Aníbal. Enemigo de Roma (27 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Hanno tenía que servir a la familia tres veces al día durante las comidas. Como es natural, no se le permitía comer con ellos. Veía a Aurelia y a Quintus a diario de la mañana a la noche pero no podía hablar con ellos a no ser que estuvieran solos. Incluso entonces, las conversaciones eran apresuradas. Era muy distinto de los momentos que habían pasado juntos en el bosque. A pesar de la distancia obligada entre ellos, para Hanno supuso un alivio ver que el ambiente de camaradería palpable que había surgido recientemente no se había esfumado. Los guiños ocasionales de Quintus y las sonrisas tímidas de Aurelia animaban sus días. También agradecía la cercanía de Elira, cuya esterilla estaba apenas a veinte pasos de la suya en el suelo del
atrium
, y a quien no osaba abordar. Hanno sabía que tenía que estar agradecido por el destino que le había tocado. Las veces en que él y Agesandros se encontraban cara a cara resultaba evidente que el siciliano no le deseaba nada bueno.

—¡Padre! —La voz alegre de Aurelia resonó desde el patio—. ¡Has vuelto!

Curioso como pocos, Hanno siguió a los demás esclavos de la cocina hasta la puerta. No se esperaba la llegada de Fabricius hasta al cabo de dos semanas por lo menos.

Ataviado con una túnica con cinturón y sandalias, Fabricius estaba de pie junto a la fuente principal. Una amplia sonrisa le arrugó la cara al ver que Aurelia corría hacia él.

—Estoy sucio —le advirtió—. Estoy lleno de polvo por el viaje.

—¡Me da igual! —Ella lo rodeó con los brazos—. ¡Cuánto me alegro de verte!

Él le dio un cariñoso abrazo.

—Yo también te he echado de menos.

Hanno sintió una punzada de tristeza por su situación pero no se permitió regodearse en ella.

—Esposo. Doy gracias a los dioses por tu regreso sano y salvo. —Atia se unió a su marido e hija con una sonrisa sosegada. Aurelia se apartó para permitir que Fabricius diera un beso en la mejilla a su esposa. Se miraron complacidos, lo cual era muy significativo—. Debes de estar sediento.

—Tengo la garganta tan seca como el lecho de un río en el desierto —respondió Fabricius.

Atia dirigió la mirada a la puerta de la cocina y a la manada de esclavos que los observaban. Hanno fue en quien se fijó primero.

—¡Trae vino! Y el resto volved al trabajo.

El umbral de la puerta se vació de inmediato. Los esclavos sabían que no debían contrariar a Atia, que gobernaba el hogar con guante de seda pero mano férrea. Rápidamente, Hanno cogió cuatro de las mejores copas del estante y las colocó en una bandeja. Julius, el amable esclavo encargado de la cocina, ya había ido a buscar un ánfora. Hanno le observó diluyendo el vino al estilo romano, con cuatro partes de agua por una de vino.

—Aquí tienes —musitó Julius cuando depositó una jarra llena en la bandeja—. Sal antes de que vuelva a llamar.

Hanno se apresuró a obedecer. Estaba ansioso por saber qué había provocado el regreso anticipado de Fabricius. Aguzando el oído, llevó la bandeja a la familia, a la que se acababa de incorporar Quintus.

Quintus sonrió de oreja a oreja antes de recordar que ya era un hombre.

—Padre —dijo con solemnidad—. Me alegro de verte.

Fabricius pellizcó a su hijo en la mejilla.

—Estás más alto.

Quintus se sonrojó. Para disimular su vergüenza, se giró con aire expectante hacia Hanno.

—Venga. Llénanos las copas.

Hanno se puso tenso al oír la orden pero obedeció. Se paró ante la cuarta copa y miró a Atia.

—Sí, sí, sírvele una también a Aurelia. Ya es prácticamente una mujer.

La expresión feliz de Aurelia se desvaneció.

—¿Me has encontrado marido? —preguntó con tono acusador—. ¿Por eso has regresado?

Atia frunció el ceño.

—¡No seas tan impertinente!

Aurelia se ruborizó y bajó la cabeza.

—Ojalá fuera tan sencillo, hija —respondió Fabricius—. Si bien he hecho algunos avances en ese sentido, hay acontecimientos mucho más importantes en la escena mundial. —Chasqueó los dedos en dirección a Hanno, cuyo corazón palpitaba mientras pasaba de una persona a otra sirviendo el vino.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Atia.

En vez de responder, Fabricius alzó la copa.

—Un brindis —dijo—. Porque los dioses y nuestros antepasados continúen sonriéndole a nuestra familia.

Atia tensó la expresión unos instantes pero se unió al brindis.

Quintus estaba menos pendiente del decoro que su madre y saltó en cuanto su padre hubo dado el primer sorbo.

—¡Cuéntanos por qué has regresado!

—Saguntum ha caído —repuso Fabricius sin miramientos.

La sangre se agolpó en las sienes de Hanno y fue claramente consciente de que Quintus se daba media vuelta para observarle. Con cuidado, secó una gota de vino del borde de la jarra con un paño. En su interior, todas las fibras de su ser se alegraban. «¡Aníbal! —gritó en su cabeza—. ¡Aníbal!»

Quintus volvió a dirigir la mirada a su padre.

—¿Cuándo?

—Hace una semana. Al parecer, no se salvó prácticamente nadie. Hombres, mujeres y niños. Los pocos que sobrevivieron fueron tomados como esclavos.

Atia apretó los labios.

—Menudos salvajes.

Hanno se dio cuenta de que Aurelia lo observaba con ojos grandes y horrorizados. «No puede decirse que vuestro pueblo no haga exactamente lo mismo cuando saquea una ciudad», pensó enfurecido. Por supuesto no podía decir nada, así que apartó la mirada.

A diferencia de su hermana, Quintus estaba enfadado.

—Bastante tuvimos con que el Senado no hiciera nada para ayudar a uno de nuestros aliados durante los últimos ocho meses. Supongo que ahora actuarán, ¿no?

—Seguro —repuso Fabricius—. De hecho ya han actuado.

El silencio subsiguiente resonó más que un toque de trompeta.

—Se ha enviado a una embajada a Cartago cuya misión es exigir que Aníbal y sus oficiales de alto rango sean entregados inmediatamente a la justicia por sus actos execrables.

Hanno apretó el paño tan fuerte que goteó vino en el mosaico que tenía bajo los pies.

Nadie se percató. Tampoco es que a Hanno le hubiera importado. «¿Cómo se atreven? —gritaba en su interior—. ¡Cabrones romanos!»

—Es difícil que hagan tal cosa —declaró Atia.

—Por supuesto —respondió Fabricius, ajeno al hecho de que Hanno estaba totalmente de acuerdo aunque fuera en silencio—. Está claro que Aníbal tiene enemigos, pero los cartagineses son un pueblo orgulloso. Querrán reparaciones por las humillaciones a los que los sometimos tras la guerra de Sicilia. Esto les brinda esa oportunidad.

Quintus vaciló durante unos instantes.

—¿Te refieres a una guerra?

Fabricius asintió.

—Sí, creo que eso es lo que se avecina. Algunos miembros del Senado discrepan conmigo pero creo que infravaloran a Aníbal. Un hombre que ha conseguido lo que él en pocos años no habría emprendido el asedio a Saguntum sin que ello formara parte de un plan más ambicioso. Hace tiempo que Aníbal quiere entrar en guerra con Roma.

«Cuánta razón tienes», pensó Hanno con gran júbilo.

Quintus también estaba jubiloso.

—¡Gaius y yo podremos alistarnos al ejército de caballería!

La reticencia de Atia moderó el evidente orgullo de Fabricius. Ni siquiera ella era capaz de ocultar la tristeza que asomó a sus ojos, pero recobró la compostura rápidamente.

—Serás un buen soldado.

Quintus hinchó el pecho de satisfacción.

—Tengo que decírselo a Gaius. ¿Puedo ir a Capua?

Fabricius le dio permiso con un asentimiento.

—Adelante. Tendrás que apresurarte. Pronto anochecerá.

—Regresaré mañana. —Quintus se marchó con una sonrisa de agradecimiento.

Atia miró cómo se marchaba y exhaló un suspiro.

—¿Y el otro asunto?

—Tengo buenas noticias. —Al ver el interés inmediato de Aurelia, Fabricius guardó silencio—. Luego te lo cuento.

Aurelia se desmoralizó.

—Qué injusticia tan grande —exclamó, y se marchó corriendo a su habitación.

Atia tocó el brazo de Fabricius para acallar su reprimenda.

—Déjala. Debe de ser difícil para ella.

Hanno se mantenía ajeno al drama familiar. De repente, su deseo de huir, de llegar a Iberia y de unirse a sus paisanos en el conflicto le resultó abrumador. ¡Era lo que había estado soñando durante mucho tiempo! Sin embargo, la deuda contraída con Quintus pesaba mucho en su interior. ¿Se la había pagado con lo que había hecho en la cabaña del pastor o no? Hanno no estaba seguro. Y luego estaba Suniaton. ¿Cómo podía siquiera pensar en marcharse sin intentar encontrar a su mejor amigo? Hanno agradeció oír la voz de Julius llamándole. Los sentimientos encontrados de su interior amenazaban con partirle el alma.

Pasó el tiempo y Hanno seguía trabajando en la cocina. Aunque la respuesta referente a su obligación para con Quintus seguía eludiéndole, no era capaz de abandonar la finca sin hacer un esfuerzo por encontrar a Suniaton. Pero no tenía ni idea de cómo acometer tal empresa. Aparte de él, ¿quién sabía o se interesaba por el paradero de Suniaton? El dilema incontestable le impedía dormir por las noches e incluso le distraía de sus pensamientos lujuriosos sobre Elira. Cansado e irritable, un día prestó poca atención cuando Julius anunció un menú exhaustivo que Atia había pedido para la noche siguiente.

—Al parecer, ella y el amo esperan a un visitante importante —dijo Julius pomposamente—. Caius Minucius Flaccus.

—¿Quién puñetas es ese? —preguntó uno de los cocineros.

Julius le dedicó una mirada de desaprobación.

—Es una figura importante del clan de los Minucii y hermano de un ex cónsul.

—Entonces será un tipejo arrogante —masculló el cocinero.

Julius hizo caso omiso de las risas tontas que provocó el comentario.

—También forma parte de la embajada que acaba de regresar de Cartago —declaró, como si el asunto fuera importante para él.

A Hanno se le revolvió el estómago.

—¿De verdad? ¿Estás seguro?

Julius frunció los labios.

—Es lo que he oído decir a la señora —espetó—. Ahora poneos manos a la obra.

A Hanno el corazón estaba a punto de salírsele del pecho, como si fuera un pájaro enjaulado, cuando fue a los cobertizos que servían de almacén. ¿Acaso el invitado de Fabricius hablaría de lo que había visto? Hanno suplicó a los dioses que así fuera. Al pasar junto a la entrada del cuarto de baño climatizado, vio a Quintus desnudándose. «Qué suerte la suya», pensó Hanno con acritud. No se había dado un baño caliente desde que había salido de Cartago.

Quintus estaba cada vez más emocionado y era totalmente ajeno a los sentimientos de Hanno. Como quería presentar su mejor aspecto aquella noche, se bañó antes de disfrutar del masaje que le hizo un esclavo. Mientras fantaseaba sobre lo que contaría Flaccus acerca de todo lo ocurrido en Cartago, apenas advirtió que Fabricius había entrado en la estancia.

—¿Sabes? Esta visita es muy importante.

Quintus abrió los ojos.

—Sí, padre. Y estaremos a la altura de las circunstancias, llegado el caso.

Fabricus esbozó una media sonrisa.

—Por supuesto. Cuando Roma nos llame, responderemos. —Unió las manos detrás de la espalda y caminó arriba y abajo en silencio.

El tacto del estrígil en su piel empezó a molestar a Quintus e hizo un gesto al esclavo para que parara.

—¿Qué pasa?

—Es Aurelia —respondió Fabricius.

—Has concertado el matrimonio, entonces —dijo, lanzando una mirada amarga a su padre.

—Todavía no es seguro —reconoció Fabricius—. Pero a Flaccus le gustó lo que oyó de Aurelia cuando le visité en la capital hace algún tiempo. Ahora quiere admirar su belleza personalmente.

Quintus frunció el ceño ante su propia ingenuidad. ¿Por qué si no un político de alto rango iba a hacer una visita a équites de clase tan modesta como ellos?

—Venga ya —dijo Fabricius con severidad—. Ya sabías que el día iba a llegar. Es por el bien de la familia. Flaccus no es tan viejo y pertenece a un clan poderoso e influyente. Con el apoyo de los Minucii, los Fabricii podrían llegar lejos. —Miró a Quintus de hito a hito—. En Roma, quiero decir. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

Quintus exhaló un suspiro.

—¿Aurelia lo sabe?

—No. —Entonces fue Fabricius quien mostró su incomodidad—. Me pareció que antes tenía que hablar contigo.

—¿E implicarme en esto?

—No te pongas así conmigo. Tú también te beneficiarás —espetó su padre.

Quintus notó la emoción en su pecho y se sintió culpable. Había visto que Aurelia suspiraba por Hanno. Un encaprichamiento imposible para ella, pero él no había hecho nada para evitarlo. Y ahora aquello.

—¿Qué te ha hecho decidirte por Flaccus?

—Llevo dos años intentando organizar algo —respondió Fabricius—. Buscando al hombre adecuado para nuestra familia y para Aurelia. Es un asunto peliagudo, pero creo que Flaccus podría ser el hombre apropiado. Tenía que pasar cerca de aquí de todos modos a su regreso de Cartago. Lo único que he hecho es asegurarme de que tenía una invitación esperándole en cuanto llegara.

A Quintus le sorprendió la astucia de su padre. Sin duda su madre había tenido algo que ver con todo aquello, pensó.

—¿Cuántos años tiene?

—Unos treinta y cinco —dijo Fabricius—. Mucho mejor que algunos viejos chochos que querían conocerla. Espero que lo agradezca. —Hizo una pausa—. Una cosa más.

Quintus alzó la vista.

—No hagas ninguna pregunta sobre lo que ha pasado en Cartago —le advirtió su padre—. Sigue siendo un secreto de estado. Si Flaccus decide darnos detalles por iniciativa propia, que así sea. Si no, no tenemos derecho a preguntar. —Dicho esto, se marchó.

Quintus se tumbó en la losa de piedra caliente, pero todo su disfrute había desaparecido. Iría a ver a Aurelia en cuanto su padre acabara de hablar con ella. De todos modos, no tenía ni idea de qué le diría. Se vistió de mal humor. El mejor sitio desde el que atisbar la puerta de Aurelia con discreción era desde una esquina del
tablinum
. Quintus se dirigió a la gran sala de recepción. No llevaba mucho tiempo ahí cuando entró Hanno cargado con una bandeja de vajilla.

Al ver a Quintus, sonrió.

—¿Estás ansioso por que llegue la noche? —«Yo sí», pensó con regocijo.

—Pues la verdad es que no mucho —repuso Quintus con severidad.

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