Authors: Anne Rice
Imaginé El cortejo de los Reyes Magos, el magnífico cuadro que resplandecía sobre el muro de la galería del maestro, la procesión que al anochecer podría examinar de nuevo a mi antojo. En mi alma febril, en mi flamante corazón vampírico, tuve la certeza de que los Reyes Magos habían acudido no sólo para asistir al nacimiento de Jesús, sino para asistir también a mi reencarnación.
Si yo creía que mi transformación en un vampiro significaba el fin de mi instrucción o aprendizaje con Marius, estaba muy equivocado. Mi maestro no me dio de inmediato libertad para que me deleitara con mis nuevos poderes.
La noche posterior a mi metamorfosis, comenzó mi educación en serio. Marius deseaba prepararme no para una vida temporal, sino para la eternidad.
Mi maestro me informó de que había sido transformado en vampiro hacía casi mil quinientos años, y que existían muchos seres de nuestra especie en el mundo. Reservados, recelosos y por lo general tristes y solitarios, esos peregrinos de la noche, como los llamaba Marius, no solían estar preparados para la inmortalidad, y sus miserables existencias consistían en una serie de desastres hasta que la desesperación hacía presa en ellos y se inmolaban en una siniestra hoguera o dirigiéndose hacia el sol.
En cuanto a los muy ancianos, que al igual que mi maestro habían logrado prescindir olímpicamente del paso de los imperios y las épocas, en su mayoría eran unos misántropos que vagaban por el mundo en busca de ciudades donde poder reinar soberanos entre los mortales, ahuyentando a los novicios que trataban de compartir su territorio, aunque significara destruir a otras criaturas de su especie.
Venecia constituía el territorio incontestable de mi maestro, su coto de caza y su arena particular, en la que presidía sobre los juegos que él mismo había elegido por ser los que más le interesaban y divertían a esas alturas de la vida.
—Todo pasa —dijo—, salvo tú. Presta atención a lo que digo porque mis lecciones son ante todo unas lecciones de supervivencia; los aderezos vendrán más tarde.
La lección principal era que sólo debíamos matar al «malhechor». En los siglos más nebulosos de épocas pasadas, esto había sido un compromiso solemne en los vampiros. De hecho, en tiempos paganos nos rodeaba una extraña religión según la cual los vampiros éramos venerados como portadores de justicia a aquellos que habían cometido un delito.
—Nunca permitiremos que esas supersticiones nos rodeen de nuevo a nosotros y el misterio de nuestros poderes. No somos infalibles. No cumplimos un encargo divino. Vagamos por la Tierra como gigantescos felinos de las grandes selvas, sin más derecho a matar a nuestras víctimas que cualquier ser viviente.
»Pero es un principio infalible que matar a un inocente hace que enloquezcas. Créeme, por tu propia tranquilidad de espíritu debes alimentarte de seres perversos, debes aprender a amarlos en toda su inmundicia y degeneración, y regodearte con las visiones de su maldad que inevitablemente invadirán tu corazón y tu alma en el momento de la matanza.
»Si matas a un inocente, más pronto o más tarde sentirás remordimientos, los cuales te llevarán a la impotencia y a la desesperación. Quizá pienses que eres demasiado cruel y frío para sucumbir a esos sentimientos. Quizá te creas superior a los seres humanos y disculpes tus excesos depredadores, alegando que actúas movido por la necesidad de obtener la sangre que necesitas para sobrevivir. Pero a la larga ese argumento no da resultado.
»A la larga, comprenderás que eres más humano que monstruo, que todos tus rasgos nobles derivan de tu humanidad, y que tu naturaleza superior sólo puede conducirte a valorar más a los seres humanos. Te compadecerás de tus víctimas, incluso las más ruines, y llegarás a amar a los seres humanos con tal intensidad que algunas noches preferirás pasar hambre antes que alimentarte de su sangre.
Yo acepté sus consejos de mil amores, y no tardé en sumergirme con mi maestro en el tenebroso submundo de Venecia, el ambiente de tabernas y vicio que, como el misterioso «aprendiz» vestido de terciopelo de Marius de Romanus, jamás había contemplado con anterioridad. Por supuesto, había frecuentado algunas tabernas, conocía a las cortesanas de moda como nuestra estimada Bian-ca, pero no conocía a los ladrones y asesinos de Venecia, los cuales me procuraron el alimento que precisaba.
No tardé en comprender a qué se refería el maestro al decir que debía cultivar la pasión por el mal y mantenerla. Las visiones que percibía al atacar a mis víctimas se hicieron cada vez más intensas. Comencé a ver brillantes colores cuando me abalanzaba sobre un incauto. A veces, veía esos colores danzando en torno a mis víctimas antes de atacarlas. Algunos hombres caminan seguidos de unas sombras teñidas de rojo, y otros emanan una potente luz de color naranja. La ira de mis víctimas más rastreras y tenaces a menudo se plasmaba en un resplandor amarillo vivo que me cegaba, me abrasaba, tanto en el momento de atacarlas como mientras les chupaba la sangre hasta acabar con ellas.
Al principio, yo era un asesino violento e impulsivo. Tras haberme depositado Marius en un nido de asesinos, me puse manos a la obra con una furia desmedida, sacando a mis presas de una taberna o una posada de mala muerte, acorralándolas en la calle y destrozándoles el cuello como si yo fuera un perro rabioso. Bebía con tal avidez que con frecuencia les estallaba el corazón. Una vez que el corazón ha dejado de latir, una vez que la persona ha muerto, no puedes seguir bebiendo su sangre. De modo que es un mal sistema.
Pero mi maestro, a pesar de sus nobles discursos sobre las virtudes de los humanos y su insistencia en que debíamos asumir nuestras responsabilidades, me enseñó a matar con elegancia.
—Tómatelo con calma —me aconsejaba mientras caminábamos junto a los estrechos canales por donde merodeaban nuestras posibles presas. Viajábamos en góndola, aguzando nuestros oídos sobrenaturales para captar alguna conversación interesante—. La mayoría de las veces no tienes que entrar en una casa para atraer a una víctima. Quédate fuera, afánate en adivinar los pensamientos del individuo, arrójale un cebo silencioso. Si adivinas sus pensamientos, es casi seguro que él recibirá tu mensaje. Puedes atraerlo sin palabras, ejercer una atracción irresistible con el poder de tu mente. Y cuando salga, arrójate sobre él.
»No es necesario hacerle sufrir, ni siquiera derramar su sangre. Abraza a tu víctima, ámala. Acaricíala despacio y clava tus dientes en ella con precaución. Luego bebe tan lentamente como puedas. De este modo su corazón seguirá latiendo hasta que hayas terminado.
»En cuanto a las visiones, y esos colores que dices ver, trata de sacar provecho de ello. Deja que la víctima en su agonía te revele cuanto pueda sobre sí. Si percibes unas imágenes de su trayectoria vital, obsérvalas, saboréalas. Sí, saboréalas. Devóralas lentamente, al igual que su sangre. En cuanto a los colores, deja que penetren en ti. Deja que toda la experiencia te inunde. Es decir, muéstrate a la vez activo y pasivo. Haz el amor a tu víctima. Y permanece atento para percibir el momento en que su corazón deja de latir. En esos momentos experimentarás una innegable sensación orgiástica, pero prescinde de ello.
»Abandona el cadáver en cuanto hayas terminado, o lame los restos de sangre que tenga la víctima en el cuello para disimular las huellas de tus dientes. Te resultará más fácil con una gota de tu sangre en la punta de la lengua. En Venecia los cadáveres abundan. No es necesario que te molestes en deshacerte de él. Pero cuando vayas en busca de una presa en las aldeas cercanas, debes enterrar los restos de tu víctima.
Yo me afanaba en asimilar esas lecciones. Cuando cazábamos juntos, experimentaba un placer indescriptible. No tardé en darme cuenta de que Marius había obrado con torpeza durante los asesinatos que había cometido en presencia mía antes de mi transformación. Comprendí, como creo haber puntualizado en este relato, que él deseaba que yo me compadeciera de esas víctimas, deseaba infundirme horror. Quería que yo considerara la muerte como una abominación. Pero debido a mi juventud, mi amor por él y la violencia que había padecido en mi corta existencia mortal, yo no había reaccionado como él deseaba.
Sea como fuere, lo cierto es que él era un asesino mucho más hábil que yo. A menudo atacábamos juntos a la misma víctima; mientras yo bebía del cuello de nuestra presa, él chupaba la sangre que brotaba de su muñeca. A veces prefería sostener con fuerza a la víctima mientras yo bebía toda su sangre.
Dada mi condición de novato, sentía ganas de beber sangre todas las noches. Podía pasar tres o cuatro sin ir en busca de una víctima, y a veces lo hacía, pero a la quinta noche de abstenerme, lo cual hacía para ponerme a prueba, me sentía tan débil que no podía levantarme del sarcófago. Esto significaba que, cuando estaba solo, tenía que matar al menos cada cuatro noches.
Mis primeros meses como vampiro fueron una orgía. Cada vez que me cobraba una víctima, sentía una emoción más intensa, más alucinante y deliciosa que la anterior. El mero hecho de contemplar un cuello desnudo me provocaba tal excitación que me convertía en una bestia, incapaz de razonar o contenerme. Cuando abría los ojos en la fría y pétrea oscuridad, imaginaba carne humana. La sentía en mis manos, la deseaba, y la noche no ofrecía para mí más aliciente que el poder apoderarme de una víctima propiciatoria que satisficiera mi ansia.
Durante un buen rato después de haber matado a mi víctima, experimentaba una exquisita y vibrante sensación mientras su fragante sangre llegaba a todos los rincones de mi cuerpo, infundiendo su espléndido calor a mi rostro.
Esto, y sólo esto, bastaba para absorber todo mi interés, a pesar de mi juventud.
Sin embargo, Marius no estaba dispuesto a dejar que su joven e impulsivo depredador se regodeara con la sangre de sus víctimas sin más afán que saciar su sed cada noche.
—Tienes que aplicarte en las lecciones de historia, filosofía y derecho —me dijo—. No estás destinado a asistir a la Universidad de Padua. Estás destinado a perdurar.
De modo que después de cumplir nuestras macabras misiones, cuando regresábamos al palacio, mi maestro me obligaba a estudiar. Deseaba poner cierta distancia entre Riccardo, los otros y yo, con el fin de que no sospecharan el cambio que yo había experimentado.
Marius me dijo que mis compañeros estaban «informados» del cambio, aunque no se hubieran percatado de ello. Sus cuerpos sabían que yo ya no era humano, aunque sus mentes tardarían un tiempo en asimilar ese hecho.
—Muéstrales cortesía, amor y tolerancia, pero manten las distancias —me advirtió Marius—. Para cuando logren asimilar ese hecho impensable, tú les habrás asegurado que no eres su enemigo, sino que sigues siendo Amadeo, el compañero que aman, y que aunque tú te hayas transformado, tu actitud hacia ellos no ha cambiado.
Comprendí que el consejo de Marius era oportuno. Mi cariño hacia Riccardo aumentó. En realidad quería mucho a todos mis compañeros.
—Pero, maestro —pregunté—, ¿no te irrita que ellos sean más lentos de reflejos y más torpes que yo? Siento un gran cariño por ellos, sí, pero eso no quita para que los veas bajo una luz más negativa que a mí.
—Amadeo —respondió el maestro suavemente—, todos ellos morirán.
Su rostro mostraba una expresión de profunda tristeza.
Lo sentí de forma inmediata y total, como lo sentía todo desde mi transformación. Eran unas sensaciones que me asaltaban como un torrente y de las que extraía unas lecciones muy útiles.
Todos van a morir. Sí, y yo soy inmortal.
A partir de entonces me mostré muy paciente con ellos, observándolos con atención, aunque procurando que ellos no se percataran, recreándome en todos lo pormenores como si fueran unas aves exóticas porque... iban a morir.
Son muchas las cosas que deseo describir, demasiadas. No encuentro palabras para explicar todo lo que se me reveló durante aquellos primeros meses, lo cual no hizo sino confirmarse posteriormente.
Contemplé unos procesos a cuál más interesante; percibí el olor de la corrupción, pero también presencié el misterio y la magia del nacimiento y desarrollo de organismos vivos. Todos esos procesos, tanto si conducían a la maduración o a la tumba, me encantaban y fascinaban, salvo el de la desintegración de la mente humana.
Los estudios del ejercicio de gobierno y leyes eran más complicados. Aunque leía a gran velocidad y comprendía casi de inmediato la sintaxis, me costaba concentrarme en temas como la historia de la ley romana de los tiempos antiguos, y el gran código del emperador Justiniano, denominado Corpus inris civilis, que según mi maestro era uno de los mejores códigos legislativos que se habían escrito.
—El mundo cada vez es mejor —afirmó Marius—. Con el transcurso de los siglos, la civilización muestra una mayor afición por la justicia, los hombres se afanan en repartir la riqueza que antiguamente constituía el botín de los poderosos, y las artes se benefician de este aumento de las libertades, haciéndose más imaginativas, más innovadoras y más bellas.
Yo esto lo comprendía sólo teóricamente. No tenía ninguna fe ni interés en las leyes. En términos generales, despreciaba las idea de mi maestro. No pretendo decir que le despreciaba a él, pero todo cuanto se refería a las leyes y las instituciones legales y gubernamentales me inspiraban un desprecio tan violento que ni yo mismo me lo explicaba.
Mi maestro me aseguró que lo comprendía.
—Naciste en una tierra salvaje e inculta —dijo—. Ojalá pudiera hacerte retroceder doscientos años en el tiempo, remontarte a los años antes de que Batu, hijo de Gengis Khan, saqueara la magnífica ciudad de Rus de Kíev, a la época en que las cúpulas de Santa Sofía eran doradas, y la gente estaba llena de ingenuidad y esperanza.
—Estoy harto de oír hablar de estos tiempos gloriosos —repuse suavemente, pues no quería enojarlo—. Desde niño he oído infinidad de historias sobre esa época. En la mísera cabaña en la que vivíamos, a pocos metros del gélido río, escuchaba esas zarandajas mientras tintaba junto al hogar. Nuestra casa estaba infestada de ratas. Lo único hermoso que había en ella eran los iconos y las canciones de mi padre. En ese lugar no existía más que depravación, y estamos hablando, como bien sabes, de una tierra inmensa. No puedes imaginar lo grande que es Rusia a menos que hayas estado allí, a menos que hayas viajado como hacía con mi padre a través de los helados bosques septentrionales hacia Moscú, Novgorod o Cracovia, en el este. —Me detuve unos momentos—. No quiero pensar en esos tiempos ni en ese lugar —declaré—. En Italia me parece imposible haber sobrevivido en un lugar como Rusia.