Authors: Anne Rice
Unos tapices europeos adornaban los toscos muros estucados; se trataba de las inevitables escenas de caza en los inmensos bosques de Francia, Inglaterra y la Toscana. El sencillo festín, compuesto por pollo y carne asada, estaba dispuesto sobre una mesa larga iluminada por numerosas velas.
En la habitación hacía tanto frío que los distinguidos caballeros lucían unos característicos gorros rusos de piel.
Qué exótico me había parecido en mi infancia cuando mi padre me llevaba a saludar al príncipe Miguel, quien le estaba profundamente agradecido por sus valerosas hazañas al abatir suculentos animales en los páramos, o entregar valiosas mercancías a los aliados del príncipe Miguel en los fuertes lituanos ubicados en el oeste.
No obstante, eran europeos, y no me infundían respeto alguno.
Mi padre me había explicado que no eran sino lacayos del Khan, que pagaban por el derecho a gobernarnos.
—Nadie se opone a esos ladrones —decía mi padre—. Deja que canten sus canciones de honor y valor. No significan nada. Escucha las canciones que canto yo.
Mi padre conocía muchas canciones.
A pesar de su vigor como jinete, su destreza con el arco y la flecha, y la fuerza bruta que exhibía con la espada, mi padre era muy habilidoso a la hora de pulsar con sus dedos largos y finos las cuerdas de una vieja arpa y cantar con gracia las canciones narrativas de los viejos tiempos, cuando Kíev era una gran capital cuyas iglesias rivalizaban con las de Bizancio y sus tesoros asombraban al mundo.
Al poco rato decidí marcharme. Eché un último vistazo a esos hombres que sostenían sus copas de vino doradas, sus elegantes botas de piel apoyadas sobre unos escabeles turcos, sus espaldas encorvadas y sus sombras reptando por las paredes. De improviso, sin que ellos hubieran reparado en nuestra presencia, Marius y yo salimos de allí.
Había llegado el momento de dirigirnos a otra ciudad construida sobre una colina, Pechersk, a cuyos pies se hallaban las numerosas catacumbas del Monasterio de las Cuevas.
Me eché a temblar de sólo pensar en él. Temí que la boca del monasterio me engulliría y permanecería sepultado para siempre en las húmedas entrañas de la Madre Tierra, buscando incesantemente la luz de las estrellas, sin poder salir. Sin embargo, me dirigí hacia allí, caminando lentamente a través del barro y la nieve, y de nuevo, con la pasmosa y ágil gracia de un vampiro, entré en el monasterio, seguido por Marius. Hice saltar silenciosamente los cerrojos con mi asombrosa fuerza, levanté las puertas al abrirlas para evitar que su peso hiciera crujir los goznes y atravesé las salas a tal velocidad que los ojos de un mortal sólo habrían percibido unas frías sombras, suponiendo que hubieran percibido algo.
El aire era cálido y apacible, pero la memoria me indicó que el ambiente no había sido tan maravillosamente cálido para un joven mortal. En la sala donde copiaban manuscritos, a la humeante luz de una lámpara de aceite de mala calidad, vi a unos hermanos inclinados sobre sus pupitres, trabajando sobre sus textos, como si la imprenta fuera un invento que no les concernía.
Reconocí los textos sobre los que trabajaban: el Paterikón del Monasterio de las Cuevas de Kíev, que contenía unos espléndidos relatos sobre los fundadores del monasterio y sus numerosos y pintorescos santos.
En esta sala, trabajando sobre ese texto, yo había aprendido a leer y a escribir. Avancé pegado a la pared para observar más de cerca la página que copiaba un monje, sujetando con la mano izquierda el vetusto volumen que copiaba.
Yo conocía esa parte del Paterikón de memoria. Era la historia de Isaac. Unos le habían engañado, presentándose ante él disfrazados de hermosos ángeles, e incluso habían fingido ser Jesucristo. Cuando Isaac cayó en la trampa, los demonios se pusieron a bailar de gozo en torno suyo y a mofarse de él. Pero después de entregarse a la meditación y a la penitencia, Isaac se enfrentó a esos demonios.
El monje mojó la pluma en el tintero y escribió las palabras que pronunció Isaac:
Cuando me engañasteis, haciéndoos pasar por Jesucristo y unos ángeles, demostrasteis ser indignos de ese rango. Pero ahora mostráis vuestro aspecto verdadero...
Aparté el rostro. No leí el resto del párrafo. Allí, oculto entre las sombras del muro, habría podido permanecer eternamente sin que descubrieran mi presencia. Leí lentamente las otras páginas que el monje había copiado, las cuales había dejado para que se secaran. Hallé un pasaje anterior que jamás había olvidado, el cual describía a Isaac, retirado del mundo, yaciendo inmóvil y sin probar bocado durante dos años:
Pues Isaac estaba muy débil de mente y cuerpo y no podía volverse de lado, levantarse o sentarse; permanecía tendido de costado, y los gusanos se acumulaban debajo de sus muslos, debido a los excrementos y la orina.
Los demonios, con sus engaños, habían obligado a Isaac a hacer esta penitencia. Yo había confiado en experimentar esas tentaciones, visiones, alucinaciones y penitencia cuando ingresé aquí de niño.
Percibí el sonido de la pluma deslizándose sobre el papel. Me retiré, sin ser visto por los monjes, como si jamás hubiera venido. Me volví y contemplé a mis hermanos.
Estaban demacrados, vestidos con unos hábitos de tosca lana, apestaban a sudor y a porquería, y llevaban la cabeza rapada. Sus largas barbas eran ralas y no se las habían peinado. Creí reconocer a uno de ellos, a quien incluso había amado, pero era un recuerdo muy remoto y no merecía la pena pensar en ello.
Confié a Marius, que permanecía fielmente a mi lado como una sombra, que no habría podido soportar aquella existencia, pero ambos sabíamos que eso era mentira. Lo más probable es que la hubiera soportado, y habría muerto sin conocer otro universo que aquél.
Penetré en el primero de los dos largos túneles donde los monjes estaban enterrados, con los ojos cerrados y sujetándome al muro de barro, tratando de percibir los sueños y las oraciones de quienes yacían sepultados vivos en aras del amor de Dios.
Era tal cual lo había imaginado, tal como lo recordaba. Oí las palabras que me resultaban familiares, ya no misteriosas, musitadas en eslavón. Vi las imágenes de rigor. Sentí la vigorosa llama de la autentica devoción y misticismo, la cual había brotado del débil fuego de una vida de renuncia y sacrificio.
Agaché la cabeza y apoyé la sien en el barro. Ansiaba hallar al niño, aquel tan puro de alma que abría estas celdas para llevar a los eremitas la suficiente comida y agua para que siguieran vivos. Pero no pude hallarlo, me fue imposible. Me daba rabia que ese niño hubiera tenido que sufrir en este lugar, demacrado, desesperado, sumido en la más abyecta ignorancia, cuyo único goce sensual en la vida era observar cómo resplandecían los colores del icono.
Emití un gemido, volví la cabeza y caí estúpidamente en brazos de Marius.
—No llores, Amadeo —me consoló con ternura.
Luego me apartó el pelo de la frente y me enjugó las lágrimas con el pulgar.
—Despídete de este lugar, hijo mío.
Yo asentí con la cabeza.
En menos de un segundo nos hallamos fuera. Yo no dije nada. Marius me siguió. Bajé por la ladera hacia la ciudad construida a orillas del río.
El olor del río era muy intenso, al igual que el hedor de los humanos. Al poco rato, llegué a la casa en la que me había criado. De pronto aquello me pareció una locura. ¿Qué pretendía? ¿Medir todo esto con unos patrones nuevos? ¿Confirmarme a mí mismo que como un niño mortal yo no tenía la menor posibilidad de salvarme?
Dios mío, no existía justificación por haberme convertido en lo que soy, un vampiro impío que se alimenta de lujo y oropel del perverso mundo veneciano, lo sabía perfectamente. ¿Acaso era esto un fatuo ejercicio de autojustificación? No, era otra cosa la que me atraía hacia la casa alargada y rectangular, como tantas otras, sus gruesos muros de arcilla divididos por troncos, cubierta por un techado de cuatro pisos del que pendían unos carámbanos, esta amplia y tosca casa que era mi hogar.
Tan pronto como llegamos a ella, me deslicé sigilosamente junto a sus muros laterales. La nieve se había transformado en agua; el agua del río corría por la calle y se filtraba por todos los resquicios, como cuando yo era niño. El agua se filtró en mis hermosas botas venecianas cosidas a mano. Sin embargo, no logró congelar mis pies como antaño, porque yo derivaba ahora mi fuerza de unos dioses desconocidos en este lugar, unas criaturas de las que estos inmundos labriegos, entre los cuales me había contado, no habían oído hablar jamás.
Apoyé la cabeza contra el áspero muro, como había hecho en el monasterio, pegándome a la argamasa como si su solidez pudiera protegerme y transmitirme todo cuanto yo deseaba saber. A través de un pequeño orificio entre los desconchones de arcilla vi, bajo el resplandor de las velas y la luz más intensa de las lámparas, una familia sentada al calor de la amplia estufa de piedra.
Yo conocía a esas personas, aunque no recordaba algunos de los nombres. Sabía que eran parientes míos, y conocía el espacio que compartían.
No obstante, deseaba ver más allá de esta pequeña reunión familiar. Quería saber si esas personas estaban bien, si después de aquel fatídico día, cuando me habían raptado y sin duda habían asesinado a mi padre en los páramos, mis parientes habían logrado seguir adelante con su característico vigor. Deseaba saber, quizá, qué oraciones pronunciaban cuando recordaban a Andrei, el niño que tenía la habilidad de pintar unos iconos de extraordinaria perfección, unos iconos no creados por manos humanas.
Oí el sonido del arpa dentro de la casa, y cantos. La voz pertenecía a uno de mis tíos, un hombre tan joven que podría haber sido mi hermano. Se llamaba Borys, y ya de niño había mostrado grandes dotes para el canto, pues era capaz de memorizar las viejas leyendas, o sagas, de los caballeros y héroes, y en estos momentos cantaba una canción, rítmica y trágica, sobre uno de esos personajes. Era el arpa de mi padre, una arpa pequeña y antigua, y Borys pulsaba sus cuerdas al tiempo que desgranaba la historia de una feroz y fatídica batalla para conquistar la antigua y noble ciudad de Kíev.
Escuché las conocidas cadencias que habían sido transmitidas por nuestro pueblo de cantante a cantante durante cientos de años. Alcé la mano y arranqué un pedacito de argamasa. Vi a través del pequeño orificio el rincón donde yo pintaba los iconos, justo enfrente del lugar donde estaban congregados mis parientes en torno al fuego que ardía en la estufa.
¡Ah, qué espectáculo! Entre docenas de cabos de velas y lámparas llenas de grasa que ardían aparecían dispuestos más de veinte iconos, algunos muy antiguos y oscurecidos por el paso del tiempo en sus marcos de oro, otros radiantes, como si hubieran cobrado vida ayer mismo a través del poder divino. Entre los iconos vi numerosos huevos pintados, unos huevos exquisitamente decorados con diversos colores y dibujos que yo recordaba bien. Muchas veces había observado a las mujeres decorando estos huevos sagrados de Pascua, aplicándoles cera caliente fundida con sus plumas de madera para dibujar las cintas, las estrellas, las cruces o las líneas que representaban los cuernos del carnero, o el símbolo que representaba la mariposa o la cigüeña. Después de aplicar la cera, sumergían el huevo en un tinte frío de un color asombrosamente intenso. Existía una infinita variedad, y una infinita posibilidad de significados, en estos simples dibujos y signos.
Guardaban estos huevos frágiles y bellamente decorados para curar a los enfermos, o para protegerse contra las tormentas. Yo había ocultado esos huevos en un huerto para que tuviéramos una buena cosecha. Un día coloqué uno de esos huevos sobre la puerta de la casa a la que había ido a vivir mi hermana de recién casada.
Existía una historia muy bonita sobre esos huevos decorados, según la cual en tanto en cuanto observáramos esta costumbre, mientras existieran estos huevos, el mundo estaría a salvo del monstruo del mal que pretendía venir y devorarlo todo.
Me complació ver esos huevos dispuestos en el rincón de los iconos, como de costumbre, entre los rostros sagrados. Lamenté el hecho de haberme olvidado de esta costumbre, lo cual interpreté como el anuncio de que iba a ocurrir una tragedia. Sin embargo, los rostros sagrados acapararon mi atención y me olvidé de todo lo demás. Vi el rostro de Cristo resplandeciendo a la luz del fuego, mi brillante adusto Cristo, tal como lo había pintado tantas veces. Yo había pintado un gran número de iconos, pero éste era idéntico al que había perdido aquel día entre la elevada hierba del páramo.
Eso era imposible. ¿Cómo podía alguien recuperar el icono que yo había perdido al caer en manos de los tártaros? No, debía de tratarse de otro icono, pues tal como he dicho, yo había pintado un sinfín de iconos antes de que mis padres reunieran el valor suficiente para llevarme con los monjes. Toda la aldea estaba llena de iconos pintados por mí. Mi padre se había ufanado en regalar varios al príncipe Miguel, y había sido precisamente el príncipe quien había dicho que convenía que los monjes comprobaran mis dotes para pintar iconos.
Qué expresión tan adusta mostraba Nuestro Señor comparado con las tiernas imágenes de Cristo pintada por Fra Angélico o el noble y acongojado señor plasmado por Bellini. Sin embargo, mi Cristo irradiaba el calor que le había conferido mi amor. Había sido pintado amorosamente al viejo estilo ruso, compuesto de líneas severas y colores sombríos, al estilo de mi tierra. Y rezumaba amor, el amor que yo creía que me había dado.
Sentía náuseas. Noté la mano de mi maestro sobre mi hombro. No me obligó a alejarme de allí, como yo temía que hiciera. Se limitó a abrazarme y apoyar la mejilla contra mi cabello.
Decidí marcharme, pues ya había visto suficiente. No obstante, en aquel momento sonó la música. Me fijé en una mujer que estaba ahí, ¿mi madre tal vez? No, era más joven, era mi hermana Anya, convertida ya en una mujer, que comentó con voz enojada que mi padre podría volver a cantar si ocultaban todas las botellas de vino y lograban que dejara de beber.
Mi tío Borys soltó una carcajada. Iván era un borracho incorregible, dijo Borys, era incapaz de regenerarse y no tardaría en morir, estaba envenenado por el alcohol, el licor fino que obtenía de los comerciantes a quienes les vendía los objetos que robaba de esta casa, y el vino peleón que le daban los campesinos a quienes hostigaba y zurraba, haciendo gala de su apodo de «terror del pueblo».