. Lo peor fue descubrir que los voconcios habían robado decenas de mulas y que se las habían llevado montaña arriba por los mismos senderos por los que habían lanzado su ataque. También habían tomado algunos prisioneros, pero Safo sabía que no tenía sentido perseguir a los asaltantes. Continuar avanzando era mucho más importante que tratar de salvar a un puñado de soldados desafortunados. En cuanto hubieran apartado del camino a los muertos y las rocas, la columna debía reanudar la marcha, pero antes Safo tenía una tarea pendiente.
Se acercó al lugar donde estaban los prisioneros galos que, contando a los diez rehenes, sumaban veintidós en total. Los prisioneros estaban sentados juntos y rodeados por un círculo de lanceros. El único que no parecía tener miedo era el guerrero estrábico, que escupió a Safo cuando se le acercó.
—¿Los ejecutamos, señor? —preguntó un oficial con entusiasmo.
Los libios también expresaron su aprobación.
—No —respondió Safo haciendo caso omiso de la sorpresa de sus hombres—. Diles que, a pesar de la traición de sus compatriotas, no morirán —ordenó al intérprete. Safo observó con satisfacción el alivio que se dibujaba en el rostro de algunos de los guerreros mientras sus palabras eran traducidas, y disfrutó de su poder.
—¡Piénselo bien, señor! —le rogó un oficial—. No puede dejarles sin castigo. Recuerde las bajas que han causado.
Safo hizo una mueca.
—¿Acaso he dicho que no serían castigados?
—No, señor —respondió el oficial confuso.
—Haremos con ellos lo que han hecho con nosotros —declaró Safo—. No traduzcas eso —ordenó al intérprete—. Quiero que miren y se pregunten lo que va a pasar.
—¿Qué quiere que hagamos, señor?
—Atad a estos sacos de mierda en fila y, después, id a buscar a un elefante para que levante unas rocas grandes, tan grandes que sean imposibles de mover.
Una sonrisa lenta se dibujó en el rostro del oficial.
—¿Para aplastarles la cabeza, señor?
—No —le reprobó Safo—. No los vamos a matar, ¿recuerdas? Quiero que las rocas les caigan encima de las piernas.
—¿Y después, señor?
Safo se encogió de hombros con expresión cruel.
—Nos limitaremos a dejarlos a su suerte.
El oficial sonrió.
—Ya habrá oscurecido cuando regresen sus putos compatriotas. Para entonces estarán suplicando que les maten, señor.
—Exacto. Quizás así sus compañeros se lo piensen dos veces antes de atacarnos de nuevo. —Safo dio una palmada—. ¡Manos a la obra!
Safo observó cómo los prisioneros eran obligados a tumbarse sobre un saliente de la roca y se aseguró de que el guerrero estrábico fuera el último de la fila. Tuvieron que aguardar brevemente a que apareciera el elefante. Safo esperó con el intérprete junto al primero de los prisioneros, que le miraba con ojos aterrados.
Cuando llegó el elefante, Safo se dirigió a su
mahout.
—¿Puedes mover esa roca de allí? —preguntó señalando la roca en cuestión.
—Sí, señor. ¿Dónde la quiere?
—Sobre las piernas de estos hombres, pero no deben morir.
El
mahout
lo miró sorprendido.
—Sí, creo que es posible, señor.
—Adelante, pues.
—Señor. —El
mahout
se inclinó hacia delante para hablar en la enorme oreja de su montura antes de darle unos golpes suaves con un bastón. El elefante agarró la roca que había indicado Safo. Hubo un momento de silencio hasta que empezó a moverla con la trompa. El
mahout
le susurró otra orden al oído y el elefante apoyó toda la cabeza sobre la roca para evitar tomar velocidad. Poco a poco, el animal se volvió hacia los prisioneros controlando su carga por la ligera pendiente. Cuando se dieron cuenta de lo que iba a suceder, los voconcios comenzaron a gritar de miedo.
Safo se rio y escudriñó las alturas. Tuvo la impresión de que había movimiento y gritó:
—¡Sí, cabrones! ¡Mirad! Vamos a pagar a vuestros amigos con la misma moneda.
El
mahout
detuvo al elefante a unos pasos de los prisioneros y dirigió una mirada inquisitiva a Safo.
—Hazlo.
El
mahout
murmuró unas palabras al oído del elefante y dejó caer la roca sobre las piernas de los tres primeros guerreros. Sus aullidos de dolor cortaron el aire y fueron recibidos con vítores de alegría por los centenares de soldados que contemplaban
la escena. Para ellos era la justa venganza por la muerte de sus compañeros. Mientras tanto, el resto de los prisioneros luchaba en vano por liberarse de las cuerdas, que estaban clavadas en el suelo.
—Diles que este es el castigo de Aníbal por habernos traicionado —espetó Safo furioso.
Con el rostro pálido, el intérprete hizo lo que se le pedía. Los prisioneros farfullaron sus respuestas aterrados.
—Algunos dicen que no sabían que íbamos a ser atacados —tradujo.
—¡Ja! Son unos mentirosos, o unos idiotas. ¡O ambas cosas!
—Le piden que los mate.
—De ninguna de las maneras. —Safo hizo un gesto al
mahout—
. Hazlo otra vez, no pares.
El elefante fue soltando roca tras roca y aplastando las piernas de todos los prisioneros hasta que solo le quedó uno. Cuando ya había soltado la última roca, Safo ordenó al
mahout
que esperara y chascó los dedos para que el intérprete le siguiera hasta el lugar donde yacía el guerrero estrábico. Con la cara roja de rabia, el galo empezó a soltar una retahíla de insultos.
—No te molestes —dijo Safo al intérprete cuando empezó a traducir—. Ya sé lo que está diciendo. Dile que este es el castigo por su engaño y que un cobarde como él nunca entrará en el paraíso de los guerreros, y que su alma vagará por el infierno toda la eternidad. —Safo se dirigió entonces al
mahout
—: Cuando haya acabado el intérprete, suelta la piedra.
El cuidador del elefante asintió.
—¡Por todos los dioses! ¡Qué está pasando aquí! —La voz de Bostar retumbó por encima de la cacofonía de gritos que resonaban en el estrecho paso de montaña.
El intérprete dejo de hablar y el
mahout
permaneció inmóvil. Furioso, Safo dio media vuelta y se encontró con su hermano, que lo contemplaba con expresión escandalizada y le respondió en tono burlón:
—¿Qué te parece que estoy haciendo? Estoy castigando a estos inútiles hijos de puta.
Bostar torció el gesto.
—¿No se te ha ocurrido otra manera más cruel de matarlos?
—Varias, de hecho —respondió Safo amablemente—, pero requerían demasiado tiempo. Este método es rudimentario, pero efectivo. Además, de esta manera mandamos un mensaje inequívoco al resto de los piojosos y sifilíticos voconcios. Así sabrán que meterse con nosotros acarrea graves consecuencias.
—¡Creo que ya ha quedado claro! —exclamó Bostar señalando la fila de hombres que gritaban—. ¿Por qué no les cortas el cuello y acabas de una vez?
—Porque este —dijo Safo dándole una patada en la cabeza al guerrero estrábico— es el líder y lo he reservado para el final, para que pueda ver sufrir a sus compañeros y contemplar el destino que le aguarda.
Bostar retrocedió un paso.
—Estás enfermo —le espetó—. ¡Te ordeno que detengas esta atrocidad!
—Quizá seas mi superior, hermano, pero Aníbal ha dejado en mis manos, no en las tuyas, la cabeza del ejército —replicó Safo en voz alta—. Y estoy seguro de que a nuestro general le encantará saber por qué contraviniste sus órdenes.
—¿Aníbal te ha ordenado que mates así a los prisioneros? —inquirió Bostar incrédulo.
—Me dijo que hiciera lo que creyera conveniente —gruñó Safo—. Y eso es justo lo que estoy haciendo. Y, ahora, ¡apártate!
Safo observó encantado cómo Bostar obedecía cabizbajo y echó un último vistazo al guerrero estrábico, que intentó escupirle de nuevo. De repente, Safo tuvo un golpe de inspiración y sacó el puñal. Acto seguido, se arrodilló, introdujo la punta del puñal en la cuenca del ojo derecho del guerrero y le arrancó el ojo. Su víctima emitió un alarido de dolor y su coraje desapareció al instante. Safo se limpió las manos en la túnica del guerrero y se incorporó.
—Dile que le dejo el otro ojo para que pueda ver pasar al ejército más poderoso del mundo. Díselo —ordenó al intérprete y, dirigiéndose a su hermano, le dijo—: Mira y aprende, hermanito, así es como hay que tratar a los enemigos de Cartago.
Sin esperar respuesta, Safo hizo un gesto al
mahout
con la cabeza:
—Acaba.
Impotente, Bostar se marchó. No quería seguir mirando, pero por desgracia no pudo evitar oír los gritos de los prisioneros. ¿Qué le había pasado a su hermano mayor? ¿En qué se había convertido?, se preguntó. ¿Por qué tuvo que ser Hanno quien desapareciera en el mar?
Por primera vez, Bostar se permitió albergar ese pensamiento sin sentirse culpable.
Los viajes
Evidentemente, la Vía Apia, la carretera principal de Roma, salía directamente de Capua, pero como Quintus no deseaba entrar en la ciudad, rodeó la finca de su padre y tomó un camino que cruzaba campo a través varias aldeas e innumerables fincas y que desembocaba en la carretera a unos kilómetros hacia el norte.
Quintus iba a caballo y, como su supuesto esclavo, Hanno montaba una mula irritable que, además, llevaba las provisiones. Durante la primera hora viajaron en silencio; ambos tenían muchas cosas en las que pensar.
Quintus estaba convencido de que encontraría a su padre. Aunque le entristecía haber tenido que dejar a Aurelia, el mundo era así, y seguro que su madre cuidaría bien de ella, pero Quintus se sentía intranquilo por otro asunto. Una vez cumplido el objetivo del viaje —encontrar a su padre—, Hanno se alistaría en las fuerzas cartaginesas, por lo que ¿significaba eso que ya eran enemigos? Inquieto, Quintus trató de no pensar en ello.