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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (12 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
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Fue entonces cuando vio algo extraño.

La lengua de fuego amarilla que había escupido la boca del arma de Gant alcanzó los dos metros. Duró tan solo un segundo, pero fue algo increíble. Por unos instantes, el subfusil automático MP-5 de Gant había parecido un lanzallamas.

Schofield se quedó momentáneamente estupefacto. ¿Qué demonios había provocado eso? De repente, cayó en la cuenta y se volvió para mirar a…

Entonces Gant gritó:

—¡Sin munición!

Schofield volvió al presente. Abrió fuego al instante hacia la pasarela del nivel A mientras Gant volvía a cargar su arma.

Mientras lanzaba un fuego de supresión al nivel A, Schofield vio a Piernas y a Madre salir apresuradamente a la pasarela del nivel B tras Quitapenas. Disparaban sin cesar al túnel del que acababan de salir.

Piernas se quedó sin munición. Schofield observó cómo este dejaba caer el cargador gastado a la pasarela y colocaba uno nuevo. Tan pronto lo hubo insertado en el receptor inferior de su arma, fue alcanzado en el cuello por un oponente oculto en el interior del túnel.

Piernas perdió el equilibrio y se balanceó hacia atrás, pero, en menos de un segundo, giró el arma en dirección al enemigo y lo obsequió con una ráfaga de disparos que habría despertado a un muerto. En dos segundos gastó treinta balas, agotando también ese cargador. Madre lo agarró y tiró de él hacia la pasarela, lejos del túnel.

Herido y sangrando, Piernas buscó a tientas un nuevo cargador, pero este se le resbaló por entre los dedos manchados de sangre, fue a parar a la barandilla y cayó quince metros por el aire hasta dar a parar al tanque de la base de la estación. En ese punto, Piernas cortó por lo sano, tiró su MP-5 y sacó una Colt del calibre 45. De ahí en adelante solo un disparo.

Schofield y Gant seguían azotando el nivel superior con ráfagas de disparos. Gant había visto como se le había caído el cargador a Piernas; había visto como una de las orcas se había asomado a la superficie para ver qué había caído en sus dominios.

Madre se quedó sin munición. Quitó el cargador vacío y cargó el arma de nuevo con gran rapidez.

Schofield observó con inquietud como los tres (Madre, Quitapenas y Piernas) se desplazaban por la pasarela situada entre los túneles oeste y norte del nivel B, en dirección al túnel norte.

Ya casi estaban allí cuando de repente Buck Riley surgió del túnel norte con cuatro civiles a la zaga.

¡Justo delante de Madre, Quitapenas y Piernas!

Schofield lo vio y se le desencajó la mandíbula.

—¡Oh, Dios mío! —musitó.

Era un desastre. Ahora cuatro de sus soldados estaban al descubierto, desprotegidos, ¡con cuatro civiles inocentes! Y los franceses aparecerían de un momento a otro y los harían pedazos.

—¡Libro! ¡Libro! —gritó Schofield por el micro de su casco—. ¡Salga de ahí! ¡Salga de la pasar…!

Y entonces, para horror de Schofield, ocurrió.

En perfecta sincronización, cinco soldados franceses salieron a la pasarela del nivel B.

Tres del túnel oeste. Dos del este.

Abrieron fuego sin la menor vacilación.

Lo que ocurrió a continuación sucedió demasiado deprisa como para que Schofield fuera capaz de asimilarlo.

Los cinco soldados franceses situados en el nivel B acababan de ejecutar una maniobra de tenazas perfecta. Habían llevado a Madre, Quitapenas y Piernas hasta la pasarela y ahora iban a ponerle fin a aquello disparándolos desde los dos flancos.

La aparición de Buck Riley y los cuatro civiles era un plus. Resultaba obvio que no se lo esperaban, pues cuando hicieron su aparición en la pasarela, los cinco soldados franceses tenían sus armas apuntadas hacia Madre, Quitapenas y Piernas.

Sin embargo, no tuvieron opción de disparar a Riley y a los civiles.

Los tres soldados franceses que habían salido del túnel oeste dispararon primero. Lenguas candentes de fuego salieron de las bocas de sus armas.

A Piernas, Madre y Quitapenas les dispararon a quemarropa y alcanzaron a Madre en la pierna, a Quitapenas en el hombro, y Piernas se llevó lo peor: dos en la cabeza y cuatro en el pecho. Su cuerpo se convirtió en un estallido de sangre. Murió antes de caer al suelo.

Pero eso fue todo lo que Schofield vio.

Porque entonces ocurrió algo.

Schofield observó estupefacto cómo, en el preciso instante en que los soldados franceses del lado oeste de la estación dispararon con sus fusiles, dos enormes llamaradas salieron disparadas en ambas direcciones desde donde se encontraban.

Parecían cometas gemelos. Dos bolas de fuego de más de dos metros de altura que rodearon la circunferencia de la pasarela del nivel B, dejando a su paso un muro de llamas abrasadoras.

Toda la pasarela del nivel B desapareció en un instante cuando una espectacular cortina de llamas cubrió cada punto de la pasarela circular de metal, ocultando a todos los que allí se encontraban.

Schofield se quedó atónito durante un segundo, mirando. Había ocurrido tan deprisa. Como si alguien hubiese rociado de gasolina la pasarela del nivel B y luego hubiera encendido una cerilla.

Entonces cayó en la cuenta y Schofield se giró inmediatamente hacia…

… la sala del sistema de refrigeración del aire.

Y, en ese instante, todo encajó.

Los cilindros del sistema de refrigeración se habían visto gravemente dañados por la detonación de la granada de fragmentación minutos antes y habían comenzado a perder el clorofluorocarbono que almacenaban.

Clorofluorocarbono altamente inflamable.

Eso era lo que había sucedido cuando Schofield había visto la lengua de fuego que había escupido el arma de Gant instantes atrás. Había sido un aviso de lo que estaba por ocurrir. Pero, al mismo tiempo, los
CFC
todavía no habían llenado la estación. De ahí que la llama solo hubiese sido de dos metros.

Pero ahora… ahora la cantidad de gas inflamable que había en la atmósfera de la estación se había multiplicado considerablemente. Tanto que, cuando los franceses habían comenzado a disparar a los marines en el nivel B, toda la estructura había salido en llamas.

A Schofield casi se le salen los ojos de las órbitas.

Los cilindros del aire acondicionado seguían soltando
CFC
. Pronto toda la estación estaría contaminada de gases…

Schofield se horrorizó cuando fue consciente de la gravedad de la situación.

La estación polar Wilkes se había convertido en un horno de gas.

Lo único que necesitaba era una chispa, una llama (o un disparo), y toda la estación saltaría por los aires.

En el nivel B, los remaches de la estructura comenzaron a soltarse.

Había focos de fuego en toda la pasarela. Gritos de agonía resonaban en el espacio abierto de la estación mientras los soldados y civiles se retorcían en la pasarela ardiendo en llamas.

Parecía una escena sacada del mismísimo infierno.

Los tres soldados franceses del lado oeste de la estación (los que habían disparado a Madre, Quitapenas y Piernas) habían sido los primeros en salir ardiendo, pues las lenguas de fuego que habían escupido las bocas de sus armas habían prendido el aire gaseoso que los rodeaba.

Las bolas de fuego gemelas habían salido inmediatamente de los cañones de sus armas. Una había salido disparada hacia adelante mientras que la otra se había cernido sobre ellos y había estallado con intensidad.

Ahora dos de esos soldados franceses estaban en el suelo, gritando. El tercero se golpeaba contra una pared de hielo cercana en un intento desesperado por apagar las llamas de su ropa.

Madre y Quitapenas también estaban en llamas. A su lado, Piernas ya estaba muerto. Su cuerpo inerte yacía en la pasarela mientras era lentamente devorado por las llamas.

Por el lado que daba al túnel norte, Buck Riley estaba intentando apagar las llamas de los pantalones de Abby Sinclair haciéndola rodar por la pasarela de metal. A su lado, Sarah Hensleigh apagaba con las manos las llamas que habían prendido en la espalda de la parka rosa de Kirsty. Warren Conlon solo gritaba. Su pelo estaba en llamas.

Y, entonces, de repente, se produjo un sonido escalofriante.

El sonido del metal al combarse.

Riley apartó la vista de lo que estaba haciendo.

—¡Oh, no! —gimió.

Schofield también alzó la vista al escuchar el sonido.

Observó la pasarela que se alzaba sobre él y vio una serie de soportes de acero triangulares que sujetaban la parte inferior de la pasarela del nivel B a las paredes de hielo.

Lenta, casi imperceptiblemente, esos soportes comenzaron a salirse de la pared.

Debido al calor provocado por el tiroteo en el nivel B, los largos remaches que sujetaban los soportes a las paredes estaban comenzando a calentarse. ¡Estaban derritiendo el hielo a su alrededor y empezando a salirse de la pared!

Los remaches comenzaron a dilatarse y uno tras otro empezaron a resquebrajar las muescas de hielo de sus soportes de acero y a caer a la pasarela inferior.

Los remaches cayeron con gran estrépito a la pasarela del nivel C.

Primero uno.

A continuación dos. Luego tres.

Cinco. Diez.

Los remaches no dejaban de caer sobre la pasarela del nivel C. Había remaches por todas partes. Y, de repente, un nuevo sonido hizo acto de presencia en la estación polar Wilkes.

El chirrido agudo e inconfundible del metal al ceder.

—¡Oh, mierda! —dijo Schofield—. Se va a caer.

El nivel B cedió. De repente. Sin previo aviso.

Toda la pasarela (todo aquel círculo en llamas) cedió y cayó de una sacudida, llevándose consigo a todos los allí presentes.

Algunas secciones de la pasarela se mantuvieron unidas a las paredes de hielo. Su descenso se frenó abruptamente, casi tan pronto como había comenzado. Se quedaron colgando en un ángulo descendente de cuarenta y cinco grados.

Las secciones restantes se salieron de las paredes de hielo y se desplomaron por el eje central de la estación.

Casi toda la gente que se hallaba en el nivel B se hundió con las partes que se habían venido abajo de las pasarelas. Once personas en total.

Una mezcla dispar de civiles, soldados y tres secciones de la pasarela de metal cayó por el eje central de la estación polar Wilkes. Cayeron quince metros. Y entonces amarizaron. Bruscamente. En el agua.

En el tanque de la base de la estación.

Sarah Hensleigh se precipitó al agua.

Una corriente de burbujas pasó a gran velocidad por su rostro y, de repente, se produjo el silencio.

Frío. Un frío absoluto, implacable, asaltó todos sus sentidos a la vez. Hacía tanto frío que dolía.

Y, entonces, escuchó ruidos.

Ruidos que rompieron el fantasmal silencio que reinaba bajo el agua; una serie de sonidos amortiguados. Era el sonido de los demás al caer al tanque con ella.

Lentamente, la cortina de burbujas que se había levantado ante su rostro empezó a dispersarse y Sarah comenzó a distinguir un número de formas inusualmente grandes moviéndose lentamente en el agua a su alrededor.

Formas grandes. Negras.

Parecían moverse sin esfuerzo por las aguas gélidas y silenciosas. Cada una tenía un tamaño aterrador; eran tan grandes y anchas como un coche. En ese momento, una franja blanca se interpuso en el campo de visión de Sarah y de repente una boca enorme, llena de dientes afilados, se abrió de par en par delante de sus ojos.

El miedo más absoluto sacudió su cuerpo.

Orcas.

Sarah salió a la superficie. Respiró profundamente. La temperatura del agua ya no importaba. Por encima de la superficie picada del tanque comenzaron a aparecer aletas dorsales negras.

Antes de que Sarah pudiera orientarse y saber en qué parte exacta del tanque se encontraba, algo surgió del agua junto a ella. Se volvió.

No era una orca.

Era Abby.

Sarah sintió cómo su corazón latía de nuevo. Un segundo después, Warren Conlon también salió a la superficie junto a ella.

Sarah se giró en el agua. Los cinco soldados franceses que se encontraban en el nivel B cuando este había cedido también se hallaban dispersados por el tanque. Sarah vio que uno de ellos estaba flotando boca abajo en el agua.

Un grito resonó por el eje central de la estación.

Un grito agudo y estridente.

El grito de una niña pequeña.

Sarah alzó la cabeza. Allí, muy por encima de ella, colgando de una mano de la barandilla vuelta hacia abajo de la pasarela del nivel B, se encontraba Kirsty. El marine que estaba con ellos cuando la pasarela había cedido estaba tumbado boca abajo en la plataforma de metal, intentando desesperadamente alcanzar la mano de la niña.

Justo entonces, cuando miraba a Kirsty, Sarah sintió el peso inmenso de una de las orcas abriéndose paso entre Conlon y ella. El enorme animal le rozó una pierna.

Y, de repente, Sarah escuchó otro gritó.

Provenía del otro lado del tanque. Sarah se volvió y vio a uno de los soldados franceses (que tenía el rostro lleno de ampollas y quemaduras por la bola de fuego) nadar desesperadamente hacia el borde del tanque. Sus gimoteos de temor y pánico solo se veían interrumpidos por su respiración, entrecortada y desesperada.

Era el único movimiento de todo el tanque. Nadie más se había atrevido a desplazarse.

Casi inmediatamente, una enorme aleta dorsal negra apareció junto al desesperado nadador. Un segundo después amainó la velocidad y, a continuación, se hundió inquietantemente bajo la superficie tras él.

El resultado fue tan violento como repentino.

Con un crujido espantoso, el cuerpo del soldado francés fue arrastrado hacia atrás en el agua. Se volvió y abrió la boca para gritar, pero no pudo emitir sonido alguno. Sus ojos parecieron salírsele de las órbitas. Debía de haber visto que la orca había atrapado la mitad inferior de su cuerpo y ahora lo tenía firmemente sujeto entre sus poderosas fauces.

El segundo tirón de la orca fue más fuerte incluso que el primero. Tiró del francés hacia abajo con tal fuerza que la cabeza del hombre se fue hacia atrás y se golpeó fuertemente con el agua mientras se sumergía y desaparecía para siempre.

Sarah Hensleigh dio un grito ahogado.

—¡Oh, Dios mío…!

La sección de la pasarela donde se encontraba Buck Riley seguía unida a la pared de hielo. Colgaba hacia abajo, en un ángulo muy inclinado, sobre el eje central.

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