Aníbal. Enemigo de Roma (26 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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En aquel momento, a pesar de la lluvia de jabalinas ardientes, la determinación implacable de los cartagineses y la superioridad numérica empezaron a surtir efecto. Los saguntinos no tenían tiempo de reparar bien los daños sufridos por sus defensas y las oleadas repetidas de ataques acabaron abriendo un pasaje entre los muros. A pesar del heroísmo de los defensores, aguantaron la posición. En días subsiguientes obtuvieron nuevas victorias pero entonces, ante la proximidad del invierno, Aníbal tuvo que marcharse debido a una rebelión importante de las fieras tribus que vivían cerca del río Tagus. Maharbal, el oficial al que dejó al mando, continuó el asedio con fuerza. Ganó más terreno y obligó a la debilitada defensa a replegarse en la ciudadela. La situación de los atacantes quedó fortalecida por el hecho de que el cólera y otras enfermedades estaban provocando muchas bajas entre los saguntinos; además la comida y los suministros se estaban acabando.

Para cuando Aníbal hubo reprimido la revuelta y regresado, el fin estaba próximo. El general cartaginés ofreció sus condiciones a los líderes saguntinos. Por increíble que parezca, las rechazaron sin más ni más. Cuando se acercaba el final del año, se prepararon para un último y decisivo ataque. Gracias a las muestras constantes de valor, Malchus, sus hijos y sus lanceros fueron elegidos para participar en el último ataque. Como era de esperar, Aníbal y su cuerpo de
scutarii
también estarían presentes.

Mucho antes de que el sol invernal tiñera el horizonte por el este, se reunieron a unos cincuenta pasos de las murallas. Detrás de ellos y hasta el pie de la ladera había unidades de todas las secciones del ejército salvo la caballería. Aparte del tintineo ocasional de la cota de malla o de una tos contenida, los soldados hacían muy poco ruido. El aliento de miles de hombres despedía nubes en el aire frío y húmedo, siendo esta la única manifestación de la emoción que sentía cada hombre. A modo de recompensa por la larga lucha y debido a la negativa de los saguntinos a negociar, Aníbal había dicho a la tropa que tenían carta blanca cuando la ciudad cayera. Cartago se llevaría parte del botín, pero el resto era para ellos, incluyendo a los habitantes: hombres, mujeres y niños.

Esperaron en filas cerradas a que empujaran las terrazas de madera con antorchas. Ya no había necesidad de emplear la enorme torre con los honderos, lanceros y catapultas. Ya fuera por falta de hombres o de proyectiles, los defensores habían desistido recientemente de intentar destruir las armas de asalto cartaginesas. Aquello suponía que habían podido socavar las fortificaciones a un ritmo mucho mayor que antes. Según el ingeniero al mando, la ciudadela caería a media mañana a más tardar.

Acertó en su predicción. Cuando los primeros tonos anaranjados de la luz del sol asomaron por el cielo, el ambiente se llenó de unos retumbos amenazadores. Al cabo de unos instantes, empezaron a salir grandes nubes de humo desde el centro de la ciudadela. También se oía el crujido de la madera al arder. Los cartagineses no le hicieron ningún caso. Ya no les importaba lo que hicieran los saguntinos. Al máximo de velocidad, se ordenó a la mayoría de los soldados que estaban en las terrazas que se retiraran. El peligro de morir aplastados era demasiado grande. No obstante, a pesar del extremo peligro, algunos se quedaron a acabar la tarea.

No tuvieron que esperar mucho. A una velocidad vertiginosa, un fragmento enorme del muro de la ciudadela se desmoronó. Provocó una reacción en cadena que precipitó el hundimiento atronador de otras secciones de mayor tamaño. Con unos fuertes crujidos, ladrillos y piedras talladas que llevaban décadas, o incluso siglos, en su sitio, se vinieron abajo. El ruido al caer más de cinco plantas resultó ensordecedor. Como era de esperar, algunos de los hombres que estaban en las terrazas de madera no lograron huir a tiempo. Un breve coro de gritos ahogados anunció su horrenda muerte. Bostar apretó la mandíbula al oír el sonido. Era lo que se esperaba. Tal como había dicho su padre, los soldados rasos eran prescindibles. La pérdida de cierto número de ellos no significaba nada. Pero para Bostar sí, al igual que las violaciones, torturas y asesinatos generalizados de civiles que tendrían lugar en breve. A Malchus, de natural adusto, y a Safo, con una personalidad incluso más oscura, no parecían afectarles tales cosas, pero Bostar sentía que le herían el alma. Sin embargo, no permitió que su determinación flaqueara. Había demasiados elementos en juego. La derrota de Roma. La venganza por su querido hermano pequeño, Hanno. El establecimiento de una nueva relación con Safo. Bostar no tenía ni idea de si conseguiría alguna de esas cosas. En cierto modo, la última parecía la más improbable.

Unas nubes inmensas de polvo obstruían el aire, pero cuando se empezó a despejar, los cartagineses que esperaban vieron la brecha indefendible que habían creado. Una ovación que fue en aumento se propagó por toda la ladera. Por fin, la victoria estaba al alcance de su mano.

Bostar notó cómo se animaba. Dedicó una mirada tensa a Safo pero lo único que recibió por su parte fue una expresión de enfado.

Aníbal lideró el avance desenfundando su espada
falcata
.

En aquel preciso instante, debido quizás al aviso de los defensores supervivientes de las almenas, se iniciaron los gritos. Eran ululantes y desesperados, pero con retazos de dignidad, y llenaron el ambiente. Los cartagineses alzaron la cabeza. Era imposible que esos terribles sonidos pasaran desapercibidos.

—Son los nobles, que se están quemando vivos. —La voz de Malchus dejó traslucir un respeto inusual—. Son demasiado orgullosos para convertirse en esclavos. Espero que nunca nos encontremos en la misma situación en Cartago.

—¡Ja! Ese día nunca llegará —repuso Safo.

Sin embargo, la reacción instintiva de Bostar fue pronunciar una plegaria a Baal Hammón. «Protege nuestra ciudad para siempre —rezó—. Mantenla a salvo de salvajes como los romanos.»

Aníbal no estaba escuchando el ruido. Estaba ansioso por terminar el asunto.

—¡Al ataque! —gritó en íbero. A continuación, para beneficio de los libios, repitió lo mismo en su idioma. Seguido por los fieles
scutarii
, trotó hacia el boquete abierto en la ciudadela. Bramando la misma orden, Malchus, Safo y Bostar se abalanzaron hacia delante con sus hombres. Detrás de ellos, la orden se gritó en media docena de idiomas y, como si fueran miles de hormigas, la hueste de soldados obedeció.

La rivalidad entre Safo y Bostar reapareció en forma de venganza. Quienquiera que llegara el primero a la parte superior de la brecha se llevaría los halagos de Aníbal y el respeto de todo el ejército. Tomando la delantera a sus hombres, treparon muy igualados por los montones irregulares y peligrosos de escombros y cascotes. Con la lanza en una mano y el escudo en la otra, no tenían posibilidad alguna de amortiguar una caída. Era de locos, pero en esos momentos no había vuelta atrás. Los hermanos pronto alcanzaron a su líder, que iba dos pasos por delante de sus
scutarii
. Aníbal les dedicó una sonrisa alentadora, que le devolvieron, antes de lanzarse una mirada desafiante el uno al otro.

Bostar abrió unos ojos como platos cuando miró por encima de su hombro al cabo de un instante. El ángulo descendiente de la pendiente le proporcionaba una visión perfecta del ataque cartaginés. Era una imagen magnífica y terrible a la vez, que sin duda infundiría el terror a los defensores que permanecían en las murallas. Bostar dudaba que alguno de ellos se mostrara osado. Teniendo en cuenta que los líderes se estaban inmolando en vez de rendirse, los soldados rasos se refugiarían acoquinados en su casa con sus familias o también se suicidarían.

Se equivocó. No todos los saguntinos habían abandonado la lucha.

Cuando volvió a mirar a la ladera que tenía ante él, le llamó la atención el movimiento que había más arriba a la derecha, en una sección de las almenas que seguía completa. Ahí Bostar vio a seis hombres agazapados alrededor de un bloque de piedra enorme. Juntos, lo empujaban hacia el extremo destrozado del pasadizo que discurría a lo largo de la parte superior de la muralla. Bostar siguió la trayectoria que seguiría el bloque al caer y le dio un vuelco el corazón. Si bien el objetivo de los saguntinos era causar el máximo número de bajas posible, el coste potencial para los cartagineses era mucho mayor. Bostar veía que en unos segundos, Aníbal estaría de lleno en la trayectoria de la roca. Lanzó una mirada a Safo y también a Aníbal y se dio cuenta de que era el único que había advertido el peligro.

Cuando volvió a alzar la mirada, la piedra de bordes irregulares ya estaba tambaleándose en el extremo. Cuando Bostar abrió la boca para soltar un grito de advertencia, se inclinó hacia delante y cayó. Ganando velocidad con una rapidez asombrosa, la piedra rodaba y rebotaba ladera abajo. A su paso lanzaba ráfagas de ladrillo y cascotes y cada uno de esos fragmentos tenía fuerza suficiente para aplastar el cráneo de cualquier hombre. Gritando con deleite, los defensores dieron media vuelta y huyeron, convencidos de que su último esfuerzo mataría a docenas de cartagineses.

Bostar no se lo pensó dos veces; se limitó a reaccionar. Soltó la lanza y cargó lateralmente contra Aníbal. El ambiente se llenó de un retumbo repentino. Bostar no alzó la mirada por temor a ensuciarse. Varios
scutarii
, cuyo avance su acción frenó, profirieron juramentos confundidos. Bostar no les prestó atención. Rezó para que ninguno de los íberos pensara que intentaba hacer daño a Aníbal y se interpusiera en su camino. Había recorrido seis pasos. Una docena. Al notar la cercanía de Bostar, Aníbal se giró. Frunció el ceño, confundido.

—¡Por el amor de Baal Hammón! ¿Qué estás haciendo? —exigió.

Bostar no respondió. Dio un salto hacia delante, abrió el brazo derecho para rodear con él el cuerpo de Aníbal y le obligó a echarse al suelo con él, con el general atrapado debajo. Con el brazo izquierdo, Bostar alzó el escudo para cubrir la cabeza de ambos. Se produjo un segundo de pausa y entonces la tierra tembló. Los oídos se les llenaron de la reverberación del sonido que amenazaba con dejarlos sordos. Por suerte no duró, sino que disminuyó mientras el bloque de piedra bajaba a toda velocidad colina abajo.

A Bostar le traía sin cuidado su propia integridad.

—¿Estáis herido, señor?

La voz de Aníbal sonó amortiguada.

—Creo que no.

«Gracias a los dioses», pensó Bostar. Movió los brazos y las piernas con mucho tiento. Se quedó encantado al ver que le respondían. Dejó el escudo a un lado, se incorporó y ayudó a Aníbal a hacer lo mismo.

El general juró por lo bajo. A unos tres pasos de donde estaban había un
scutarius
. O, por lo menos, lo que otrora fuera un
scutarius
. El hombre no es que estuviera destrozado sino directamente aplastado contra el suelo irregular. El casco de bronce le había ofrecido poca protección. Había trozos de materia gris desparramados como una pasta blanca encima de las piedras, que ofrecían un contraste acusado al lado de la sangre roja brillante que rezumaba de la masa enmarañada que había sido su cuerpo. De la espalda del
scutarius
sobresalían trozos rotos de ladrillos que le habían agujereado la túnica. Tenía las extremidades dobladas en ángulos anormales y terribles y en múltiples puntos se veían los extremos blancos brillantes de los huesos rotos.

No era más que la primera baja. Más allá del cadáver se extendía un manto de destrucción hasta donde la vista alcanzaba. Bostar no había presenciado jamás algo parecido. Habían muerto docenas de soldados, incluso más. Habían quedado pulverizados, pensó Bostar. Le invadió una sensación de náusea e hizo un esfuerzo para no vomitar.

La voz de Aníbal le pilló por sorpresa.

—Parece ser que te debo la vida.

Bostar asintió aturdido.

—Gracias. Eres un buen soldado —dijo Aníbal, poniéndose en pie. Ayudó a Bostar a levantarse.

En ese mismo instante, los
scutarii
de Aníbal que no habían resultado heridos se arremolinaron a su alrededor alarmados. Como era de esperar, la acción osada de los saguntinos había paralizado el ataque. El ambiente se llenó de interrogantes ansiosos mientras los íberos determinaban que su querido comandante no había resultado herido. Aníbal se los quitó de encima con rapidez. Tomó su espada
falcata
, que se había caído al suelo, y miró a Bostar.

—¿Estás listo para acabar lo que hemos empezado? —preguntó.

Bostar se sorprendió al ver la rapidez con la que Aníbal recobraba la compostura. Él seguía conmocionado. Alcanzó a asentir con la cabeza.

—Por supuesto, señor.

—Excelente —repuso Aníbal esbozando una breve sonrisa. Indicó que Bostar debía avanzar detrás de él.

Bostar obedeció y recuperó su espada. No advirtió la sonrisa complacida que le dedicó Malchus ni la expresión emponzoñada del rostro de Safo. El júbilo había sustituido al terror y ya intentaría enmendar la situación con su hermano más tarde.

Por ahora, su único objetivo era seguir a Aníbal.

Un verdadero líder de hombres.

9

Minucius Flaccus

Cerca de Capua, Campania

Hanno se apoyó contra la pared de la cocina, admirando la vista mientras Elira se inclinaba por encima de una mesa repleta de comida. El vestido se le subió, dejó al descubierto sus pantorrillas torneadas y se le ajustó a la altura de las nalgas por su prominencia. A Hanno le palpitaba la entrepierna y cambió de postura para evitar que se le notara la excitación. Elira y Quintus seguían siendo amantes pero eso no significaba que Hanno no pudiera admirarla desde una distancia prudencial. Lo que resultaba inquietante era que Elira se había dado cuenta de cómo la miraba y le devolvía miradas llenas de pasión, pero Hanno no se había atrevido a ir más allá. Su recién creada amistad con Quintus era demasiado frágil y valiosa para sobrevivir a una revelación como aquella.

Desde la pelea de la cabaña, sus circunstancias habían mejorado sobremanera. A Fabricius le había impresionado el relato de Quintus sobre la pelea y la prueba fehaciente de los dos prisioneros vivos, aunque heridos. La recompensa de Hanno fue pasar a ser esclavo doméstico. Le quitaron los grilletes y se le permitió dormir en la casa. En un principio Hanno estuvo encantado. Lo habían alejado del entorno de Agesandros de un plumazo. Al cabo de unas semanas, no estaba tan convencido. La dura realidad de su situación le parecía más cruda que nunca.

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