Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
Italia, siglo XVI. La aventura iniciática de un joven campesino se convierte en un apasionante periplo a través de Europa. Un viaje inolvidable, impulsado por el amor pero marcado por la intriga, la religión, el ocultismo, la astrología y el misterio.
Frederic Lenoir, con su pluma ágil y erudita, asombra al lector con un thriller histórico deslumbrante.
“Un soplo tempestuoso recorre esta novela. Uno queda embelesado por la sabiduría, la inteligencia, la ciencia y la fuerza que la impregna.”
Le Figaro Litteraire
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“Un Thriller histórico y religioso en la línea del prestigioso Umberto Eco. Una intriga muy bien diseñada y una historia de amor que mantiene al lector en vilo hasta la última página.”
Paris Match
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“Amor, aventura e intriga ambientada en pleno renacimiento. Una narración cautivadora sobre historia de las religiones, con acentos de Dumas.”
RTL
Frédéric Lenoir
El Oráculo de la Luna
ePUB v2.0
Sharadore06.04.12
Título original:
L´Oracle della Luna
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Frederic Lenoir, 2008.
Traducción: Teresa Clavel Lledó.
Retoque portada: Sharadore.
Editor original: Sharadore (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
A Johana, que se fue demasiado pronto, y sin la que este libro no existiría.
Existir es un hecho, vivir es un arte.
El camino de la vida se reduce a pasar del miedo al amor
Los personajes principales de esta novela, así como la intriga, son fruto de mi imaginación. Sin embargo, como se trata de una ficción que se inscribe en una época y un marco concretos —el renacimiento y la cuenca mediterránea—, he procurado respetar la veracidad de los lugares, las costumbres y los personajes históricos citados, cuya vida e ideas influyen a menudo en mi intriga. Tal es el caso de Erasmo, Lutero, Pablo III, Pico de la Mirándola, Marsilio Ficino, los Medicis, Giulia Gonzaga, Juan de Valdés, Andrea Gritti, Johannes Lichtenberger, Pablo de Middelburg, Philipp Melanchthon, Teófanes Strelitzas, Nicolás Copérnico, los hermanos Barbarroja, Solimán el Magnifico, Carlos V y Francisco I…, así como de las referencias a Platón, Aristóteles, Jesús, Pablo, Tolomeo, Plotino, Agustín, Dionisio, Albumazar, Moisés Ben Sem Tob, Ibn Arabi, Gregorio Palamás, Tomas de Aquino, etc.
E
l miedo se leía en el rostro de los lugareños. Reunidos a unos pasos de la cabaña, estaban inmóviles, con los ojos clavados en la miserable construcción. Unas gotas de sudor brillaban en las frentes surcadas de arrugas. El viejo Giorgio alzó el puño y gritó:
—¡Muerte a la bruja!
—¡Muerte a la bruja! —repitieron a coro la veintena de hombres y mujeres que se habían adentrado audazmente en el bosque, decididos a acabar con la maldición.
Empuñando bieldos y picas, se precipitaron hacia la casa.
Derribaron la puerta al primer empujón. Iluminada por un débil rayo de sol, la única habitación quedó expuesta a sus miradas furibundas. Vacía.
—Ha huido —dijo con desprecio la viuda Trapponi.
—No hace mucho —observó un joven enclenque, acercando la nariz a la marmita colgada sobre un lecho de brasas—. Mirad, el hogar está encendido y el agua caliente.
—No me extrañaría que estuviera escondida entre los matorrales de los alrededores.
—Vayamos a buscarla —dijo el viejo Giorgio.
Durante dos horas largas, los lugareños registraron la maleza y escudriñaron las copas de los árboles. En vano.
—La bribona ha debido de presentir algo y ha abandonado la madriguera —masculló el herrero—. ¡Que se vaya a hacer sus maleficios a otro sitio!
Volvió entonces a la casucha, sopló sobre las brasas y las extendió por el suelo de madera. Ayudado por un tuerto, rompió la única mesa para alimentar las pavesas que danzaban por toda la habitación. El tuerto tropezó con un obstáculo que le hizo dar un traspié.
—¡Rediez! —exclamó el campesino—. ¡Una anilla! ¡Hay una trampilla debajo de la mesa!
Gritando y gesticulando, hombres y mujeres se congregaron en la habitación. Pisotearon las llamas y se apiñaron alrededor de la trampilla, mirando la anilla como si fuera a abrirles las puertas del infierno. Porque, pasado el primer momento de júbilo, el terror paralizaba de nuevo las respiraciones y humedecía las sienes.
El herrero hizo dos antorchas. Sin pronunciar palabra, indicó por señas que levantaran la trampilla. Un hombre agarró la anilla. En el instante en que la portezuela de madera se abrió, el herrero arrojó una antorcha al agujero. Instintivamente, todos retrocedieron.
No sucedió nada. Los más atrevidos se inclinaron sobre el vacío. La antorcha, que había recorrido una distancia menor que la altura de un hombre para caer sobre la tierra batida, iluminaba los siete peldaños de una pequeña escalera de madera. No se distinguía nada más.
—Sal de tu agujero, mal bicho, si no quieres acabar asada —dijo Giorgio en un tono que intentaba ser firme, pero que delataba una angustia sorda.
Ninguna respuesta.
—Habrá que bajar —añadió el viejo en una actitud mucho más vacilante.
Nadie se movió.
—Sois todos unos cobardes —gritó la viuda Trapponi—. Si mi Emilio está muerto, es por culpa de ella.
Se arremangó las faldas, cogió la otra antorcha y se adentró en el escondrijo.
Cuando hubo llegado al final de la escalera, iluminó el fondo de la cavidad.
En el minúsculo cubículo, un cuerpo inmóvil, cubierto con una sábana, estaba tumbado sobre un jergón extendido en el suelo húmedo. La mujer se acercó. Dominando su terror, dio un paso adelante y tiró de la tela con un gesto seco. Ahogó un grito, se santiguó varias veces seguidas y subió precipitadamente. Con los ojos desorbitados, agarró al herrero por la camisa.
—¡Es obra del diablo! —gritó.
E
l hermano portero se quedó muy sorprendido al ver aquella extraña comitiva de campesinos transportando un cuerpo en una carreta.
—Soy el jefe del burgo de Ostuni. Queremos ver al abad —dijo el viejo Giorgio.
—El padre abad no está. ¿Qué queréis? —repuso el monje en tono firme.
La ausencia del superior del monasterio desconcertó a los campesinos.
Lo que habían descubierto era demasiado importante para revelárselo a un simple monje. Tras un instante de vacilación, Giorgio preguntó:
—¿Y quién dirige el monasterio en su ausencia?
—Don Salvatore, el prior —respondió secamente el hermano portero, irritado por el hecho de que aquellos simples campesinos no quisieran hablar con él—. Pero no se le puede molestar por una insignificancia. ¿De qué se trata? ¿Hay un muerto? —preguntó, echando un vistazo hacia el cuerpo tendido en la carreta y cubierto con una sábana.
—¡Es algo peor! —afirmó el campesino con voz solemne.
El monje vio entonces en los rostros una expresión de terror que lo convenció de la necesidad de molestar al prior del monasterio.
Situado en un emplazamiento privilegiado, sobre una pequeña colina desde la que se dominaba el mar, y rodeado de olivares, el monasterio de San Giovanni in Venere seguía siendo a mediados del siglo XVI el principal centro religioso de la vasta región de los Abruzzos. Este macizo montañoso del centro de Italia estaba unido a Roma por la vía Trajana, que desembocaba al pie del monasterio, en el pequeño Porto Venere, una decena de leguas al sur de Pescara, uno de los mayores puertos del mar Adriático. El lugar debía su nombre a la diosa Venus. Según la leyenda, un comerciante que afirmaba haber sido salvado de un naufragio por Venus, la diosa nacida de las aguas, había construido allí un templo. Dedicado a Venus conciliadora, era visitado por innumerables parejas que iban a pedir los favores de la diosa del amor.
A principios del siglo VIII, un monje benedictino construyó sobre las ruinas del santuario pagano una iglesia que fue consagrada a santa María y a san Juan. En 1004, la iglesia fue transformada en abadía por los benedictinos. El nombre que le pusieron conserva —hecho rarísimo— el recuerdo de su pasado pagano: San Giovanni in Venere.
La abadía experimentó un desarrollo fulgurante, y durante casi dos siglos tuvo una inmensa proyección económica, cultural y espiritual. Los monjes enseñaban artes y los diferentes oficios, y poseía una rica biblioteca con numerosos copistas. Después vinieron los años oscuros. En 1194 fue saqueada por los soldados de la Cuarta Cruzada. Recuperó algo de su influencia, pero en 1466 un terrible terremoto la destruyó en parte. En 1478 la peste mató a la mayoría de los monjes que estaban reconstruyéndola. Los supervivientes, a fuerza de trabajo y de oraciones, consiguieron repararla, y en el presente año de gracia de 1545 una comunidad de unos cuarenta monjes vivía allí bajo el báculo del abad don Theodoro, secundado por don Salvatore, el prior del monasterio.
Como hacía aún fresco en aquellos primeros días de cuaresma, el prior se puso una cogulla de lana de color pardo encima del hábito benedictino y salió a recibir a los lugareños.
—La paz de Cristo —dijo—. ¿Qué ocurre?
El viejo Giorgio se quitó el sombrero y se aclaró la garganta.
—Somos del burgo de Ostuni, padre, a unas veinte leguas de aquí.
—¿Y por qué habéis hecho un viaje de varios días con ese cuerpo?
—Como sabéis, padre, una maldición se ha extendido sobre nuestro desdichado pueblo desde Navidad.
—Sí, recibimos vuestra petición de plegarias —contestó el prior, recordando de pronto al emisario enviado al monasterio hacía más de un mes—.Tengo entendido que varias personas han muerto de manera extraña.
—Todo empezó justo después de Navidad —prosiguió el campesino, satisfecho de ver que el monje se acordaba de eso—. El hijo del herrero cayó al pozo y se ahogó. El día de san Roberto, una viga del establo se desplomó sobre Emilio y le partió los huesos. Unos días después, la mujer de Francesco murió de parto, y el niño tampoco se salvó. Y por la Candelaria el viejo Tino, un hombre que era más fuerte que un roble, se fue en una noche echando las tripas por la boca.
—Es muy triste, en efecto. Continuaremos rezando por la salvación de vuestros parientes y para que el Señor os libre de nuevas desgracias.