Hanno arqueó las cejas.
—¿Por qué no? No recibís muchas visitas.
Quintus se sorprendió al darse cuenta de que su interés por lo que Flaccus pudiera decir quedaba amortiguado por su amistad con Hanno.
—Es difícil de explicar —repuso con torpeza.
En aquel momento, Fabricius salió a grandes zancadas de la habitación de Aurelia dando un portazo. Apretaba la mandíbula de ira.
Su conversación concluyó enseguida. Hanno se quedó mirando mientras Quintus entraba en la habitación de su hermana. Hanno apreciaba de veras a Aurelia. Una parte de él se preguntaba qué pasaba y a otra parte le daba igual. Al final, Cartago volvía a estar en guerra con Roma.
De alguna manera él estaría implicado.
Quintus se encontró a Aurelia tumbada en la cama llorando desconsoladamente. Corrió a arrodillarse a su lado.
—Todo irá bien —le susurró, acariciándole el pelo—. Flaccus parece un buen hombre.
Lloró con más intensidad y Quintus masculló una maldición. Mencionar el nombre del hombre era lo peor que podía haber hecho. Como no sabía qué hacer, le frotó los hombros a Aurelia para reconfortarla. Permanecieron en esa postura un buen rato sin hablar. Al final, Aurelia se dio la vuelta. Tenía las mejillas enrojecidas y manchadas y los ojos hinchados de tanto llorar.
—Debo de estar horrible —dijo.
Quintus le dedicó una sonrisa socarrona.
—Sigues siendo guapa —repuso.
Aurelia le sacó la lengua.
—Mentiroso.
—Un baño te ayudará —le sugirió Quintus. Adoptó una expresión jovial—. ¿Verdad?
Aurelia fue incapaz de seguir fingiendo.
—¿Qué va a ser de mí? —susurró con tristeza.
—Este momento tenía que llegar algún día —dijo Quintus—. ¿Por qué no le concedes el beneficio de la duda? Si realmente te parece odioso, papá no te obligará a casarte con él.
—Supongo que no —respondió Aurelia dudosa. Se paró a pensar durante unos instantes—. Sé que tengo que hacer lo que dice papá. Pero es tan difícil… sobre todo cuando… —Se le apagó la voz y se le volvieron a empañar los ojos de lágrimas.
Quintus le selló los labios con un dedo.
—No lo digas —susurró—. No puedes. —No quería oírlo de viva voz.
Con un gran esfuerzo, Aurelia recuperó el control de sus emociones. Asintió con determinación.
—Pues entonces mejor que me prepare. Hoy tengo que estar espectacular.
Quintus la atrajo hacia sí para darle un cariñoso abrazo.
—Así me gusta —le susurró. Se percató de que la valentía no era una cualidad exclusivamente masculina. Ni se limitaba al campo de batalla o a una cacería. Aurelia acababa de demostrarle que era valiente como el que más.
Flaccus llegó a media tarde, acompañado de un gran número de esclavos y soldados, e inmediatamente fue conducido a la mejor habitación de invitados de la casa para que se refrescara. Aparte de sus esclavos personales, la mayor parte de la comitiva se quedó en el exterior y fue acantonada en el corral. Hanno estaba ocupado en la cocina y vio poco de los preparativos. Al cabo de una hora, unas voces fuertes anunciaron la llegada de Martialis y Gaius. Fabricius los recibió jovialmente y los acompañó a la sala de banquetes contigua al patio donde, siguiendo la tradición, primero se les sirvió
mulsum
, una mezcla de vino y miel. Elira se encargó de servir mientras Hanno aguardaba impaciente en la cocina. Cuando oscureció, recorrió el patio encendiendo las lámparas de aceite de bronce que colgaban de cada columna. Al llegar a la esquina más alejada del
tablinum
, Hanno advirtió movimiento detrás de él. Se giró y se encontró con un hombre apuesto de cabello negro y denso y nariz prominente vestido con una toga antes de que Flaccus desapareciera en el salón de banquetes. Quintus y su hermana llegaron poco después vestidos con sus mejores galas. Hanno nunca había visto a Aurelia maquillada. Para su sorpresa, le gustó lo que vio.
Por fin la comida estuvo preparada y Hanno pudo entrar en la sala con los demás esclavos. Tenía que permanecer allí durante todo el ágape, sirviendo comida, retirando platos y, sobre todo, escuchando la conversación. Esperaba atentamente detrás del diván de la izquierda, donde Fabricius estaba reclinado con Martialis y Gaius. Como invitado importante que era, a Flaccus se le había asignado el diván central, mientras que Atia, Quintus y Aurelia, impertérrita, ocupaban el de la derecha. Como era habitual, el cuarto lado de la mesa estaba abierto.
Flaccus pasó buena parte del tiempo felicitando a Aurelia por su belleza e intentando entablar conversación con ella. Sus esfuerzos surtieron poco efecto al comienzo. Al final, cuando Atia empezó a lanzarle miradas iracundas, Aurelia se dignó responder. A Hanno le resultaba obvio que no era sincera sino que se limitaba a satisfacer los deseos de su madre. Flaccus no pareció percatarse de ello y, aparte de Fabricius, resultó que los demás presentes no se atrevían a dirigirle la palabra. Quintus y Gaius miraban con frecuencia a Flaccus, aguardando en vano noticias de Cartago. El político moreno, que ingirió grandes cantidades de
mulsum
y vino, parecía estar cada vez más prendado de Aurelia.
Cuando llegaron los dulces, Flaccus se dirigió a Fabricius.
—Os felicito por vuestra hija. Es tan hermosa como dijisteis. O incluso más.
Fabricius inclinó la cabeza con gravedad.
—Gracias.
—Creo que deberíamos hablar más de este asunto por la mañana —bramó Flaccus—. Para llegar a un acuerdo que satisfaga a ambos.
Fabricius se permitió esbozar una sonrisa.
—Eso supondría un gran honor.
Atia murmuró que estaba de acuerdo.
—Excelente. —Flaccus miró a Hanno—. Más vino.
Hanno se apresuró a servirle con expresión inescrutable. No estaba seguro de cuáles eran sus sentimientos acerca de lo que acababa de oír. Tampoco es que importara, reflexionó con amargura. «Aquí soy un esclavo.» Su resentimiento por la situación en que se encontraba brotó de nuevo, con más fuerza que nunca, y restó importancia a su preocupación por el posible compromiso de Aurelia. Los lazos que lo ataban a la finca se estaban debilitando. Si Aurelia se casaba con Flaccus, se iría a vivir a Roma. Quintus se pasaba el día hablando de alistarse al ejército. Cuando se marchara, Hanno se quedaría sin amigos y solo. En ese mismo instante decidió empezar a planear su fuga.
Quintus había llegado a la conclusión de que Flaccus parecía bastante agradable y miró de soslayo a Aurelia. Se quedó encantado al no advertir muestras de angustia en su rostro y le maravilló su ecuanimidad. Entonces advirtió que tenía las mejillas ligeramente sonrosadas y la copa vacía. ¿Estaba borracha? No habría sido tan extraño. Aurelia bebía vino en contadas ocasiones. A pesar de ello, a Quintus se le llenó la cabeza con las puertas que se le abrirían gracias a una alianza entre los Fabricii y los Minucii. Aurelia y Flaccus se acostumbrarían el uno al otro, se dijo. Así funcionaban la mayoría de los matrimonios. Estiró el brazo para tocarle la mano a Aurelia. Ella sonrió y él se quedó más tranquilo.
La conversación saltó de un tema a otro durante bastante rato y hablaron del tiempo, de las cosechas y de la calidad de los juegos de Capua comparados con los de Roma. Nadie mencionó el tema sobre el que todos estaban interesados: ¿qué había pasado en Cartago?
Martialis fue quien acabó sacando el tema a colación. Como era habitual en él, había ingerido grandes cantidades de vino. Volvió a vaciar su copa y saludó a Flaccus.
—Dicen que los vinos cartagineses son más que pasables.
—Son bastante agradables —convino Flaccus. Frunció los labios.
—A diferencia del pueblo que los produce.
Martialis no era consciente de las muecas de Fabricius.
—¿Veremos tales cosechas más a menudo en Italia? —preguntó haciendo un guiño.
Flaccus apartó la vista de Aurelia con dificultad.
—¿Eh?
—Contadnos qué pasó en Cartago —suplicó Martialis—. Nos morimos de ganas de saberlo.
Hanno contuvo el aliento y vio que Quintus hacía lo mismo.
Poco a poco, Flaccus advirtió los rostros extasiados que le rodeaban. Entonces adoptó una expresión presuntuosa y sonrió pomposamente.
—Nada de lo que diga debe salir de estas cuatro paredes.
—Por supuesto que no —le aseguró Martialis—. Podéis estar convencido de nuestra discreción.
Hasta Fabricius se sumó a los murmullos tranquilizadores.
Satisfecho, Flaccus empezó a hablar:
—Yo no era sino un miembro poco destacado del grupo, aunque me gustaría pensar que mi aportación fue valiosa. Nos acompañaron los dos cónsules Lucio Emilio Paulo y Marco Livio Salinator. Nuestro portavoz era el ex censor Marco Fabio Buteo. —Dejó que los presentes asimilaran la importancia de tales personalidades—. Desde el comienzo, dio la impresión de que nuestra misión tendría éxito. Los augurios eran buenos y el paso por Lilibea sin incidentes. Llegamos a Cartago hace tres semanas.
Hanno cerró los ojos y se imaginó la escena. Las increíbles fortificaciones relucientes bajo el sol invernal. El majestuoso templo de Eshmún que dominaba la colina de Birsa. Los puertos gemelos llenos de embarcaciones. «Mi hogar —pensó con una sacudida de nostalgia—. ¿Lo volveré a ver algún día?»
Las siguientes palabras de Flaccus lo devolvieron a la realidad con un sobresalto.
—Hijos de puta arrogantes —gruñó. Miró a Atia—. Disculpad. Pero los hombres más importantes de Roma acababan de llegar y ¿a quién enviaron a recibirnos? A un oficial de bajo rango de la guardia de la ciudad.
Martialis se puso rojo de ira y estuvo a punto de atragantarse con un sorbo de vino.
Fabricius tenía un talante más tranquilo.
—Debe de haber sido un error, seguro —dijo.
Flaccus frunció el ceño.
—Al contrario. El gesto fue expreso. Ya lo tenían decidido antes incluso de que desembarcáramos. En vez de permitir que nos laváramos y nos recuperáramos del viaje, nos condujeron directamente al Senado.
—Típico de esos dichosos
guggas
. No tienen ningún sentido del decoro —bufó Martialis.
Aurelia lanzó una mirada comprensiva a Hanno.
El cartaginés estaba tan enfadado que osó no devolverle la mirada. Le entraron ganas de partirle a Martialis en la cabeza la jarra de barro que tenía en las manos, pero por supuesto se contuvo. Aparte del castigo que recibiría, lo que Flaccus iba a decir a continuación era mucho más importante.
—¿Y cuando llegasteis allí? —preguntó Quintus con impaciencia.
—Fabio anunció quiénes éramos. Nadie respondió. Se quedaron allí mirándonos. Esperando, como chacales alrededor de un cadáver. Y entonces Fabio quiso saber si el ataque de Aníbal a Saguntum se había llevado a cabo con su aprobación. —Flaccus hizo una pausa porque respiraba con dificultad—. ¿Sabéis lo que hicieron entonces? —Una vena le palpitaba en la frente—. Se rieron de nosotros.
Martialis golpeó la mesa con la copa. Fabricius soltó un juramento mientras Quintus y Gaius se miraban boquiabiertos, pues no se acababan de creer que alguien tratara de tal modo a los estadistas más prominentes de la República. Atia aprovechó la oportunidad para susurrarle algo a Aurelia al oído. Mientras tanto, Hanno tuvo que morderse el interior de la mejilla para evitar soltar una carcajada. Cartago no había perdido todo su orgullo al ceder Sicilia y Cerdeña a Roma, concluyó orgulloso.
—Algunos hablaron en contra de Aníbal —reconoció Flaccus—. Quien más le criticó fue un hombre gordo llamado Hostus.
«¡Cabrón traicionero! —pensó Hanno—. Daría cualquier cosa por clavarle un cuchillo en el vientre.»
—Pero la mayoría le hizo callar y cuestionaron el tratado firmado por Asdrúbal hace seis años y se negaron a reconocer los vínculos de Saguntum con Roma. Se pusieron a insultarnos a gritos —farfulló Flaccus—. Parlamentamos entre nosotros y decidimos que solo teníamos una opción.
Quintus lanzó una mirada a Hanno. No tenía ni idea de que los cartagineses reaccionarían con tanta fuerza. Sorprendido por lo que había visto, volvió a mirar. Quintus conocía el lenguaje corporal de Hanno lo suficiente como para darse cuenta de que él sí que lo sabía. La voz de Flaccus le impidió seguir pensando sobre el asunto.
—Fabio se situó en el centro de la cámara. Entonces los
guggas
se callaron —dijo Flaccus con fiereza—. Agarrándose los pliegues de la toga, les dijo que en su interior albergaba tanto la paz como la guerra. Que ellos eligieran. Dicho esto, se desató el caos en la cámara. Era imposible oír lo que se decía.
—¿Optaron por la guerra? —preguntó Fabricius.
—No —reveló Flaccus—. El sufete que ocupaba la presidencia dijo a Fabio que eligiera él.
Para entonces, todos los presentes en la sala, incluida Elira, estaban pendientes de sus palabras.
—Fabio nos miró para confirmar que todos coincidíamos en nuestra opinión y entonces dijo a los
guggas
que se decantaba por la guerra. —Flaccus soltó una risa breve y airada—. Tienen agallas, hay que reconocerlo. Fabio apenas había acabado de hablar cuando prácticamente todos los hombres de la cámara se pusieron en pie y gritaron—: «¡Que así sea!»
Hanno se dio cuenta de que ya no era capaz de ocultar su satisfacción. Cogió dos montañas de platos sucios y se dirigió a la cocina. Nadie aparte de Aurelia se dio cuenta de que se marchaba. Pero cuando llegó a la altura de la puerta, su deseo de oír más era tal que se quedó a escuchar a hurtadillas.
—Siempre confié en que se evitaría otra guerra contra Cartago —dijo Fabricius con pesar. Apretó la mandíbula—. Pero no nos dan elección. Insultar de ese modo, y sobre todo a los cónsules, es imperdonable.
—Totalmente de acuerdo —le bramó Martialis—. A esos granujas hay que darles una lección incluso mejor que la última vez.
A Flaccus le satisficieron sus reacciones.
—Bien —musitó—. ¿Por qué no venís conmigo a Roma? Los preparativos son muchos y necesitaremos a hombres que ya hayan luchado contra Cartago.
—Sería un honor para mí —respondió Fabricius.
—Y para mí —añadió Martialis. Adoptó una expresión incómoda en su rostro colorado y se dio un golpecito en la pierna derecha—. Si no fuera por esto. Es una vieja herida, de Sicilia. Ahora apenas puedo caminar más de medio kilómetro sin tener que parar para descansar.
—Ya has cumplido con tu deber hacia Roma con creces —dijo Flaccus con expresión tranquilizadora—. Me llevaré a Fabricius.